09/03/2017 – En esta primera semana de ejercicios, que es más que una semana cronológica, Ignacio nos lleva a disponer la naturaleza para que la gracia pueda actuar. El fin que aspiramos desde Principio y Fundamento, supone un camino a recorrer en nuestro interior que sólo puede venir por la gracia.
En la toma de conciencia de nuestra propia condición, la primera semana nos pone en sintonía con la acción salvadora con la que Dios nos visita e implica que caigamos en la cuenta de que somos frágiles y pecadores. Por eso San Ignacio insiste en que pidamos la gracia de “vergüenza y confusión de mí mismo porque por mis pecados va el Señor a la cruz” e “interno conocimiento de mi pecado” para que con dolor y lágrimas en arrepentimiento podamos recibir la gracia con la que Cristo viene a restaurar. Es un tiempo para darnos cuenta que la gracia que Dios tiene entre sus manos es de sanación y restauración.
La propuesta del ejercicio de hoy es hacer una revisión de vida general y luego hacer una confesión general. Eso implica poder ir a confesarse con un sacerdote. La confesión general es un ponerse en las manos del Señor para que Él, que nos da luz de la raíz del pecado, nos libere y nos perdone, y por el sacramento nos cure. Junto con el bautismo y la unción de los enfermos, la reconciliación integra los sacramentos de la sanación.
Una confesión general –cualquiera sea el tiempo que abarque- no es algo que haya que hacer siempre y necesariamente, sino algo que es muy conveniente hacer en retiros o Ejercicios, por el mayor conocimiento y dolor de todos los pecados pasados (EE 44).
Hay dos cosas, dice el beato Isaac, abad del monasterio de Stella, contemporáneo de San Bernardo, que corresponden exclusivamente a Dios, “el honor de recibir la confesión, y el poder de perdonar los pecados”, por eso, manifestar a Dios nuestros pecados y esperar de él nuestro perdón, porque solo él puede perdonar los pecados, solo él puede recibir la confesión de nuestras faltas.
Pero, ¿no es nuestra costumbre confesarnos ante un sacerdote?, se pregunta el beato Isaac, y San agustín, en las confesiones dice “no me confieso solamente delante de ti sino también delante de los hombres, mis compañeros de gozo y consortes de mi mortalidad, conciudadanos y peregrinos conmigo, anteriores y posteriores”, dice Agustín. ¿Qué hacen todos los hombres en la confesión y consiguientemente en el perdón de los pecados? El beato Isaac lo explica de la siguiente manera: “Así como el Señor, Padre todopoderoso y excelso se unió a una esposa insignificante y débil, nosotros, la comunidad eclesial formada por hombres y pueblos, haciendo de una esclava, nosotros como Iglesia, una reina, así de manera parecida, el esposo, Jesús, comunica todos sus bienes a esta esposa a la que unió consigo y también con el Padre, por ello, en la oración que hizo el Hijo a favor de su esposa en la última Cena, que dice: “Quiero Padre que así como tú estás en mí y yo estoy en ti, sean también ellos una sola cosa en nosotros”.
Jesús, dice Isaac, el esposo, por tanto que es uno con el Padre, y uno con la esposa, destruyó aquello que había hallado menos santo en su esposa, y esto es el pecado, clavándolo en la cruz, llevando al leño sus faltas, destruyéndolo en el madero. De esta manera participa él en la debilidad y en el llanto de su esposa, y todo resulta común entre el esposo y la esposa, incluso el honor de recibir confesión y el poder de perdonar pecados. Por eso dice el evangelio “ve a presentarte ante los sacerdotes”.
Jesús es uno con la Iglesia y en el ministerio del Sacramento de la reconciliación se expresa esta unión de esponsalidad y alianza. Quien confiesa es Cristo en la Iglesia, a través del ministro, sacramental y visiblemente. Por eso nos confesamos frente a un sacerdote. Este es el motivo de fondo por el cuál lo hacemos con un ministro ordenado.
Nosotros vamos ahondando sobre la posibilidad de encontrarnos con una confesión profunda, con dolor y lágrimas por los pecados que he cometido a lo largo de mi vida y fundamentalmente en estos últimos tiempos, pidiéndole al Señor la gracia de una profunda reconciliación.
Ojalá la gracia de Dios nos permita reencontrarnos, si es que no tuvimos ocasión o tuvimos mala experiencia, con tanta sobreabundancia de la gracia de Dios.
Siguiendo con la reflexión del beato Isaac, esta bellísima imagen de esponsalidad y pertenencia mutua con Cristo lo lleva a decir: “La Iglesia nada puede perdonar sin Cristo y Cristo nada quiere perdonar sin la Iglesia”.
El don de la reconciliación nos regala, como el don de toda la sacramentalidad eclesial, la presencia misteriosa y escondida y al mismo tiempo manifiesta, en pobres signos, pero muy eficaz, de Jesús, el único salvador. Cuando un sacerdote bautiza, es Cristo quien bautiza, cuando celebra la misa, es Cristo quien se hace presente en el misterio Eucarístico, cuando reconcilia, es Jesús quien reconcilia.
Esta conciencia que tenemos los sacerdotes a partir de la reflexión de Agustín de Hipona, nos pone en sintonía con la reflexión honda y profunda que nos regala el beato Isaac hoy. La Iglesia solamente puede perdonar al que se arrepiente, es decir a aquél a quien Cristo ha tocado con su gracia. Cristo no quiere perdonar ninguna clase de pecado a quién desprecie a la Iglesia, dice el fuertemente: “No debe separar el hombre lo que Dios ha unido”.
Por eso es el ámbito de la vida en la comunidad donde se celebra y se goza el sacramento de la reconciliación, es en el Cuerpo de Cristo donde se le da la bienvenida al sacramento de la reconciliación. “No te empeñes en separar la cabeza del cuerpo, no impidas la acción de Cristo total, pues ni Cristo está entero sin la Iglesia, ni la Iglesia está entera ni íntegra sin Cristo”, dice el beato Isaac. Por lo tanto la expresión del perdón sacramental que acontece en la Iglesia, solamente puede ser y eficaz, si ocurre en el ámbito de la eclesialidad.
Comenzar la confesión diciendo “quiero agradecerle a Dios”… Sólo ante Jesús podemos ver nuestro propio rostro. Ante Él descubro lo mejor y lo que me aparta de Él. Y a partir de ahí ser muy conciso y claro, diciendo lo más importante. No hace falta excederse en detalles.
Confesarse consiste sencillamente en caer en la cuenta de nuestro pecado, es decir “con dolor y lágrimas intensas” como pide San Ignacio en el día de ayer, ponerme delante del confesor, compartirle y contarle mi culpa y mi falta, mi apartamiento de Dios y los males que le he hecho a otros, cómo no me he cuidado y me he hecho mal a mí mismo sin darle gloria a Dios con todo mi ser. Y a partir de allí, después de un examen de conciencia que es revisar la vida en los distintos años y etapas de ella, cuando hacemos confesiones generales, intentar acusarnos en paz de lo que no queremos que esté más en nosotros y pedirle a Dios que en su infinita misericordia, a través del ministro ordenado, nos regale el don de su perdón, la gracia de su misericordia, la gracia de su arrepentimiento, el deseo de no volver a pecar, el propósito de enmienda y el compromiso de cumplirlo una vez que el sacerdote nos da la penitencia. Todo esto es confesarse, es simple, es sencillo, es bello.
Al final de la primera semana, San Ignacio recomienda para quien quiera y pueda, hacer confesión general. Una confesión general –cualquiera sea el tiempo que abarque- no es algo que haya que hacer siempre y necesariamente, sino algo que es muy conveniente hacer en retiros o Ejercicios, por el mayor conocimiento y dolor de todos los pecados pasados (EE 44).
Cuando hacemos confesión general podemos confesar pecados ya cometidos y perdonados pero lo hacemos desde una conciencia nueva del pecado y lo hacemos en el cúmulo de pecados que se han ido repitiendo y dando en nuestra vida pidiéndole a Dios una gracia nueva de conversión. No hay que hacerlo desde el lugar de donde, en la culpa, no termino yo de perdonarme a mí mismo de los pecados cometidos sino desde donde, habiendo sido perdonado, desde el reconocimiento de mi fragilidad y con los actuales pecados con los que puedo estar conviviendo en mi fragilidad, pedirle a Dios una gracia de liberación total.
¿Y cómo se hace esto? Por ejemplo repasando etapas de la vida, pecados de la niñez, adolescencia, juventud, pecados en la vida universitaria, en la profesión, pecados en la vida matrimonial, pecados en la falta de compromiso social. Es decir, puede ser por etapas de la vida, por lugares por donde uno se ha movido, en el reconocimiento de palabras, obras, gestos, omisiones. Ahí pedirle al Señor perdón. También ver denominadores comunes: ¿Dónde en mí se da la negación de Dios, las resistencias que en mi naturaleza están presentes? ¿Cómo el egoísmo, como la soberbia? No se trata de entrar en detalles, ni de revisarlo todo y contarlo todo. Los pecados de la confesión general ya fueron perdonados, pero los traemos al presente para entrar en consciencia vital de que soy frágil y de que soy un pecador, y por tanto, necesito de la gracia de Dios.
Puede ayudar anotar algunos puntos mentalmente a modo de “ayuda memoria”. Lo más importante de todo es orar. Este sacramento de la reconciliación, para que sea realmente Cristo quien mueva el corazón de pedido de perdón y de gesto de humildad, necesita de la oración.
No necesariamente tiene que ser confesión general, puede ser una confesión que se haya despertado en estos días de ejercicios donde yo, viéndome como me he visto, como decía Ignacio, “como una herida con ponzoña”, descubrir la necesidad profunda que tengo de ser habitado por la misericordia de Dios.
Esta confesión general, o esta confesión de la vida, o esta sencilla confesión que hacemos, nos dispone para entrar en la semana que viene de los ejercicios. Es muy importante acercarnos, en el fin de la primera semana que ya estamos terminando, al sacramento de la reconciliación.
1. Examen de Conciencia.
Ponernos ante Dios que nos ama y quiere ayudarnos. Analizar nuestra vida y abrir nuestro corazón sin engaños. Puedes ayudarte de una guía para hacerlo bien.
2. Arrepentimiento. Sentir un dolor verdadero de haber pecado porque hemos lastimado al que más nos quiere: Dios.
3. Propósito de no volver a pecar. Si verdaderamente amo, no puedo seguir lastimando al amado. De nada sirve confesarnos si no queremos mejorar. Podemos caer de nuevo por debilidad, pero lo importante es la lucha, no la caída.
4. Decir los pecados al confesor. El Sacerdote es un instrumento de Dios. Hagamos a un lado la “vergüenza” o el “orgullo” y abramos nuestra alma, seguros de que es Dios quien nos escucha.
5. Recibir la absolución y cumplir la penitencia. Es el momento más hermoso, pues recibimos el perdón de Dios. La penitencia es un acto sencillo que representa nuestra reparación por la falta que cometimos.
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