Sobre cómo reconocí a Dios en un postre

viernes, 8 de mayo de
image_pdfimage_print

Reconocer a Dios en nuestra cotidianidad es, quizás, lo más importante del cristiano, invitado siempre a permanecer en una vida pascual. Los discípulos, cuando ya Jesús había sido crucificado, se encontraron en el camino con Él resucitado pero no se daban cuenta de quién era. Recién lo pudieron ver cuando, sentados a la mesa, aquel hombre partió el pan, con el mismo gesto con que lo había hecho en la última cena. Entonces, precisamente en ese segundo, lo reconocieron. Dice Lucas: “Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista”. Es un momento, fugaz pero intenso, de descubrimiento y de luz, que llega inesperadamente a través de un gesto. Gestos que son siempre necesarios para reconocer a Dios, para recordar cuál es el centro de la vida, para ubicar lo importante en primer lugar.

Hace unos días, la pesadumbre de no poder compartir almuerzos con mi familia y de no encontrarme con nadie se estaba haciendo densa. En mi trabajo surgían problemas, que me hacían oscilar entre la angustia y el enojo, y vivía situaciones que endurecían mi contractura. Cumpliría 30 años y, por supuesto, pese a mi fascinación por los cumpleaños y las fiestas, todos los planes de festejo habían quedado, por la cuarentena, descartados. La incerteza que provoca la situación que estamos viviendo no sumaba nada a mi personalidad estructurada y planificadora de todos los futuros posibles. Me sentía en cuaresma, y no en una vida pascual.

El día de mi cumpleaños llegó el gesto, sencillísimo y casi imperceptible, que necesitaba para reconocer las bondades de la vida. Llegó en forma de un postre, que me enviaron mi hermana y mi mamá. Cuando lo vi, solo me detuve en el cartelito encantador que lo decoraba y lo puse en la heladera sin demasiadas vueltas. Fue después, mientras probaba el primer bocado, que mi paladar entendió de qué se trataba.

Resulta que siempre tuve un postre favorito, empalagoso como todo lo que me encanta, que solo hacía mi abuela Lita, con quien tuve una larga y gran amistad. Siempre le pedía que me lo hiciera, aunque nunca supe bien cómo lo hacía: podía distinguir el abundante dulce de leche, el chocolate y alguna fruta, pero no mucho más. Estaba segura de que la receta se había ido con ella, hace ocho años. De hecho, unos meses atrás lagrimeé cuando me di cuenta, en un arrebato de la memoria, que no podía recordar el sabor ni el aspecto de aquello con lo que tantas veces mi abuela me había mimado. No lloré por el postre, sino por comprender que, por la tiranía del tiempo y por los laberintos de los recuerdos, de a poco se van escurriendo, sin poder evitarlo, momentos, sonidos y sabores que marcaron mi vida.

Pero, hace unos días, en la cocina de mis papás, mientras mamá trataba de recordar qué tenía aquel postre y mi hermana revisaba el recetario de la abuela, renacía el plato que había sido testigo de tanto amor de abuela. Lo supe en cuanto lo probé. Lo sentí como volver a estar con ella por un momento, fugaz pero intenso. Lo reconocí como un gesto precioso de Dios, que a través de mi hermana y de una receta, me recordaba lo que realmente importa en la vida, me aliviaba en medio de tantas tensiones, me devolvía un poco de mi abuela, me ayudaba a reconocer el centro, que no era precisamente mi trabajo ni las incertezas ni el encierro transitorio que estamos viviendo. El centro siempre es más profundo. Ojalá podamos detenernos en esos gestos cotidianos para reconocerlo.