Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él. Pero otros fueron a ver a los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho. Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron un Consejo y dijeron: “¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos signos. Si lo dejamos seguir así, todos creerán en él, y los romanos vendrán y destruirán nuestro Lugar santo y nuestra nación”. Uno de ellos, llamado Caifás, que era Sumo Sacerdote ese año, les dijo: “Ustedes no comprenden nada. ¿No les parece preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca la nación entera?”. No dijo eso por sí mismo, sino que profetizó como Sumo Sacerdote que Jesús iba a morir por la nación, y no solamente por la nación, sino también para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos. A partir de ese día, resolvieron que debían matar a Jesús. Por eso él no se mostraba más en público entre los judíos, sino que fue a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y allí permaneció con sus discípulos. Como se acercaba la Pascua de los judíos, mucha gente de la región había subido a Jerusalén para purificarse. Buscaban a Jesús y se decían unos a otros en el Templo: “¿Qué les parece, vendrá a la fiesta o no?”.
Uno quisiera endulzar a veces la historia de la cruz de Jesús; hay un riesgo de ser demasiado románticos o exageradamente espirituales, pero es imposible. Lo cierto es que lo buscan a Jesús para matarlo, literalmente. Dice la Palabra: “Este hombre realiza muchos signos. Si lo dejamos seguir así, todos creerán en él.” Probablemente eso hubiera querido Jesús que pase: continuar haciendo signos entre la gente “para que, creyendo…” recuperáramos la vida perdida”. Pero la violencia humana se interpone y, una vez más, atenta con los planes amorosos del cielo.
Con todo, Jesús no se rinde, y cabeza en alto entrará mañana, entre ramos, a la ciudad santa de Jerusalén. No entrará buscando su muerte sino buscando la vida para la humanidad, mostrando hasta el extremo que el amor de Dios no se rinde, es capas de morir -literalmente- por nosotros.
– Tal vez pueda rezar, animarme a reflexionar… ¿En qué sentido concreto me involucra la violencia o el dolor a mi alrededor? ¿Qué concreción del mal en mí lastima a otros? ¿Qué concreción del amor en mí defiende, sana, se entrega por otros?
Y ahora poniendo a Jesús en el centro…
– ¿Cómo me preparo para entrar con Él en esta nueva semana santa? ¿Qué tiempos, lugares, puedo compartir con Él en estos días? ¿Qué puede cambiar en mi semana para que sea “la más santa del año”.
Recibamos a Jesús, abrámosle paso, proclamémoslo nuestro Rey, Rey de la paz. Sabemos cómo soñó y comenzó su Reino el Reino de Dios. Anhelemos con Él ese Reino, defendámoslo, no con violencia sino con un amor concreto y extremo.