Y decía: “El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga. Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha”.
También decía: “¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo? Se parece a un grano de mostaza. Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra, pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas, y extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra”.
Y con muchas parábolas como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender. No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en privado, les explicaba todo.
Muchas veces vivimos agobiados por experimentar exigencias que vienen de dentro o de fuera de nosotros mismos. En el afán de producir, de siempre “estar mejor”, de saciar expectativas propias o ajenas, nos dejamos avasallar por un ritmo acelerado que muchas veces acaba estresándonos, incorporando la idea que nunca somos suficiente.
Esta dinámica, tan propia de estos tiempos que vivimos, nos lleva a centrar nuestra mirada en nosotros mismos, en nuestra imagen, en el conseguir el inalcanzable bienestar propio y de los míos, y nos lleva a tristezas estiradas con las que aprendemos a convivir, a tendencias egocéntricas que dejamos que vayan gobernando nuestras intenciones y nuestras acciones.
Pues Jesús nos llama a abandonar estas dinámicas que terminan vaciándonos por dentro y dejarnos conquistar por la propuesta del Reino que ya está presente en nuestra historia, que está a la mano y que la podemos vivir. Es la dinámica que lleva a vivir en fraternidad, en justicia y misericordia; que nos impulsa a hacernos cargo de la vida y de los dones que tenemos, desde la apertura a la confianza, que es siempre fuente de paz.
Dios es la fuente de la fraternidad del Reino; Él ya ha sembrado esta semilla en nuestra historia… semilla que va creciendo invisiblemente y que estamos llamados a reconocerla tanto en nosotros mismos como en la vida de los demás, y ser testigos de cómo va creciendo en nuestro corazón si no le ponemos barreras y desde nuestra libertad, elegimos abrazar con confianza su propuesta.
Y la invitación que Jesús nos hace es a vivir la fraternidad del Reino en lo sencillo y cotidiano, valorando el pequeño gesto, apreciando el tiempo gastado en amar y servir, en lo simple, renunciando a lo espectacular y a lo estruendoso.
Porque el Reino de Dios, dice Jesús, es como un grano de mostaza, pequeño entre tantos otros, pero guarda en su interior una fuerza silenciosa y potente, que lo transforma, poco a poco, en la más grande de las hortalizas, capaz de cobijar a muchos pájaros.
Cuánta confianza se desprende para valorar lo pequeño y lo sencillo; cuánta apertura a la paciencia que respeta los procesos propios de la vida y el crecimiento. Cuánta humildad para acoger el tiempo, los límites, la fragilidad, y a la vez, dejarnos mover por la fuerza del amor de Dios que promete la plenitud y la alegría más honda. Cuánta apertura a la caridad, para hacer de nuestra vida servicio simple y bueno, buscando el bien de los demás, sin desesperarnos por asegurar nada, sino poniéndonos en las manos de Cristo y en Él nuestra esperanza.
¿Has caído en la cuenta del impulso del Reino que Dios siembra en tu interior y que puja por transformarse en acciones de amor y servicio? Abrazá ese impulso con serenidad y confianza; y hacelo vida, eligiéndolo libremente. Dios te bendecirá y hará que tu vida sea plena.
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