Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor. Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: “Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo”. De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos. Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría “resucitar de entre los muertos”. Y le hicieron esta pregunta: “¿Por qué dicen los escribas que antes debe venir Elías?”. Jesús les respondió: “Sí, Elías debe venir antes para restablecer el orden en todo. Pero, ¿no dice la Escritura que el Hijo del hombre debe sufrir mucho y ser despreciado? Les aseguro que Elías ya ha venido e hicieron con él lo que quisieron, como estaba escrito”.
En lo alto de la montaña, como en los grandes momentos del AT, Jesús deja entrever su gloria. Los discípulos temen. Luego todo se calma y aparece el anuncio de la Pascua.
De alguna manera también nos revela cómo tenemos que vivir los seguidores de Jesús si queremos ser coherentes al Evangelio. Porque, de la misma manera que aparecen las dos dimensiones de la persona de Jesús, se da un lindo equilibrio entre estas dos dimensiones en nuestra vida personal. Es decir, nosotros nos sentimos llamados a vivir entre la experiencia de Tabor y la experiencia de cotidianeidad del día a día de todos los días. Necesitamos experimentar estas dos dimensiones: conectarme con lo más humano que hay en mí y con la divinidad que por gracia de Dios me habita. Hay algo divino en cada uno de nosotros. No lo podemos negar. Y que no se contrapone a lo humano. De ahí que nos sea muchas veces tan difícil poder vivir integrando estas dos dimensiones. Ni solamente humanos, ni exclusivamente divinos.
Si esto fuera un trabajo exclusivamente personal, no sería ni humano ni cristiano. Necesitamos de los demás. La mirada del otro nos configura. El abrazo del otro nos abriga. El otro es espejo y es compañero de camino. Es el que nos termina de revelar la paradoja en la que vivimos. Pero solamente es con los otros, con mis hermanos, que me puedo descubrir convocado y llamado a más.
Y no sólo eso. Sino también que la presencia, la mirada y el abrazo del otro me interpelan. Descubrir la paradoja entre lo humano y lo divino no es un mero trabajo de autoconocimiento para quedarme seguro en mi propio yo sin salir por miedo. ¡Nada de eso! Se da también por considerar, mirar y actuar frente al otro. La paradoja no es parálisis, ¡todo lo contrario! Es dinamismo para entregar la vida por amor y servicio a los hermanos y compromiso firme y fuerte en la construcción de un mundo más justo, más fraterno y más solidario; una verdadera patria de hermanos.
Somos ciudadanos de estas dos ciudades: el mundo, con su humanidad que sufre, grita, camina, cae y se levanta, con ansias de un Reino definitivo donde podamos ser totalmente libres de verdad y reencontrarnos todos los hombres de buena voluntad.
Desde la paradoja que somos y nos habita, un abrazo grande en el Corazón siempre Joven de Jesús y hasta el próximo evangelio