El corazón también puede paralizarse de frío si no dejamos a los rayos tibios del sol entrar.
A veces, sucede que ciegamente, sin medir el amor que ponemos, nos entregamos con esfuerzo y dedicación por el bien de los otros. Pero nada de lo que hacemos se agradece; no se considera, no se valora, se toma como un simple gesto más, y se olvida fácilmente en algún rincón. Gastamos palabras, razones y tiempo abrigando las penas y secando las lágrimas de aquellos que quizás, de verdad, no lo merecen. Así, el corazón se envuelve de frío. Una escarcha rodea nuestra mirada y hace que la confianza y el amor que podemos dar se paralice, congelando nuestras entrañas. Hartos de todo, llenos de nada, rechazamos el calor, ofuscamos la tibieza de la ternura y tratamos de soplar amargamente toda llama.
Allí, apagados por esa ingratitud, siempre somos invitados a ser amigos del sol, a jugar con sus rayos de luz que penetran y calientan sin importar dónde, sin saber en qué terreno hace falta nuestro calor para derretir toda dureza, todo hielo que hace frío el corazón de los hombres. Somos llamados a llevar su luz, su resplandor a todos los lugares.