La vida después de la muerte

miércoles, 3 de junio de 2015
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03/06/2015 – Se le acercaron unos saduceos, que son los que niegan la resurrección, y le propusieron este caso: “Maestro, Moisés nos ha ordenado lo siguiente: ‘Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda’. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda y también murió sin tener hijos; lo mismo ocurrió con el tercero;
y así ninguno de los siete dejó descendencia. Después de todos ellos, murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?”.

Jesús les dijo: “¿No será que ustedes están equivocados por no comprender las Escrituras ni el poder de Dios? Cuando resuciten los muertos, ni los hombres ni las mujeres se casarán, sino que serán como ángeles en el cielo. Y con respecto a la resurrección de los muertos, ¿no han leído en el Libro de Moisés, en el pasaje de la zarza, lo que Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? El no es un Dios de muertos, sino de vivientes. Ustedes están en un grave error”.

Mc 12,18-27

 

 

 

Un Dios de vivos

En el texto quienes conversan con Jesús ya tienen una posición tomada y van a presentarle un caso probando a Jesús. Lo principal que nos dice esta página del evangelio es que Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Que nos tiene destinados a la vida. Es una convicción gozosa que haremos bien en recordar siempre, no sólo cuando se nos muere una persona querida o pensamos en nuestra propia muerte.

La muerte es un misterio, también para nosotros. Pero queda iluminada por la afirmación de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida: el que crea en mí no morirá jamás y vivirá para siempre». Cuando nos encontramos frente al dolor y al sufrimiento, con circunstancias en lo personal y en lo social difíciles, sentimos que no hay mañana. Sin embargo la vida vence siempre. No sabemos cómo, pero estamos destinados a vivir, a vivir con Dios, participando de la vida pascual de Cristo, nuestro hermano.

Esa existencia definitiva, hacia la que somos invitados a pasar en el momento de la muerte («la vida de los que en ti creemos no termina, se transforma»), es una vida con mayúscula, que no pasa y que permanece. Tiene unas leyes muy particulares, distintas de las que rigen en este modo de vivir que tenemos ahora. Porque estaremos en una vida que no tendrá ya miedo a la muerte y no necesitará de la dinámica de la procreación para asegurar la continuidad de la raza humana.

Es la vida definitiva. Jesús nos ha asegurado, a los que participamos de su Eucaristía: «El que como de este pan, tendrá vida eterna, yo le resucitaré el último día». La Eucaristía, que es ya comunión con Cristo, es la garantía y el anticipo de esa vida nueva a la que Él ya ha entrado, al igual que su Madre, María, y los bienaventurados que gozan de Dios para siempre. La muerte no es nuestro destino. Estamos invitados a la plenitud de la vida.

 Al partido saduceo pertenecían dos grupos del Sanedrín o Consejo: los senadores (seglares) y los sumos sacerdotes. Desde el punto de vista político eran partidarios del orden establecido, en el que tenían un papel de aduladores y colaboradores  con los romanos que ejercía el poder económico y militar, con los que mantenían un difícil equilibrio de poder. Rechazaban la llamada tradición oral, a la que los fariseos atribuían autoridad divina. Este grupo niega la resurrección y la Vida eterna.

No veían en la Escritura la noción de una vida después de la muerte; su horizonte era esta vida, y en ella procuraban mantener su posición de poder y de privilegio y entonces todo lo negociaban. Su pecado era el materialismo, pues sus objetivos en la vida eran el dinero y el poder. Solo aceptaban la superveniencia de los hombres en sus hijos que engendraban, y que continuaban su sangre; es decir, era más un pervivir de la especie que un vivir detrás de la muerte de cada hombre y mujer. Ellos eran depositarios de buena parte de los tesoros del templo, de allí que estaban seguros, con esta vida, la tenían acomodada.

Además de no aceptar la resurrección de los muertos, negaban la existencia de los ángeles y sólo aceptaban la ley escrita, el Pentateuco, los cinco primeros libros de la biblia, y no el código legal oral que seguían los fariseos. En síntesis, se distinguían por no aceptar los desarrollos últimos de la tradición y del patrimonio de la fe de Israel.

Era como si en el tener, en el poseer y en el poder estuviera la existencia, y cuando faltan, es como si la existencia se ahogara. Nosotros proclamamos el gobierno de la vida, Dios Cristo que se hizo uno de nosotros y con su muerte, Dios que se había hecho hombre, triunfa sobre la muerte. Desde ese lugar proclamamos un nuevo orden, la humanidad nueva que Jesús ha venido a traer. Dios es vida y el triunfo sobre la muerte es amor. 

 

 

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Dios es vida y amor

Para Jesús la resurrección de los muertos se fundamenta en el poder de un Dios que es vida y amor, quien en virtud de la comunión de vida que ha querido establecer con los seres humanos, no los abandona a la muerte sino que los conduce a una vida sin fin. Al fin y al cabo  ya mostró su poder dando la vida al hombre desde la nada. Dios es vida y es amor, y por el camino del amor concreto, sobretodo a los más débiles y sufrientes, la vida renace y se transforma. Mientras clamamos por la vida como la palabra final que hable de la razón de ser de nuestra existencia, por la herida que hemos recibido por el pecado, la muerte combate a la vida. Por eso vino Dios para combatirla y vencerla: en Cristo muerto y resucitado expresamos nuestra fe creyente.

Miramos la vida con una actitud llena de esperanza. La esperanza en la Vida nos ayuda a relativizar el presente. Este presente con perspectiva de futuro nos habla de la vida, por lo tanto para quienes creemos el presente no puede sino estar atravesado por el gozo, la alegría, la actitud con la que Dios nos quiere como testigos de la resurrección en medio de la lucha. Así las bienaventurazas son el ícono que nos representa: en la persecución, en el ser injuriados, podemos vivir alegres. Hay una dicha con la que podemos vivir esos lugares de dolor y muerte, sabiendo que la vida tiene la última palabra.

La vida clama en el hombre por plenitud. Allí donde estuvo la muerte venciendo a quien vino a vencer terminó siendo vencida. Esto es lo que proclamamos con la resurrección de Cristo, en donde nuestras vidas en la cruz encuentran una respuesta y proclamamos nuestro acto creyente en la resurrección poniendo la mirada y sintonizando con el corazón de Cristo. La muerte ha sido vencida, la cruz es el camino por medio del cual vencemos a la muerte que aparentemente vence. 

Jesús nos dice que si nosotros nos asociamos a su misterio pascual en los lugares donde nos parece que todo está perdido también comienza a surgir la fuerza de vida de su resurrección.

La esperanza de la vida futura, por una parte, nos ayuda a relativizar el presente, ayudándonos a asumir nuestra condición de peregrinos en el mundo, en constante éxodo, libres de todo lo que pueda distraernos en nuestro camino hacia la patria eterna; por otra parte, esta esperanza da consistencia al presente, lo hace fecundo e importante, pues vivimos con la conciencia de que hemos sido arrancados del poder de la muerte y seremos recuperados totalmente para Dios y en Dios.

La esperanza en la vida futura nos libera de todo aquello que se presenta ante nuestros ojos con pretensiones de absoluto. Al mismo tiempo, en lugar de alienarnos, nutre y estimula nuestro compromiso con el presente, sanando los límites y las heridas propias de la condición histórica. Gracias a la esperanza en la vida futura, el cristiano es testigo de vida, de gozo y de confianza.

 

Padre Javier Soteras