11/03/2016 – Para continuar avanzando en los ejercicios ignacianos, nos detendremos para conocer las reglas de discernimiento que San ignacio propone para esta parte del camino: primera y segunda semana de discernimiento.
Uno se da cuenta si algo viene o no de Dios conforme a su orientación, osea a dónde me lleva. Lo que importa es saber quién es el que habla para aceptar o rechazar, y nos damos cuenta conforme a dónde nos lleva. Cuando el fin está claro, Principio y fundamento, el rumbo se va encontrando. Por eso al comienzo, San Ignacio en el principio nos pone el fin, la meta:
“El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios muestro Señor, y mediante esto salvar su alma; y las otras cosas sobre la faz de la Tierra son creadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para el que es creado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar de ellas, cuanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse de ellas, cuanto lo impidan. Por lo cual, es menester hacernos indiferentes a todas las cosas creadas, en todo lo que es concedido a nuestro libre albedrío, y no le esta prohibido; en tal manera que no queramos de nuestra parte, mas salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo damas; solamente deseando y eligiendo lo que mas nos conduce para el fin que somos creados” (18).
“Presupongo ser tres pensamientos en mí”
San Ignacio dice, en sus Ejercicios, que “presupongo ser tres pensamientos en mí…”. Y explica: “Es a saber, uno propio mío y otros dos que vienen de fuera”. Explicando mejor qué quiere decir con esto último, añade que –de estos dos- “uno viene del buen espíritu y el otro del malo” (EE 32).
En primer lugar, habla de pensamientos o bien de escrúpulos o bien de propósitos; en otros lugares habla de mociones, inclinaciones o afecciones, inspiraciones, etc. Que se pueden atribuir a tres “principios”: el propio- que es sobre todo la libertad humana-, el bueno y el malo.
Todo este mundo interior se distingue tanto de las palabras como de las acciones, aunque se manifiesta generalmente –para los que están fuera- en nuestras palabras y en nuestras acciones.
Decía a este respecto san Gregorio de Nisa (segunda lectura del martes de la Semana XII del tiempo ordinario):
“Hay tres cosas que manifiestan y distinguen la vida del cristiano: el pensamiento, la manera de hablar y la acción. De ellas ocupa el primer lugar el pensamiento; viene en segundo lugar la manera de hablar, que descubre y expresa con palabras el interior de nuestro pensamiento; y, en este orden de cosas, el pensamiento y a la manera de hablar sigue la acción, con la cual se pone por obra lo que antes había pensado.”
Con la palabra “pensamiento” y otras similares (moción, sentimiento, afecto…) san Ignacio, pues, quiere llamar la atención sobre la existencia, en nosotros, de todo este mundo interior; pero no cualquiera, sino el que luego se manifiesta externamente en palabras y obras.
En segundo lugar, san Ignacio llama la atención sobre algo más: este mundo interior es libremente querido por nosotros –o sea, no es sólo “sentido” sino también “consentido”-, o es “padecido” por nosotros, al provenir originariamente del bueno o del mal espíritu. Como dice la Escritura: “Él fue (Yahveh) quien hizo al principio al hombre y lo dejó en manos de su libre albedrío” (Ecli 15, 14-17) o, como dice en otro lugar:
“Mira, Yo (Yahveh) pongo hoy delante de ti vida y muerte, bendición y maldición” (Deut 30, 15-20). El Nuevo Testamento habla de “dos caminos” que están ante nosotros (Mt 7, 13-14).
Aquí sobre todo subraya la libertad que tenemos frente a la gracia o tentación. Como san Ignacio dice: lo que “sale de mi mera libertad y querer”.
Pero, además de la libertad –que nos viene de dentro, diríamos- están los otros dos –pensamientos- que vienen de fuera, el uno viene del buen espíritu y el otro del malo”.
Lo que importa no es el origen del pensamiento o moción, sino su sentido. Detenerse a estar seguro de su origen –natural o sobrenatural- es perder el tiempo. ¿Nos ayuda en nuestra vida espiritual? Debemos hacer lo que nos sugiere, como si viniera de Dios o del buen espíritu. ¿Es un estorbo en nuestra vida espiritual, que nos impide seguir por el buen camino? Debemos contradecirlo, como si viniera del mal espíritu.
A veces, nuestra lucha es con el mal espíritu que nos ataca –como dice san Ignacio- “por donde nos halla más flacos y necesitados”. Es decir, por nuestras debilidades psicológicas o temperamentales, de modo que nuestra tentación, que comienza por esas debilidades, se continúa y se acaba por la acción del mal espíritu. Y no podemos negar la posibilidad de esta realidad espiritual.
La “discreción de los espíritus” se hace por un don o carisma o gracia, gratis data, que el Espíritu Santo concede a algunos. Consiste en un instinto o luz particular que el Espíritu Santo comunica para discernir, en sí o en otros, de qué principio provienen los movimientos internos del ánimo, si del bueno o del malo.
Las reglas de la Primera semana son “para, en alguna manera, sentir y reconocer las varias mociones que en el ánima se acusan: las buenas para recibir y las malas para lanzar; y son más propias de la Primera semana”.
Estas reglas ayudan “en alguna manera” porque, además de leerlas, hay que tener en cuenta la experiencia y sólo así se las puede entender, es decir, entre el tenor de la regla y experiencia se necesita la gracia, sin la cual no podemos nada.
La mejor manera de aprender a discernir es leyendo los apuntes espirituales o cartas de quienes han tenido experiencia y nos la han comunicado, para entender, en ellas, el sentido de las reglas de discernimiento ignacianas. Por ejemplo, “Camino” de Teresa, la biografía de Ignacio, o “Historia de un alma” de Santa Teresita o la vida del P. Pio de Pietrelcina. Es subirse a los hombros de un gigante, por eso la vida de los santos es importante para descubrir cómo se mueve Dios en la vida de las personas y cómo el mal busca impedirlo. Lo mismo pasa en nuestras vidas.
Las reglas son “para sentir y conocer las varias mociones: las buenas para recibir, las malas para lanzar”. Se señalan tres niveles o etapas de un discernimiento de espíritus: el primero es “sentir”, es decir, caer en la cuenta de que se tiene un “sentimiento” o “pensamiento” o “moción”. El segundo es “conocer” su malicia o bondad espiritual, es decir, conocer su sentido. El tercero actuando en consecuencia del discernimiento que hasta el momento se ha hecho.
San Bernardo dice:
“No es fácil discernir si es nuestro espíritu quien nos habla, o bien alguno de los ya mencionados. Mas ¿qué importa, para el caso, conocer la persona que nos habla (el propio espíritu o un espíritu de fuera), constándonos ser pernicioso lo que nos dice? Si conocemos que es nuestro enemigo (y a veces se lo puede conocer por lo transitorio de su ataque, si resistimos bien a él, o por su intensidad fuera de lo común, etc.), hay que resistirlo y rechazarlo varonilmente, como a tal; y si fuese nuestro espíritu (o nuestro estado físico o psicológico), vuélvete contra él, y lamenta con amargura de corazón que hayas llegado a tanta miseria y a tan ominosa esclavitud.”
Resumiendo, diríamos que la regla fundamental del discernimiento ignaciano está dada cuando dice que “tanto ha de ellas cuanto le ayuden para su fin; y tanto debe quitarse de ellas, cuanto para ello le impiden”, si se entiende por “cosas” los sentimientos, pensamientos, mociones o espíritus, o como quieran llamarse los movimientos interiores o mociones que constituyen la experiencia de los espíritus.
Hay una variedad que se reduce a una simple alternativa: los sentimientos, pensamientos, mociones, afectos o como quiera llamárselos, o bien nos ayudan en el camino que llevamos hacia Dios, cumpliendo su volunta, o bien nos impiden ese mismo camino.
Todo hombre es un caminante hacia Dios (un “peregrino”, diría san Ignacio en su autobiografía de si mismo). En este camino, o bien avanza seguro, se desvía y si se queda, retrocede.
El mal espíritu impide al que avanza y el bueno lo ayuda. Es más fácil discernir las mociones de uno y de otro espíritu cuando se las experimenta alternativa o sucesivamente y se puede comparar el efecto en nosotros de uno y de otro espíritu.
Proponiéndoles “placeres aparentes”: apariencia que consiste en ser falsos, son contrarios a la verdad, son propuestos por nuestra imaginación.
Es importante conocer la idiosincrasia del mal espíritu, o sea el uso que hace de nuestra imaginación en los “deleites y placeres sensuales”. Por ejemplo, los que son objeto de la gula espiritual, cuando buscamos “las consolaciones de Dios”, en lugar de buscar al “Dios de las consolaciones”.
“Punzándoles y remordiéndoles las conciencias”. Como el Hijo pródigo que se dice a sí mismo “Volveré a la casa de mi padre y le diré Padre, he pecado contra el cielo y contra tí, no merezco ser llamado hijo tuyo”.
El buen espíritu nos recuerda, antes de obrar y, después de haber obrado contra cualquier obligación, nos hace sentir arrepentimiento o remordimiento, con el objeto de que volvamos por el mismo al buen camino o reiniciemos, con brío, nuestro caminar hacia Dios, allí donde nos habíamos detenido.
Cómo actúa el mal espíritu con las personas que van “de bien en mejor subiendo”. Proponerles placeres aparentes, aquí se indican varios sentimientos y mociones: tristeza y, a la vez, sentirse “mordido” por una inquietud o inquieto por falsas razones. Es una tristeza que lleva a la “muerte”, a la ausencia de Dios y no a Dios.
El buen espíritu con su “punzar” y “remorder”, levanta el alma hacia Dios y lo hace volver a él (“Me levantaré e iré a la casa de mi padre” Lc 15, 18-20) mientras que el mal espíritu, con su “morder y entristecer”, deprime, encierra en sí mismo y no deja pensar ni recordar la misericordia de Dios, más pronta a perdonar que a castigar.
Hay que estar vigilante cuando experimento que soy todo impedimento, no debo dejarme envolver por “la tristeza que lleva a la muerte”, sino llegar al “punzar y remorder”, propio del buen espíritu, que nos levanta y nos lleva hacia Dios.
Lo que hace el buen espíritu es “dar ánimo y fuerzas, consolaciones, lágrimas, inspiraciones y quietud”; su objetivo es “para que proceda adelante en el bien obrar”. “Dar animo y fuerzas” es la acción fundamental de la acción del buen espíritu en un caminante que marcha derechamente y sin detenerse hacia Dios.
El “ánimo y fuerzas” es lo fundamental de la acción del buen espíritu en una persona que “que va de bien e mejor”; mientras que lo más propio del mal espíritu en estas mismas personas es el “inquietar con falsas razones, para que no pase adelante”.
El mal espíritu alienta a los que van “de pecado en pecado” y desalienta a los que van “de bien en mejor en el servicio de Dios nuestro Señor”. El buen espíritu procede en forma “contraria”, desalentando, mediante “la sindéresis de la razón” a los unos, y alentando –con “ánimo y fuerzas, consolaciones, lágrimas, inspiraciones y quietud” –a los otros.
San Ignacio dice:
“Llamo consolación cuando en el ánima se causa alguna moción interior, con la cual viene el ánima a inflamarse en amor de su Creador y señor y, ninguna cosa creada sobre la haz de la tierra puede amar en sí misma, sino en el Creador de todas ellas. Asimismo cuando lanza lágrimas motivadas por el dolor de sus pecados o por la pasión de Cristo nuestro Señor, o por otras causas derechamente ordenadas a su servicio y alabanza. Finalmente llamo consolación todo aumento de esperanza, de fe y de caridad, y toda alegría interna que llama y atrae a las cosas celestiales y a la propia salud de su ánima, aquietándola y pacificándola en su Creador y Señor. En el Directorio autógrafo de los Ejercicios agrega otros elementos que pertenecen a la consolación: paz interior, alegría espiritual, elevación de mente, que son todos dones del Espíritu Santo, “todo movimiento interior que deja al ánima consolada en el Señor nuestro”. “La consolación interior, echa fuera toda turbación y trae a todo el amor del Señor; y a unos los ilumina, a otros descubre muchos secretos. Finalmente con esta divina consolación todos los trabajos son placer y todas las fatigas descanso. No hay carga tan grande que no le sea muy dulce”.
“Llamo consolación cuando en el ánima se causa alguna moción interior, con la cual viene el ánima a inflamarse en amor de su Creador y señor y, ninguna cosa creada sobre la haz de la tierra puede amar en sí misma, sino en el Creador de todas ellas. Asimismo cuando lanza lágrimas motivadas por el dolor de sus pecados o por la pasión de Cristo nuestro Señor, o por otras causas derechamente ordenadas a su servicio y alabanza. Finalmente llamo consolación todo aumento de esperanza, de fe y de caridad, y toda alegría interna que llama y atrae a las cosas celestiales y a la propia salud de su ánima, aquietándola y pacificándola en su Creador y Señor.
En el Directorio autógrafo de los Ejercicios agrega otros elementos que pertenecen a la consolación: paz interior, alegría espiritual, elevación de mente, que son todos dones del Espíritu Santo, “todo movimiento interior que deja al ánima consolada en el Señor nuestro”.
“La consolación interior, echa fuera toda turbación y trae a todo el amor del Señor; y a unos los ilumina, a otros descubre muchos secretos. Finalmente con esta divina consolación todos los trabajos son placer y todas las fatigas descanso. No hay carga tan grande que no le sea muy dulce”.
Hay todavía otra enumeración, cuando san Ignacio le pondera al duque de Borja “los santísimos dones y gracias espirituales”: “Los cuales entiendo ser aquellos que no están en nuestra potestad el traerlos cuando queremos, mas son puramente dados por quien da y puede todo bien: así como son crecimiento de gozo y reposo espiritual, impresiones e iluminaciones divinas, con todos los otros gustos y sentidos espirituales ordenados a los tales dones. Sin ellos, todos nuestros pensamientos, palabras y obras van mezcladas, frías y turbadas y por eso se deben buscar para que vayan calientes, claras y justas para el mayor servicio divino; de modo que deseemos tales dones o parte de ellos cuanto nos pueden ayudar a mayor gloria divina”.
La consolación se llama “espiritual” porque comienza en el espíritu, pero si no pasara de alguna manera al cuerpo, no sería la consolación que san Ignacio llama espiritual. En toda consolación verdaderamente espiritual se da referencia explícita a Dios; más aún, a Cristo nuestro Señor.
Llamo desolación a todo lo contrario de la consolación, como la oscuridad del ánima, turbación en ellas, moción a las cosas bajas y terrenas, inquietud con varias agitaciones y tentaciones, moviendo a la falta de fe, sin esperanza, sin amor, hallándose la persona toda perezosa, tibia, triste y como separada de su Creador y Señor.
La desolación es la guerra contra la paz, tristeza contra la alegría espiritual, esperanza en cosas bajas contra esperanza en las altas, así mismo amor bajo contra el alto, sequedad contra lágrimas, vagar la mente en cosas bajas contra la elevación de la mente. Desconfianza, falta de amor, sequedad, etc.
“Nuestro común enemigo pone todos los inconvenientes posibles, poniéndonos muchas veces tristeza sin saber nosotros por qué estamos tristes, ni podemos orar con alguna devoción, contemplar ni aun hablar, ni oír de cosas de Dios nuestro Señor con sabor o gusto interior alguno; que no sólo esto, mas nos trae pensamientos como si del todo fuésemos de Dios nuestro Señor olvidados; y venimos en parecer que en todo estamos apartados del Señor nuestro; y así procura traernos en desconfianza de todo; y así veremos que se causa en nosotros tanto temor y flaquea, mirando en aquel tiempo demasiadamente nuestras miserias, y humillándonos tanto a sus falaces pensamientos”.
Una de las características más notables de la desolación es la ausencia de Dios y es el mayor sufrimiento que nos causa, porque, cuando sentimos que estamos con Dios nuestro Señor, nada nos puede resultar penoso.
Los “pensamientos que salen de la desolación” son tales cuando se dan en forma intensa y durable; en grado menor y en forma transitoria, “son pensamientos” con los que el mal espíritu procura “poner impedimentos para que la persona no pase adelante” en el camino espiritual.
Es desolación cuando es intensa y durable y simple tentación cuando es menos intensa y transitoria.
Estas cinco reglas, que siguen a la descripción de la consolación y desolación espirituales, tienen de común ser consejos ignacianos para cuando estamos en desolación: señal de la importancia que este estado espiritual tiene, a los ojos de san Ignacio.
La quinta regla nos da un consejo:
“Nunca hacer mudanza (cuando estamos en desolación), mas estar firme y constante en los propósitos y determinación en que estaba el día antecedente a la tal desolación, o en la determinación en que estaba en la antecedente consolación”.
“Nunca hacer mudanza… siempre estar firme”, se refiere a la mudanza en la determinación o propósito que tenía en el tiempo anterior a la actual consolación o en una anterior consolación. El fundamento es que así como en la consolación nos guía más el buen espíritu, así en la desolación el malo.
La sexta regla agrega que “mucho aprovecha el intenso mudarse”. ¿No decía antes que no había que hacer mudanza? Sí, pero en los propósitos, porque mucho aprovecha el intenso mudarse contra la misma desolación. Por un lado firmeza en la determinación o propósito anterior; por el otro aumentar en la oración y meditación, en mucho examinar las causas porque nos hallamos desolados y hacer penitencia.
Podemos agregar el hacer lo diametralmente opuesto de lo que el enemigo nos sugiere, tratar de tener pensamientos alegres, cuando la desolación nos los trae de tristeza; hacer actos de confianza en Dios.
La regla séptima añade que considere cómo el Señor le ha dejado en prueba para que resista, pues puede. Este poder es muy importante recordarlo, sobre todo cuando uno está en desolación: “pues con el auxilio divino, el cual siempre le queda, aunque claramente no lo sienta. Se tiene el poder porque el Señor le ha abstraído su mucho hervor, crecido amor y gracia intensa, quedándole con todo la gracia suficiente para su salud eterna.
Está consideración está en la línea del intenso mudarse contra la misma desolación, porque lo primero que nos quita el mal espíritu en la desolación es la confianza en Dios.
Tenemos que distinguir entre prueba y tentación: sólo el demonio tienta, mientras Dios nos prueba. Me ha dejado, en la prueba, para que resista al adversario, más aún a derrocarlo. Si no se pone mucho rostro contra las tentaciones del enemigo, haciendo lo diametralmente opuesto no hay bestia tan feroz sobre la haz de la tierra como el enemigo de la naturaleza humana en la prosecución de su intención con crecida soberbia.
La octava regla dice que el que el que está en desolación trabaje por estar en paciencia, que es contraria a las vejaciones que le vienen. Siempre hay que hacer lo contrario de lo que el enemigo sugiere y, como en la desolación nos trae “vejaciones”, debemos trabajar para estar en paciencia, que es contraria a las vejaciones.
“Paciencia”: es una virtud que caracteriza al Dios de la alianza y al hombre que pasa por una prueba; en griego bíblico se expresa con la palabra hypomoné que significa aguantar, no huir sino aguantar el choque, el peso, soportar la prueba, el sufrimiento, la persecución.
La novena regla nos dice que tres causas principales son por las que nos hallamos desolados:
+ “por ser tibios, perezosos o negligentes; y así por nuestras faltas se aleja la consolación”. Consiguientemente en nosotros está la solución, dejar de ser tibios; así volverá, pero no automáticamente, porque la consolación es una gracia o un don del Espíritu que solo se recibe cuando Dios quiera y no antes. Lo primero que tenemos que hacer, sin angustia ni escrúpulo, es preguntarnos si hemos sido negligentes. Si después de un tiempo prudencial no descubrimos ninguna negligencia o pereza, debemos considerar las otras causas.
+ La segunda causa es “para probarnos para cuánto somos y cuánto nos alegramos, sin tanto estipendio de consolación y crecidas gracias”. En el tiempo de la consolación es fácil y leve todo servicio de Dios, pero en tiempo de la desolación es muy difícil.
+ La tercera causa es “por darnos verdadera noticia y conocimiento para que internamente sintamos que no es de nosotros tener consolación espiritual, mas que todo es don y gracia de Dios nuestro Señor, y porque en cosa ajena no pongamos nido, atribuyendo a nosotros la espiritual consolación.
La regla décima se refiere al “al tiempo de consolación”. Piense: no es un pensamiento o moción que sale de la consolación, sino uno que se le pide al que está en consolación que ponga con su propia voluntad y entendimiento y que es, un ejercicio de memoria, de imaginación. O sea, en último término es un ejercicio de corazón. ¿Cómo se hará en la desolación que después vendrá? ¿Con qué objeto debe pensar en la desolación venidera? Para tomar nuevas fuerzas para entonces.
El consolado no sabe cómo será el futuro. Pero sí sabe que la desolación será contraria a la consolación y que está ciertamente vendrá, porque es una “ley de toda vida espiritual sana la alternancia entre consolación y desolación y entre gracia y tentación. Por eso hará bien estribar fuerte en la consolación presente, sabiendo que el don divino aporta consigo sus defensas contra sus propios enemigos, o sea, contra la desolación venidera y contraria. En realidad, no se trata de imaginarse el futuro, sino simplemente pensar en la contrariedad que toda desolación venidera tiene con la presente consolación.
Por último, así como san Ignacio dice expresamente que “el que está en consolación, piense cómo se habrá en la desolación que después vendrá, de la misma manera, quien experimenta una gracia, cualquiera que esta sea, piense cómo se habrá en la tentación venidera, que será contraria a la actual gracia.
El que está consolado, procure humillarse y bajarse cuanto puede. Para san Ignacio y en general, para todo santo, la humildad en la vida espiritual tiene mucha importancia: sin ella no se puede avanzar con seguridad en dicha vida, porque toda gracia recibida puede convertirse, por vanidad en una falta. Es importante que “sintamos no es de nosotros tener consolación espiritual, mas que todo es don y gracia de Dios nuestro Señor; y porque en cosa ajena no pongamos nido, atribuyendo a nosotros la espiritual consolación”.
Así como la desolación es contraria a la consolación lo que debe pensar el que está en desolación es contrario a lo que debe pensar el consolado. ¿Qué debe pensar? Que puede mucho con la gracia suficiente para resistir a todos los enemigos, tomando fuerzas en su Creador y Señor.
El enemigo se hace flaco por fuerza y fuerte de grado. Gran verdad es esta y que san Ignacio nos quiere aquí inculcar con fuerza, un débil que quiere aparentar que es fuerte y que se hace fuerte cuando nosotros nos mostramos débiles.
No depende de nosotros el tener o no tener tentaciones; pero sí el que la tentación crezca, o bien se vaya. Es importante ser conscientes de la debilidad innata del mal espíritu, y caer en la cuenta que es nuestra flojera en resistirle lo que aumenta su poder sobre nosotros.
Implícitamente nos dice que todo aumento de la tentación es señal evidente de que no estamos resistiéndole bien al tentador, su aumento es señal de que no estamos resistiéndole bien al tentado, tal vez porque no le prestamos suficiente atención a la tentación y nos dejamos envolver por ella.
La regla decimotercera dice que el enemigo de la naturaleza humana quiere y desea que sean recibidas y tenidas en secreto; mas cuando el que las padece las descubre a su buen confesor o a otra persona espiritual, mucho le pesa, porque deduce que no podrá salir con su malicia comenzada, al ser descubiertos sus engaños manifiestos.
Son tentaciones “debajo de especie de bien. ¿A quién hay que decirle la tentación? San Ignacio dice “a su buen confesor o a otra persona espiritual, que conozca sus engaños y malicias”. No basta, pues, cualquier confesor, sino que sea bueno. Conviene probar hasta encontrarlo, pues la mera manifestación de las tentaciones aunque la persona a la que se consulta no diga nada hace disminuir su fuerza y resultan más claras para el mismo que las consulta.
No debemos dejar de pedir al Señor que nos haga encontrar un buen confesor u otra persona espiritual, que conozca sus engaños y malicias. “Pedid, porque todo el que pide, recibe” (Mt 7, 7-8).
La decimocuarta semana parte de una comparación, “un caudillo que trata de vencer y robar”. El enemigo de la naturaleza humana, rodeando mira en torno todas nuestras virtudes teologales, cardinales, morales; y por donde nos halla más flacos y más necesitados para nuestra salud eterna, por allí nos bate y procura tomarnos”.
De por sí somos débiles, como consecuencia del pecado original y de nuestros propios pecados personales, la gracia de Dios nos hace fuertes. ¿Cuál debe ser nuestra actitud? Todas nuestras virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), cardinales (prudencia, justicia, fortaleza, templanza) y morales (religión, devoción, obediencia, paciencia, castidad, dulzura, humildad); y donde nos hallamos más flacos y débiles, allí precavernos, previendo los ataques del “enemigo de la naturaleza humana”.
Debiéramos llevar examen particular de nuestros principales defectos. La frecuencia con que somos atacados, porque, por donde nos halla más flacos, por allí nos bate y procura tomarnos.
Padre Javier Soteras
Podcast: Reproducir en una nueva ventana | Descargar | Incrustar
Suscríbete: RSS