Sábado 19 de Noviembre de 2022 – Evangelio según San Lucas 20, 27-40

viernes, 11 de noviembre de
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Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: “Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?”. Jesús les respondió: “En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección. Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él”. Tomando la palabra, algunos escribas le dijeron: “Maestro, has hablado bien”. Y ya no se atrevían a preguntarle nada.

Palabra de Dios

Padre Sebastian García | Sacerdote de la Congregación Sagrado Corazón de Jesús

La discusión carece de sentido. Se pierde el contenido de lo que se propone. Se caen las trampas y todo aquello que tiene que ver con conspiraciones para poner a Jesús de un lado o de otro. Se banaliza el matrimonio. Se hacen especulaciones vagas. Se lo quiere poner a prueba al Maestro de Galilea sin más. Ese es el verdadero interés. Y de ahí lo lapidario del evangelio de hoy: “Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él”

Creo que esta tiene que ser nuestra convicción y la única posible respuesta para vivir a fondo el evangelio:

Frente a la Cultura de la Muerte, con todo su sistema de opresión, marginación, explotación del hombre por el hombre, donde son cada vez más lo que tienen menos y menos lo que cada vez tienen más, gritamos: “Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él”

En los momentos de mayor oscuridad, donde nos aprieta la desesperanza, donde bajamos los brazos y nos cansamos de luchar, donde se nos hace cuesta arriba, donde sentimos que nos falta el aire y no podemos más, en las horas más oscuras del alma, susurramos: “Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él”

Frente a la enfermedad, el dolor el sufrimiento, la vida de nuestros hermanos enfermos, algunos abandonados en geriátricos y clínicas; en las largas filas de los hospitales, en las camas sin compañía ni visita, en la soledad de las terapias intensivas, oramos: “Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él”

En medio de la Cultura del Descarte, donde hasta la vida se hace un elemento más de producción y de consumo, atado a las reglas del mercado, donde millones de millones se quedan fuera de la fiesta y del encuentro, y nuestra mirada se ha acostumbrado a verlos como parte del paisaje urbano de las grandes ciudades, proclamamos: “Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él”

Donde deambula la muerte con sus mercaderes, en la pipa de paco, la bolsa de “merca”, el faso, la bolsita de poxirrán, donde la vida se pesa en una balanza y se distribuye en todos lados, sin diferencia social, sin sectores privilegiados ni barrios, donde las madres del dolor siguen sufriendo las pérdidas de sus hijos e hijas en manos de la droga, la violencia y el alcohol, nos abrazamos, “Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él”

Acostumbrados a los índices de nuestra bendita América Latina, donde el hambre se hace moneda corriente y la mitad de aquellos que la padecen son niños y niñas, y a su vez tenemos los más altos índices de corrupción institucional, donde parece que la justicia, los funcionarios, los que ejercen su ministerio al servicio del Pueblo, miran para otro lado, levantamos nuestras banderas y dejamos eco: “Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él”

Afligidos y agobiados, visitando tumbas y cinerarios, cementerios y campos santos, hacemos memoria de nuestros hermanos difuntos, de sus historias, de sus vidas, de su presencia que es ausencia y de su ausencia que nos hiela el corazón y el alma y así las lágrimas son proporcionales al amor que le tenemos y que también por eso los extrañamos, encendemos una vela, “porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él”

Cuando reconocemos que la vida es don de Dios en nuestras manos, pero que a la vez se hace tarea para que otros tengan vida y vida en abundancia, para volver a confesar una y otra vez que el amor de Dios es incondicional en nuestras vidas y nunca va a cambiar, y que ese amor nos hace comunidad, nos revela como hermanos, nos junta, nos alienta, nos da vida nueva y nuevas oportunidades, cuando vivimos de veras en nuestras comunidades vivimos una fe en Jesús y Jesús resucitado, con la fuerza del Espíritu, clamamos al Padre y alrededor de un gran fogón, tendemos nuestras manos, nos unimos frente a la tiniebla, el mal, la oscuridad, la muerte y el pecado. ¿Porqué? “Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él”.