Día 5: Principio y Fundamento III

martes, 19 de febrero de 2013
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Las distracciones en la oración; 1° Parte

P. Javier Soteras


En general, podemos designar como distracción todo aquello que tiende a arrancarnos del recogimiento inicial y a distraernos de Dios; o sea, de los pensamientos y sentimientos que lo tienen a Él por objeto. Ante todo, hay que distinguir dos clases de distracciones.


La primera, simple distracción, sin acompañamiento de una tentación especial, es negativamente mala, en el sentido de que su malicia consiste simplemente en disputarnos los bienes de la oración. Su consecuencia es, pues, un dejar de ganar en el orden espiritual: se le puede comparar con esas moscas que distraen, fastidiosas, pero sin un aguijón que dañe.


La segunda distracción no consiste en ocupaciones simplemente profanas, sino que implica además una tentación turbadora y peligrosa. Su malicia es positiva, en razón de que, en este caso, los pensamientos e imaginaciones que nos disputan el trato con Dios son malos, tienden no solamente a hacernos perder el fruto de la oración, sino además a hacernos cometer pecados: si cedemos, no hay solamente cese de ganancias, sino una pérdida espiritual. Se las puede comparar con una avispa que nos pica con su aguijón.


En la primera clase, o simple distracción, se debe aun distinguir dos variedades distintas entre sí: por una parte las distracciones amorfas de fatiga, de atonía, que más que en sustituir pensamientos profanos a los divinos, consisten simplemente en “no pensar”: se trata de una especia de sopor, de “estar en blanco” o “en el vacío”, en los confines del sueño y de la vaga fantasía. Por otra parte, están las distracciones definidas, durante las cuales los sentimientos, las imaginaciones y los pensamientos profanos, aunque no culpables en sí mismos – por ejemplo, sobre asuntos de la salud o del trabajo-, sustituyen a los que refieren al tema de la oración y del trabajo con Dios.


¿Cómo poner remedio a todas estas simples distracciones?


Ante todo, respondemos que nadie puede libre del primer tipo de las simples distracciones, sobre todo en momentos de convalecencia o de especial fatiga. Más aun, puede ocurrir que se hagan crónicas, habituales, sobre todo a ciertas horas.
Tampoco se puede escapar del segundo tipo de las simples distracciones cuando se está ocupado –o preocupado- por algún asunto, cuando una inquietud o un interés particular nos solicita más de lo ordinario.


Pero un remedio indirecto, muy eficaz para ambas variedades de estas simples distracciones, es volver al tema de la oración y al trato con Dios nuestro Señor, en el momento en el que caemos en la cuenta de que nos hemos distraído. También los actos de oración y de docilidad a Dios, hechos durante el día; y por “Dios” entendemos aquí todas las cosas que dicen relación con él, como por ejemplo, la humanidad de Cristo, la Santísima Virgen, los santos.


En resumen, fortalecer lo espiritual en nosotros, con actos que compensen los momentos de simples distracciones.


El remedio directo para el primer tipo de estas simples distracciones es un esfuerzo tranquilo, apacible y suave. Dejarse estar completamente no es bueno, ni para el espíritu ni para el cuerpo: este embotamiento- primera variedad de la simple distracción- no aprovecha ni a uno ni a otro.


Si no podemos mantenernos de otra manera en presencia de Dios y en el tema de la oración, tomemos un libro, hagamos actos tranquilos de fe, de esperanza y de amor a Dios, de docilidad; algunas oraciones vocales, como el Padrenuestro, el Avemaría o versículos de salmos, que repetiremos rítmicamente (casi al compás de la respiración). En resumen, resistir suavemente, pero resistir a la invasión del sopor.


En cuanto al segundo tipo de simples distracciones, o distracciones definidas sobre problemas que nos preocupan, el remedio directo consiste en insistir en el recogimiento inicial, repitiendo los actos iniciales –mirada del Señor (EE 75), petición de la gracia de servirlo aquí y ahora (EE 46), petición propia de la hora de oración…- y no ceder.

 

Principio y Fundamento III

P. Julio Merediz

 

Estos días veníamos reflexionando sobre la primera parte del Principio y Fundamento. Hoy vamos a seguir profundizando. Por eso vamos a pedirle al Señor que nos ayude a descubrir los límites que tiene mi vida, para que atraiga mi corazón a Él. Es lo que San ignacio llama la “santa diferencia”.


“ De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar de ellas, cuanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse de ellas, cuanto lo impidan. Por lo cual, es menester hacernos indiferentes a todas las cosas creadas, en todo lo que es concedido a nuestro libre albedrío, y no le esta prohibido; en tal manera que no queramos de nuestra parte, mas salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo damas; solamente deseando y eligiendo lo que mas nos conduce para el fin que somos creados"   EE, San ignacio

San ignacio nos presenta el tema de “la indiferencia” y del “magis”, lo que más me conduce a Dios. Podríamos expresarlo así: tanto me da Dios con la creación, tanto me entusiasma Cristo resucitado que lo más natural es que me sean indiferentes todas las cosas creadas y que yo tienda a elegir siempre lo que más conduce al fin. El verdadero discípulo de Cristo no elige cualquier medio para llegar al fin sino el mejor. Ahí esta la centralidad y el problema del siguimiento de Jesús.

San ignacio nos dice que “hay que hacerse indiferente” por lo que nadie nace indiferente, sino que hay que hacerse indiferente para que se haga su voluntad. No se trata de que me de lo mismo, sino es una disposición del corazón. Ignacio nos propone caminos duros con situaciones límites del ser humano: la salud a la enfermedad, la riqueza de la pobreza, la vida larga a la vida corta.

 

Jesús, modelo de indiferencia

Cristo nos da un verdadero ejemplo. Él eligió más bien el camino de la enfermedad, eligió la pobreza, eligió el deshonor y su vida fue una vida corta. Él estuvo “indiferente” a la vida en términos ignacianos, y nos lo muestra en la pasión cuando se cumple en Él lo que Él mismo anuncia: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por los amigos”.

Así como ayer veíamos nuestra vida como historia de salvación, como tejido de providencias que el Señor había hecho en nuestra vida, a la indiferencia también la vamos a ir aprendiendo a lo largo de la vida. La invitación de hoy es recorrer la historia propia y descubrir cómo el Señor nos fue enseñando la indiferencia.

 


En la Biblia, la historia de Job es un caso paradigmático de la “santa indiferencia” (Job 1, 1-22):


Dios enseñó a Job la indiferencia con los despojos. Una manera practica de ir viendo cómo vivo la indiferencia, podría ser ver en mi vida cómo he vivido los despojos, sobretodo en los últimos años: en el orden de la salud, en la pobreza, en las humillaciones… y repetir como Job “Dios me lo dio, Dios me lo quitó, ¡Bendito sea el nombre del Señor!”. El recuerdo de las humillaciones nos harán crecer en la humildad, y sólo desde ahí y con esta actitud podremos elegir en todo momento lo que más nos conduce a la salvación que es la Gloria de Dios, su santa voluntad.


Resumen ejercicio

Ponerse en su presencia, sentir que nos mira. Para crear el clima puede ayudarnos el Salmo 125: El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

-Petición: que pueda encontrar esos despojos de mi vida, que son límites y que ésto ayude a que mi corazón se sienta atraído a Jesús, el verdadero fin. Pedir la indiferencia para poder elegir lo que más me conduce a su gloria.

Reflexión: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por los amigos”. Detenerme en Jesús, ¿cómo vive Él la indiferencia?.

Leer nuestra vida como historia de salvación, como Providencia, y también los despojos, como Él nos fue guiando. Nos ayudamos con la iluminación del libro de Job. Buscamos decir con Job: El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, ¡Bendito sea el nombre de Jesús!.