Cada 3 de diciembre la Iglesia celebra a San Francisco Javier, sacerdote jesuita, compañero de San Ignacio de Loyola y patrono de las misiones. Fervoroso misionero, recorrió los 5 continentes y pasó a la historia por ser el “divino impaciente”, el hombre sin fronteras, al que nadie se atrevería a frenar su paso, que se aventuró por tierras recónditas para anunciar el Evangelio.
Nació un 7 de abril del año de gracia de 1506, hace ya 500 años. Vivió frente al reino de Aragón, hijo de una familia acomodada. Estudió en París, populosa urbe de no menos de 300.000 habitantes, corazón de la cultura de su siglo XVI y encrucijada de las más diversas corrientes del pensamiento de la época. Allí se conoció con Iñigo de Loyola (San Ignacio de Loyola), con quién compartió habitación durante su tiempo de estudiante. Su amistad le cambiaría la vida y los llevaría a lugares inesperados.
Al ardiente Francisco, que estudia y enseña en París desde sus 19 años hasta sus 31, parte su biografía en dos partes. Una primera, que persigue a todo trance el brillo y el triunfo. Xavier, al poco de acreditarse como universitario, solicita de la Corte de Justicia de Pamplona los documentos que le acrediten como “noble”, “hijodalgo”, “gentilhombre de su antiguo origen”. Francisco de Xavier obtuvo este reconocimiento oficial y al tiempo una carta donde se le otorgaba el Cabildo Catedralicio de Pamplona y se le designaba un importante sitio para cuando regresara de sus estudios en París.
Uno y otro documento llegaron, por fortuna, tarde. El Xavier que recibe estas postas, tan ansiadas en otros tiempos, ya no aprecia en ellas sino vanidad y humo. De por medio está su conversión a Cristo; una conversión radical, sin medias tintas, toda ella entrega a la voluntad del Rey celestial que “quiere conquistar toda tierra de infieles”.
Cuatro años, ¡cuatro!, tuvo que bregar su compañero de habitación Iñigo de Loyola, “gran catador de almas”, para que Francisco de Xavier renunciara definitivamente a sus vanidades y glorias mundanas y se volviera al compromiso del Evangelio, al servicio a los demás, a la pobreza y a la obediencia. El padre Polanco, secretario que del superior general de la Compañía de Jesús, ha librado testimonio de cómo Iñigo de Loyola solía decir que “Xavier fue el barro más duro que le tocó moldear”. Y el espíritu barroco del XVII, allá por el 12 de marzo de 1622 en que Francisco de Xavier fue canonizado junto a san Ignacio de Loyola, escribirá unos dísticos latinos en el lábaro del Vaticano que decían: “Son muchos y maravillosos los milagros que obró Xavier; el milagro de Ignacio fue aún mayor: Xavier”. Así es cómo –para el mayor bien de la Iglesia y para la mayor gloria de Dios– quedó partida en dos la biografía de Francisco.
Lo que no quedó partida fue la decisión, ni energía, ni la pasión, ni la impaciencia que caracterizaban el espíritu de Francisco de Xavier. Estas cualidades de antes de la conversión permanecieron intactas –y aun acrecentadas– después de ésta. Sólo cambiaron los horizontes a los que Xavier las lanzaba.
Cuando Iñigo de Loyola, apremiado por graves circunstancias en las que entran el Papa Paulo y el Rey de Portugal, le propone de repente si estaría dispuesto a emprender al día siguiente el camino hacia las Indias, Xavier echa mano de su decisión y responde: “Pues heme aquí, Padre, dispuesto estoy”. Allí mismo armó un pequeño atillo con un par de calzones, recosió su pobre sotanilla, se hizo con el breviario y con algunos escritos espirituales, firmó la aprobación de las Constituciones que la Compañía de Jesús tendría que darse en breve, puso su nombre y apellido debajo de la fórmula pública de los votos de pobreza, castidad y obediencia y dio su parecer favorable a la designación de Iñigo de Loyola como superior general y, en su defecto, a favor de Fabro. Arrodillado ante el Papa Paulo III, tuvo que aceptar su designación como Nuncio Apostólico para todo el Oriente; y, luego, ya sin más, se apresuró a unirse a la expedición del embajador portugués Mascareñas. Antes, con todo, tuvo que someterse al control casi maternal de Iñigo. Éste le desabrochó la sotana a la altura del pecho: una simple camisilla. ¡Y tenía que atravesar los Álpes cubiertos de nieves! “¿Así vas, Francisco, así?” Y pidió para Xavier algo de ropa de mayor abrigo.
Al enviarlo a las Indias Orientales Ignacio le dijo: “Ite inflamate omnia”, que traducido a buen romance significa algo así como “Vayan y enciendan todo con fuego”. Ignacio envió a Francisco Javier a llevar el fuego del Evangelio a las Indias Orientales, siguiendo el deseo de Jesús: “He venido a traer fuego a esta tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!“ (Lucas 12, 49).
De su espíritu enérgico hay testimonios sobreabundantes. En vísperas de embarcar para las Indias –es un ejemplo– el conde de Castañeda trató de convencer a Xavier de que aceptara un criado para toda la navegación. “El Padre Francisco es Nuncio del Papa”, le recordaba. A lo que Xavier respondió: “El adquirir crédito y autoridad por ese medio ha traído a la Iglesia de Dios y a sus prelados al estado de decadencia en que ahora se encuentran”. Y añadió: “El medio por el que se ha de adquirir ese crédito y autoridad es lavando la ropa y guisando la olla sin tener necesidad de nadie”.
Energía –y mucha– de un Xavier que asegura estar dispuesto a lanzarse al agua y nadar unos 50 kilómetros desde Ternate hasta la Isla del Moro, si los mercaderes portugueses se niegan a darle pasaje en sus barcos. Energía, igualmente, cuando contrata un junco a un pirata chino para que le deje en una playa de Japón. Y energía, sobre todo, cuando desafiando la pena de muerte a que se expone, toma la decisión de entrar clandestinamente en China. Lo dirá muy claro: “O en la Corte de Pekín o en la cárcel de Cantón”.
La pasión del Padre Francisco por la mayor gloria de Dios y bien de los hombres, le ha ganado con toda justicia el título de “divino impaciente”. Su apostolado misionero –a contar desde el 7 de abril de 1541, día en que Xavier cumplía 35 años– se prologó sólo por once años y medio. De éstos, casi cinco los empleó en las más varias navegaciones.
En este corto tiempo se hizo presente en los cinco continentes y recorrió no menos de 70.000 kilómetros, casi dos vueltas a la tierra. Aprovechaba el tiempo de los trayectos y el de su obligada espera en el puerto de Cochín para escribir cartas y documentos. Se sabe que redactó 190 cartas, aunque sólo han llegado hasta nosotros 108. También nos han llegado 29 documentos de avisos espirituales y pastorales para los futuros misioneros, si bien es conocido que redactó al menos 36. De su pluma salieron igualmente pequeños compendios de la fe cristiana o catecismos en las más varias lenguas de la India, de las Molucas, de Japón y de China. El Padre Francisco dictaba el texto catequético en portugués o en español, y su fieles traductores lo vertían a las lenguas de los naturales a los que Xavier quería evangelizar.
Nada había que pudiera detener su paso. En la oración y en los tiempos de reflexión trataba de buscar la voluntad de Dios. Una vez que se convencía de que el bien de las almas le pedía un nuevo horizonte, allí estaba él, Xavier, decidido, enérgico, impaciente. “Espántanse mucho todos mis devotos y amigos de hacer un viaje tan largo y peligroso. Las tempestades de la China son las mayores que se han visto…”.
El Padre Francisco escribe estos renglones cuando se va a embarcar para Japón. Todos sus “devotos y amigos” intentan disuadirle. Le hablan de “los ladrones del mar”; hay tantos, le dicen, “que es de espanto” y le subrayan que “son estos piratas muy crueles en dar muchos géneros de tormentos y martirios a los que prenden”… Y Xavier anota por todo comentario: “Todos los otros miedos, peligros y trabajos que me dicen mis amigos, los tengo por nada”. ¿Por qué? Por una sencilla razón: “¡Ay de mí si no evangelizara!”, se dice Xavier una y otra vez. Como en su día se lo decía a sí mismo Pablo, el Apóstol de las gentiles. Y por otra razón: Francisco de Xavier tiene puesta toda su confianza en Dios. Sabe que el Señor no le defraudará ni por un instante. Escribirá: “Determino de me ir al Moro, ofrecido a todo peligro de muerte, deseando de me conformar con el dicho de Cristo Nuestro Redentor y Señor, que dice; quien quiera salvar su vida, la perderá; mas quien perdiere su vida por amor de mí, la encontrará.
Basada en el texto del P. Manuel de Unciti
(Misioneros Tercer Milenio, nº 64, abril 2006)