Tiempo de fracaso

jueves, 12 de marzo de
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Si eres de los triunfadores, de los que siempre ganan, de los que no conocen el regusto amargo del fracaso, esta colaboración no te va a servir de nada. Si por el contrario eres de los que han metido la pata, o se lamen las heridas, o peor aún, viven desconcertados porque no entienden por qué les pasa lo que les está pasando, entonces bienvenido. Confío en que te puedas encontrar reconocido en este rincón.

El fracaso no es una teoría sino que es una realidad dura, implacable. Unas veces llega subrepticia, como escondida y de repente te descoloca, te derriba y te deja lleno de inseguridad. No lo esperabas y la amistad ya no lo es, el que te llamaba ya no te necesita y el que estaba encantado contigo ahora siempre está ocupado. El fracaso, a veces, es lento, te acompaña como la sombra, como un murmullo que uno no termina de entender del todo pero que no deja de hacer ruido: de pequeño, en la adolescencia, de mayor, en el primer trabajo. No sabes exactamente qué es, pero sí sabes que hace daño, que te va desgastando por dentro y que no puedes desmontarlo con facilidad.

Sea de efecto rápido, o tomado en dosis prolongadas, el fracaso siempre tiene el mismo efecto: nos rompe por dentro. Paraliza nuestras capacidades, hace como que la película de la vida se detenga y uno no sepa muy bien hacia dónde caminar. Los proyectos, las expectativas, los sueños, todo se detiene, y lo que es peor, uno se siente sin energía para poder afrontarlo. El fracaso genera un terrible efecto: contagia todo lo que toca. Nos convertimos en reyes Midas, pero no convertimos en oro lo que tocamos sino que lo transformamos en enfrentamiento, en envidia o reproches.

Los que me quieren sufren conmigo, pero también sufren mis enfados, mi displicencia, mi ira, mi rabia. Y cuando me doy cuenta de que también les he herido todavía me siento peor. Con los que he compartido esfuerzos o proyectos se transforman en víctimas de mi envidia o en sufridores de mis desprecios. Y si tratan de acercarse y comprenderme, todavía peor, los rechazo porque pienso que sólo quieren disfrutar de mi desgracia. El fracaso tiene una enorme fuerza destructiva, comienza en un punto y se va extendiendo hacia dentro y hacia fuera. Hacia fuera, en mis relaciones. Y hacia dentro, en mi confianza, en mi capacidad de ser lúcido y afrontar las situaciones. El mayor éxito del fracaso es romperme, romperme por dentro y romper con los que están a mi lado. ¿Quién podrá resistir?, decía el salmista.

La Semana Santa es el tiempo del fracaso. De todos los fracasados que en la historia ha habido: de las víctimas, de los que no lo consiguieron, de los que no pudieron, de los rechazados, de los excluidos, de los que no cuentan. En Semana Santa sacamos en procesión al gran fracaso de este mundo: la luz vino y no la reconocieron. Es el gran fracaso de Dios, su no poder, su impotencia. También Dios se sintió desbordado por el mal. En Jesucristo reconocemos cómo el fracaso atraviesa todo lo que somos para dejarnos desvalidos, incapaces, desnudos.

En Semana Santa descubrimos que el fracaso es posible, que es algo real, que nos puede pasar. Jesús, el fracasado, nos enseña a revertir la dinámica del fracaso. A limitar su capacidad destructiva. Porque con Jesús aprendemos a dejarnos ayudar, precisamente cuando mayor es la debilidad. Nada de falsos orgullos, nada de desprecios, precisamente cuando estamos caídos es cuando necesitamos una mano que nos ayude a ponernos en píe, que nos devuelva la confianza para seguir caminando. Aceptar la ayuda de los otros es empezar a encauzar el dolor. Con Jesús aprendemos a no maldecir, a que el fracaso no nos rompa por dentro, porque hay una promesa de amor más fuerte que nos fortalece. Fiarnos de esa promesa nos fortalece para no rompernos por dentro. La esperanza no es una frasecita, es un abrazo fuerte que nos sostiene en medio de las dificultades.

 

José Ignacio García Jiménez, sj