En ese momento se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios. El les respondió: “¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera. ¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera”. Les dijo también esta parábola: “Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y no los encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?’. Pero él respondió: ‘Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás'”.
Este evangelio que proclamamos hoy en toda la Iglesia exige la conversión y la fe. Convertirse y creer. Convertirse tiene que ver con “cambiar la mentalidad” radicalmente. Implica un cambio en la óptica de ver las cosas y también en la manera de considerar la realidad. Es la apertura de mente y corazón a un nuevo orden, una nueva realidad, una renovada utopía, que es la del Reino de los Cielos. Y aquí tenemos que ser claros. Cuando Jesús habla del Reino, no está hablando del “cielo” como ese “lugar” al que vamos a ir, sino más bien a su persona. El Reino es el mismo Jesús que viene a instaurar con su Encarnación y su Pascua un nuevo orden de relaciones humanas y humanizantes donde lo único que esté permitido sea el amor. Es el nuevo modo de entender al hombre, al mundo y a Dios: desde la perspectiva del amor; amor como donación solidaria y proexistente de toda mi persona para causar, generar, provocar un bien en el prójimo, en mis hermanos.
Por eso es que Jesús exige conversión y fe. Porque la mentalidad mundana no entra. La cultura del descarte tampoco. El individualismo, el egoísmo autorreferencial, la búsqueda del propio bien incluso a costa del bien del otro, en el Reino no tienen lugar. Una vida que busca permanentemente salvarse en soledad y en el colmo del individualismo, procurándose el bien para sí sin mirar a los demás, sin tender una mano, sin ayudar, sin escuchar, sin abrazar a las víctimas, no tiene cabida en el Reino de Dios. El Reino es para los que creen, viven y aman de otra manera. Por eso es necesaria la conversión. Para alejar del corazón toda tentación de búsqueda del propio bien y “cortarse solo” para pensar la vida en sentido comunitario, colectivo, plural. Dejar de pensar en el “yo” para pasar al “nosotros”. Para sabernos y sentirnos hermanos. Para proclamar con voz firme y fuerte, con actos contundentes que “nos salvamos todos juntos o no se salva nadie”.
Y vivir la convicción de que por más seca que esté la higuera de la fe, de la esperanza, de la solidaridad y el amor en cada una de nuestras vidas, Jesús es como aquel que pide que la higuera no se corte y se le dé un tiempo más. No el ultimátum de un Dios malvado y mal llevado que busca a toda costa condenarnos en el infierno, sino de aquel Dios derretido en caridad, uno de nosotros, que sale a nuestro encuentro y nos vuelve a generar la oportunidad, la renovación, el cambio.
Pidamos seguir viviendo de la mano de Jesús y que Él nos convierta el corazón para que sea cada vez más semejante al suyo.