San Valentín en la era de un nuevo tabú

viernes, 15 de febrero de
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Esta semana Sofi, una alumna de 18 años, me contó lo siguiente: “Hace un año que estoy saliendo con Juan. Ya estaba cansada de no recibir señales de que la relación podía avanzar, decidí preguntarle qué onda con nosotros. En ese momento, él me dijo: ‘¿no me digas que te enganchaste? No te tenías que enganchar, si solo estamos saliendo y nos divertimos. Yo no estoy enganchado’. ¿Podés creer que me echó en cara que me hubiera enganchado y quisiera saber cómo seguíamos? Ahí decidí que no quería seguir viéndolo”. Sofi se debatía entre la decepción, la bronca y la tristeza. Mientras la escuchaba, se me vino a la mente esa frase de sabiduría popular atribuida a Frida Kahlo: “donde no puedas amar, no te demores”. Y concluí que tenemos un nuevo tabú: el tabú del amor.

Inmersos en una cultura que nos lleva antes al egocentrismo que a la solidaridad, a la apariencia que a la interioridad, las relaciones afectivas se diluyen en sensaciones circunstanciales sin proyecto relacional. La presencia física se ausenta sentimentalmente: ¡Qué difícil esto de sentir, pero no poder expresarlo! ¡Qué difícil desgarrar al cuerpo del corazón, estar pero no estar!

Erich Fromm se plantea si el amor es un arte o una sensación placentera fruto del azar. Frente a este interrogante, deduce que, si es un arte, se requiere de conocimiento, esfuerzo, virtud. En cambio, afirma que la gente, hoy en día, cree en la segunda afirmación: el amor sería una sensación placentera fruto del azar, con lo que uno/a tropieza si tiene suerte. Resuelve la dicotomía proponiendo que “todos sus intentos de amar están condenados al fracaso, a menos que procure, del modo más activo, desarrollar su personalidad total, en forma de alcanzar una orientación productiva; y de que la satisfacción en el amor individual no puede lograrse sin la capacidad de amar al prójimo, sin humildad, coraje, fe y disciplina. En una cultura en la cual esas cualidades son raras, también ha de ser rara la capacidad de amar”.

En muchas ocasiones, las frustraciones tienen que ver con que no se ama a personas concretas, sino a sujetos ideales, que sólo existen en la imaginación. En la vida real, las personas tenemos defectos y virtudes, luces y sombras. Acostumbrados a mostrar solo las luces, en la era de la imagen, renunciamos demasiado pronto cuando aparecen las sombras. Y la realidad es que todas las personas tenemos grietas y nos merecemos un amor que las abrace.

Es preciso descubrir que un mismo gesto puede ser una caricia o un roce. La diferencia, aunque desde afuera se vea igual, es esencial: en la caricia hay un amor que acompaña, que abraza la fragilidad, que está dispuesto a quedarse, que valora profundamente la totalidad de lo que somos. En el roce, hay un deseo de pasar el momento, lo más divertido y descomprometido posible, que luego puede dejarnos con sensación de soledad, de vacío, de que no vale la pena. Cabe cuestionarse si los amigos con derecho a “roce”, cándidamente promovidos por la ficción, esconden en el fondo una profunda desconfianza en el amor.

Aunque San Valentín no pueda evadirse de cierta atmósfera marketinera, nos ofrece una ocasión para plantearnos si estamos abiertos al amor, a reconocer esos anhelos sinceros que llevamos dentro y que nos comprometen emocionalmente a fondo.

En la sociedad líquida que finamente describe Bauman, necesitamos más caricias que roces, más profundidad que superficialidad, más realismo que imagen, más relación que individualismo. Descubrir la grandeza interior de uno que se encuentra en la del otro, frente al cual solo cabe una posibilidad: “demorarnos”.

 

Carolina Sánchez Agostini*

 

*Psicóloga, Magíster en Familia, Diplomada en Sexualidad en el Debate Público. Profesora de Facultad de Ciencias Biomédicas y Escuela de Educación de la Universidad Austral.