Desde la venida del Espíritu Santo, hay un antes y un después en los discípulos de Jesús. Las consecuencias de haberlo recibido eran no solamente los signos que realizaban sino también la unión que tenían como comunidad, la alegría, la sencillez, las ganas de ir al templo frecuentemente, la participación en la fracción del pan (Hechos 2, 1-41). Tal fue la transformación que vivenciaron con esta efusión que hasta algunos se burlaban diciendo que se habían emborrachado. Entonces Pedro tuvo que explicar lo que estaba pasando: es que se estaba cumpliendo la promesa profética, que decía que Dios derramaría el Espíritu sobre todos los hombres para que profeticen, tengan visiones, y se salven. Todos los hombres, afirmaba la promesa. De manera que, ay qué notición, estamos incluidos y somos también nosotros esos hombres y mujeres llamados a recibir el Espíritu.
¿En el Bautismo? ¿En la Confirmación? Sí, claro. Pero también cada día. En Hechos de los Apóstoles se narra que el Espíritu Santo descendió más de una vez. Primero, el día de Pentecostés, como recién resumimos. Pero también en Hechos 4, 23-31 volvieron a quedar llenos del Espíritu Santo y, en consecuencia, anunciaban decididamente la palabra de Dios. Incluso los paganos lo recibieron después y, en consecuencia, también ellos empezaron a proclamar las grandezas de Dios (Hechos 10, 44-48). En otra oportunidad, es Saulo quien queda lleno del Espíritu; en consecuencia, es sanado y recupera la vista (Hechos 9, 17-19).
Vemos que recibir el Espíritu Santo tiene consecuencias radicales. Él nos mueve, nos alegra, nos sana, nos hace dinámicos y nos pone en comunión con la Iglesia. ¿Nosotros vemos esas acciones? ¿Recibimos el Espíritu Santo? ¿Lo pedimos? Muchas veces oramos, escuchamos la Palabra, vamos a Misa, pero nos falta lo esencial, lo que nos identifica como verdaderos cristianos, lo que nos fue prometido. ¡El Espíritu Santo! Si te pasa, no creas que sos el único. En Hechos de los Apóstoles también hay narraciones sobre este tipo de experiencias. Había gente que había recibido la Palabra de Dios pero no al Espíritu Santo (Hechos 8, 14-17). Es más, cuando Pablo les pregunta a los discípulos de Éfeso si habían recibido el Espíritu, responden: “Ni siquiera hemos oído decir que hay un Espíritu Santo” (Hechos 19, 1-7). ¡Tremendo! Enseguida Pablo les impuso las manos, el Espíritu descendió y ellos comenzaron a hablar en distintas lenguas y a profetizar. ¡Así es el Espíritu cuando lo invocamos! ¡Llega y todo cambia! ¡Qué notición!
¿A vos te pasó? ¿Cómo es tu relación con el Espíritu hoy? ¿Lo dejás fluir como en aquel primer Pentecostés, cuando se marcó un antes y un después en la vida de aquella comunidad? ¿Se ven los frutos en tu vida? ¿O todavía no y necesitas llamarlo para ser sanado como Saulo? ¿O, aunque escuchás la palabra de Dios, ni siquiera sabés, como los discípulos de Éfeso, de qué se trata el asunto del Espíritu Santo? Esto último es una posibilidad. No hay que alarmarse, pero sí ocuparse. Pedirlo, conocerlo, dejarlo obrar. Entender que el Espíritu Santo no es una paloma, ni un accesorio de Dios, ni una fórmula que repetimos al rezar. Es persona. Es Dios mismo. Es el amor de Dios que nos transforma radicalmente, nos llena de alegría, nos une, nos pone en movimiento, hace que toda nuestra vida sea una proclamación de las grandezas del Señor, nos santifica. Estamos llamados a permanecer en Él. Que así sea.