Un sábado, en que Jesús atravesaba unos sembrados, sus discípulos arrancaban espigas y, frotándolas entre las manos, las comían. Algunos fariseos les dijeron: “¿Por qué ustedes hacen lo que no está permitido en sábado?”. Jesús les respondió: “¿Ni siquiera han leído lo que hizo David cuando él y sus compañeros tuvieron hambre, cómo entró en la Casa de Dios y, tomando los panes de la ofrenda, que sólo pueden comer los sacerdotes, comió él y dio de comer a sus compañeros?”. Después les dijo: “El hijo del hombre es dueño del sábado”.
La queja de aquellos que veían lo que hacían Jesús y sus discípulos es incontenible: necesitan gritar algo que pueda poner en tela de juicio algo de lo que hace y dice Jesús. Es demasiado sino. La libertad que viene a predicar el hijo del carpintero no es fácil de tolerar. Ojo, tampoco de sostener.
Le echan en cara que es sábado y en sábado está prohibido por la Ley el hecho de trabajar. Esto tiene una raíz mucho más profunda. Y es que desde el origen, cuando se acepta el monoteísmo por parte del pueblo de Israel, se reserva un día de la semana para dedicarlo a Dios. Ese día es el sábado para los judíos. Entonces allí es donde adquiere su pleno sentido la prescripción de no trabajar. Es no hacer nada en relación a las ocupaciones diarias y dedicar el día al descanso y a rendir tributo a YWHW.
Estos que le hacen el comentario a Jesús no les interesa en nada la obediencia a la Ley para poder rendir culto y tributo a Dios. Han separado las obligaciones del sentido hondo que estas tenían. No se prohibía el trabajar en sábado para fomentar la vagancia sino para dedicar ese día al culto divino. Cuando uno separa las cosas de sus razones primeras, todo pierde sentido. Así es.
Jesús entonces recobra el sentido original, pero le da una nueva orientación: ya no se trata de observar por observar ni de prohibir por prohibir. Hay algo más importante que está por encima de todo trabajo, todo mandamiento, toda norma: el derecho a vivir. Un derecho que no es absoluto, sino no se entendería por qué Jesús ofrece su vida en la Cruz. Pero sí un derecho fundamental que está por encima de muchos más derechos. Aquí hay algo más fundamental que una prohibición o un mandamiento y esto es que el hombre viva. La vida como tal, y la vida en todas sus dimensiones y no sólo en su estadío psico-fisiológico son derecho fundamental de las personas. Esto lo deja en claro Jesús en el evangelio de hoy cuando sus discípulos no se atan a la tradición de la Ley y deciden cosechar espigas y frotarlas para cocerlas un poco y así poder alimentarse.
En este sentido queda claro que Jesús propone un nuevo culto a Dios: ya no con el mero cumplimiento de normas y mandamientos, sino con el derecho fundamental a la vida. Lo que Dios quiere es que el hombre se convierta y viva (Ez. 33, 11) Vivir con sentido y de manera plena es el mejor culto, la mejor ofrenda y el mejor tributo que podemos darle a Dios. Y no sólo reservarle un día a la semana, sino todos los días de nuestra vida. Este también es el sentido hoy y profundo de nuestras celebraciones eucarísticas: celebrar como comunidad en un día la acción de gracias a Dios por dejarnos vivir con un sentido pleno de vida todos los días de nuestra vida.
La mejor ofrenda que podés hacerle a Dios es reservarte todo para Él. No sólo un día específico sino todos los días.