Texto 1:
El amor y las relaciones interpersonales a menudo pasan por dificultades y crisis. Así se purifican, maduran y crecen, humana y espiritualmente. Nosotros, muchas veces también, ya sea por debilidades, insanidades, limitaciones o imperfecciones, atentamos contra la unidad del vínculo, fragmentándolo.
La afectividad, es un núcleo integrador o desintegrador de la personalidad, la conducta y los lazos humanos. Depende de cómo es madurada.
Ahora veremos algunas actitudes que desfiguran y obstaculizan el equilibrio de las relaciones, enturbiándolas. Caracterizaremos sólo algunas, las más comunes. No pretendo hacer un análisis completo.
Empezaremos con la «rutina del vínculo». Ocurre cuando una cierta relación comienza, por diversos factores, a superficializarse. Se va mediocrizando y lo que antes mantenía la vida, ahora ya no. Se permanece en el descompromiso, en lo banal y ligero. Perdemos la práctica de zambullirnos en lo más hondo, incapaces para ir hacia lo profundo. La relación es cortés y aparentemente nada ha cambiado. Sin embargo, lo más interior, ha comenzado a agonizar. El vínculo se hace común, convencional, se transforma en una relación «formal» y -a veces- casi funcional. Se origina un “acostumbramiento”. Comenzamos a sentirnos como «extraños» y distantes con el otro. Nos vamos “desconociendo” paulatinamente. El diálogo es simplemente “conversación” pasajera y “charla” ocasional. Los intereses son distintos y no se está en sintonía, ni en conexión. A menudo, ni siquiera de acuerdo. Lo que antes nos unía empieza a distanciarnos, lo que antes nos gustaba del otro comienza a estorbarnos, a molestarnos, a incomodarnos y no gustarnos. Estamos juntos como por “inercia”. Estamos cerca pero alejados. Podríamos no estar y sentirnos acaso aliviados. Hemos dejado de cuidar lo esencial y el vínculo ha empezado a ser un “recuerdo”, un «fósil» rígido. Paradójicamente la relación comienza a ser una forma de no relacionarse.
Otro peligro consiste en transformar el vínculo en una «relación de poder». En una verdadera relación de amor no puede existir el poder como “opresión” ya que éste determina siempre un desnivel y una desigualdad. Hay un «más» y un «menos», un «fuerte» y un «débil», un «superior» y un «inferior», uno que “puede y que sabe” y otro que “no puede y no sabe”. El poder está ligado a la conveniencia y al interés. El amor, en cambio, se sostiene en la gratuidad, en un esencial «desinterés». En el poder nunca puede existir verdadera comunión. Sólo hay conjunción de pareceres, criterios o acuerdos en ciertas circunstancias. El poder puede estar muy escondido y camuflado. Sus resortes se mueven tanto consciente como inconscientemente y aunque, explícitamente, no se quiera, a menudo aparece en actitudes triviales, tanto que casi no nos damos cuenta. Cuando pretendemos imponer nuestros criterios y puntos de vista o intentamos que el otro haga siempre lo que nosotros queremos; cuando implementamos un cierto «soborno», una especie de «dominación afectiva» y el otro, por temor, acepta esa «sumisión»; cuando comienzan las conveniencias personales o ciertos marcados intereses para el beneficio de uno solo; entonces, se va gestando una «relación de poder». También con Dios, en una vinculación distorsionada, se puede sostener un vínculo desde el poder, el autoritarismo y el temor servil. Cuando esto ocurre, nos encontramos muy lejos de lo que nos enseña Jesús.
Otra amenaza de la relación es ir configurando un “vínculo egocéntrico”. Los psicológicos lo llaman “narcisista”. Aparentemente la relación es de dos o más, pero -en definitiva- está la tendencia predominante de cada uno de volverse a sí mismo y el otro o los demás sólo son “excusas”, “reflejos” y “espejismos” de la propia relación que cada uno tiene consigo mismo. La relación se convierte en una proyección del propio ego. No porque haya dos o más, ya existe un «nosotros» A menudo hay un grupo de «egos» paralelos que coexisten pero no logran la unidad plural de un «nosotros». Muchas individualidades no son, necesariamente, una relación, una familia o una comunidad. Nuestros egoísmos innatos siempre quieren trepar, incluso en las gratuidades más heroicas. No nos referimos a ese narcisismo espontáneo que todos tenemos sino al que se cimienta con la caricatura de una relación. Hay sólo una “máscara” del «nosotros», la mueca vacía y solitaria de un «yo» inflado; un ego exagerado en su propia cárcel.
¿Cuál de estos primeros tres obstáculos incide más en tus vínculos: la rutina, el poder o el egoísmo?; ¿La rutina ha erosionado tus relaciones?; ¿El poder te tienta para influenciar o manejar a los demás?; ¿El egocentrismo te permite correrte de tu propio centro para poder percibir más nítidamente las necesidades del otro?; ¿El otro es una “excusa” para tu propio provecho y satisfacción?; ¿Tu ego te deja ver lo que está pasando en el vínculo?; ¿Advertís que ya nada es lo que era?
Texto 2:
Otro desvío posible en los vínculos es «la manipulación afectiva». Acontece cuando las motivaciones o los comportamientos se cambian y se pretende algún «provecho», beneficio, interés o utilidad de la relación. La gratuidad ya no es el máximo beneficio. La relación dejó de ser el mayor don del cual provienen todos los demás. El fruto mismo del amor ya no está sólo en amar. Cuando se «instrumentaliza» el vínculo, la relación se distorsiona para otros fines. Se empieza una búsqueda de compensación y satisfacción individualista. No sólo se puede instrumentalizar relación con otro sino, incluso, la relación con Dios y también se puede instrumentalizar a Dios mismo, convirtiéndolo en una búsqueda para beneficio de nuestro ego. Se puede manipular a Dios y a todas sus cosas, bajo una cierta apariencia «religiosa», una “fachada” de fe y de piedad, una mera justificación de “exhibicionismo” religioso y de nuestras pretendidas “buenas obras” como un “certificado de buena conducta” (Cf. Mt 6,1-8; 7,15-23; 23,1-36; Lc 18.9-14). Cuando sucede esto, profanamos lo más santo. Otra dificultad común es la «dependencia afectiva» que se manifiesta, en distintas intensidades, como una cierta incapacidad para la propia autonomía, una imposibilidad para cortar el «cordón umbilical» con el otro en un «mimetismo» peligroso. La verdadera relación otorga autonomía, libertad y liberación. Los falsos amores nos engañan pretendiendo que las dependencias son como una especie de «fidelidad», de “unión” y de “compromiso”. Nada más erróneo. La fidelidad es libertad compartida. La unidad siempre custodia la diversidad. No la unifica, ni la uniforma. La dependencia, en cambio, es una enfermiza necesidad de un vínculo asfixiante y sobreprotector. Todas las dependencias revelan inseguridades e inconsistencias que buscan su firmeza en el otro. La seguridad y la propia autonomía no se encuentran fuera de nosotros mismos. No están en “alguien” o en “algo” distinto de nuestras fuerzas y alcances. La seguridad se afianza en el propio interior. Si las buscamos fuera, en las cosas o en otra persona, hipotecamos la relación y comenzamos a hacer concesiones y sometimientos en desmedro nuestro, por temor a perder el vínculo. Se convierte así en un “círculo vicioso”. No podemos desprendernos y, a la vez, ese mismo vínculo es el que nos sigue enfermando. Nos vamos convirtiendo en “adictos” de una relación enferma. Las dependencias se purifican en una sana libertad. Hay voluntades que son como «parásitos» del vínculo, absorben toda la energía. Uno se siente como en una «prisión» estrecha y agobiante. Las dependencias engendran generalmente celos, envidias, curiosidades, desconfianzas, resentimientos, prejuicios y sufrimientos innecesarios. El dependiente es un adicto a la relación. No puede vivir sin ella. Siente una total necesidad del vínculo, casi imposible de saciar. La dependencia puede volverse una inmadurez crónica que distorsiona la pertenencia del amor, transformándolo en un nudo ciego que aprieta hasta dejar sin aire. En una relación sana, en cambio, la mutua autonomía genera un espacio de libertad donde uno es siempre independiente del otro. Se relacionan pero no se “mezclan”, ni “confunden”. Nadie es “dueño” de nadie. Nadie tiene “un derecho de propiedad exclusivo” sobre otro. Nadie tiene que ser una cadena para otro.
Otro riesgo lo constituye «cualquier insanidad que dificulte el proceso de madurez», como por ejemplo, los bloqueos, las defensas, las carencias, la represiones. Todas estas insanidades cierran, atrofian y mutilan el desarrollo de la personalidad y de la relación. Un vínculo profundo pone en evidencia los «recortes» y límites que tiene nuestra personalidad: Sus debilidades más acuciantes. Tarde o temprano terminan por aparecer. Si la relación es sincera y auténtica, no hay que tener miedo a esto. Una relación honda nos hace de «espejo»: Quedamos reflejados con nuestro rostro real y en nuestro lado más vulnerable. El vínculo es ocasión privilegiada para trabajar estas limitaciones. No hay que rechazar estas debilidades cuando aparecen porque después vuelven a surgir con mayor intensidad y virulencia. Algo que está herido, si se oculta o se niega, lastima más.
De las dificultades mencionas –la manipulación, la dependencia y las insanidades afectivas- ¿Cuál es la más predominante en tu conducta?; ¿Presionás a los demás para conseguir lo que querés?; ¿o por el contrario, te sujetás a los demás para no decidir por vos mismo, dependiendo de los otros?; ¿Quién asume la responsabilidad cuando las cosas no andan bien?; ¿Se generan malestares?; ¿Se atrasa el crecimiento vincular?; ¿Esto no te provoca una reiterada y vieja tristeza?
Texto 3:
Otro inconveniente muy común en los vínculos es «la saturación o la sobrecarga emocional». Esto se da cuando una de las personas se encuentra presionada, condicionada negativamente o estresada por las contrariedades del entorno y las circunstancias de la vida. Los psicólogos lo llaman “distrés”. Generalmente, cuando esto ocurre, las «válvulas de escape» son la agresión, la ironía, el mal humor, el pesimismo, la frustración, la pérdida del sentido de las cosas, el desgano, la desmotivación, la desesperanza, el fastidio, el tedio, la impaciencia, el cansancio, el ver sólo el lado negativo, la poca tolerancia y resistencia por la carga continua, fuerte e impactante de las diversas presiones. El corazón del otro, en estos casos, es un ámbito sagrado de contención y descanso. No es un depósito de negatividades, del que yo pueda entrar y salir según mi antojo, dejándolo en cualquier estado de maltrato y despojo.
Otro escollo por salvar es «la variabilidad afectiva del ánimo y del temperamento de cada uno en la relación». Se manifiesta en los vaivenes con que suben y bajan, el flujo y el reflujo, de las mareas personales. El impacto de los sucesos y las emociones nunca nos dejan impávidos. Nos hacen cambiar constantemente nuestro ánimo, emociones y reacciones. Muchas veces al día cambiamos. Intentá hacer un ejercicio consciente “repasando” tus estados anímicos y emociones desde que te levantás hasta que te acostás. Seguramente te asombrarás de los cambios y zigzagueos. Esto no implica, necesariamente, una inconstancia enfermiza. La estructura psicológica es muy “permeable” al entorno y a las relaciones. Permanentemente está acusando los impactos. En este constante devenir de altibajos, hay que mantener un mediano y sano equilibrio de personalidad, temperamento y emocionalidad. No se trata de ser “impasible” o “insensible” sino de lograr un nivel de estabilidad adecuado. Los demás no pueden estar sujetos a la incertidumbre de cómo nos encontrarán. Se necesita una cierta permanencia, de lo contrario, a cada momento tenemos que empezar de nuevo, levantando los escombros de aquello que armamos y desarmamos continuamente.
Otra dificultad posible es «la búsqueda de compensaciones». Esto ocurre cuando se quiere «emparchar» ciertas carencias de la personalidad. Las compensaciones no remedian, de fondo, las carencias. Lo único que hacen es satisfacerlas momentáneamente. Son sustitutos circunstanciales. Generalmente, en casi todas las relaciones, conscientes o inconscientemente, se busca alguna compensación afectiva. A veces se intenta suplir las carencias con los nuevos afectos. Si bien es cierto que todo verdadero amor es capaz de curar las heridas que tenga un corazón, no por eso hay que buscar una relación para que complete lo que falta.
Nunca un amor “reemplaza” otro amor sino sería una manera velada de falsear el vínculo o poner expectativas en la otra persona que no puede, ni debe colmar. El otro no es responsable de nuestra propia felicidad. No hay que cargarlo con el mandato de hacernos felices, darnos bienestar, compañía o placer. Nadie es Dios en la vida de otro. No hay que pedirle al otro más de lo que puede dar o está dispuesto a dar. No hay que requerir más presencia, más tiempo, más ganas, más atención o más afecto del que quiere, puede o sabe darnos. No podemos volvernos una “usina de demandas”. El otro, inevitablemente, comenzará a sentirnos como un peso inaguantable. El otro es: Eso debería bastarnos. Se toma o se deja. Se acepta o no se acepta. Si hay algo de la otra persona que no nos basta, la responsabilidad no está en él sino en nosotros. Si lo que es -y tal como es- no nos basta, por fidelidad a nosotros, tendríamos que agradecerle y dejarlo libre. Nadie tiene que redimir la vida de nadie. Para eso ya está Dios. Nos acompañamos en el camino pero nadie puede hacer el camino que le toca al otro. Nadie puede estar en mi lugar, ni hacer, ni decidir lo que a mí me toca hacer y decidir. Las compensaciones siempre engañan. Calman el hambre y la sed sólo por un tiempo. El amor integra, pero no suple. Algunos -cuando no encuentran en una relación lo que necesitan- empiezan a compensar con cosas materiales, con otros afectos o con adicciones, a lo que sea.
De estos condicionamientos de los vínculos ahora mencionados –la sobrecarga emocional, los vaivenes del ánimo y la búsqueda de compensaciones- ¿Cuál es la que más aparece en vos?; ¿Sentís la descarga emocional de los demás?; ¿Bajás y subís en picos de depresión o de exaltación emocional?; ¿Buscás algo que reemplace afectivamente lo que no encontrás en los demás?; ¿Te sentís exigido o que te piden más de lo que podés dar?
Texto 4:
Otro obstáculo de las relaciones son «los miedos». Estos traban la relación con temores, dudas, angustias, suspicacias y sospechas. A veces tenemos miedo a amar y ser amado, miedo a la felicidad y a la propia realización, miedo a la libertad y al compromiso, miedo a la responsabilidad y al cuidado, miedo a lo profundidad del vínculo y a la verdad, miedo al diálogo y al encuentro, miedo a ser auténticamente uno y que el otro sea verdaderamente quien es; etc.
Estos suelen ser los miedos más comunes, los que siempre engendran inseguridades, condicionan, coartan y retrasan el crecimiento. En el camino espiritual se suma el miedo a lo que Dios puede pedir y lo que puede darnos; miedo a sufrir, miedo a la entrega y al desprendimiento.
El miedo generalmente exagera las emociones, partiendo de la base de una verdad objetiva que luego parcializa y sobredimensiona hasta provocar impotencia, inhibición, algo así como una “parálisis”. En repetidas oportunidades, aparece en la Biblia por parte de Dios, su consoladora exhortación: «No temas» (Lc 1,30; 5,10; 12,4-5; Mt 14,30-31). Para Dios, «no hay nada imposible» (Lc 1,37).
Por último, podemos señalar «la confusión de roles». Los psicólogos lo llaman “desidentificación” de roles. Esto pasa cuando buscamos –en quien no corresponde- un rol que no le compete y del cual nosotros estamos carentes. El otro no puede, ni debe asumir roles que no hagan a su competencia y condición. De lo contrario, se le exige a la persona actitudes y responsabilidades que no le conciernen.
La relación se desnaturaliza, se desubica, pierde su esencia y su identidad. La persona que demanda de otra un determinado rol, no siempre se da cuenta de los mecanismos inconscientes que la mueven. Es importante que el otro sea lo suficientemente lúcido para no asumir un rol y una función que no le corresponde, convirtiéndose en sustituto del rol ausente. Lo que no se ha dado, no puede ser suplido por cualquier persona ya que así las relaciones se distorsionan y se envician. Los roles son insustituibles. No hay que engañarse. De lo contrario, estamos buscando, lo que el otro no puede, ni debe darnos.
Lo mismo puede ocurrir con Dios. En la vida, Dios tiene que ser Dios, no un «comodín». Los roles ausentes se tienen que elaborar psicológica y espiritualmente sino estamos mezclando peligrosamente las cosas. Los roles que no han estado, se tienen que elaborar desde la ausencia, aceptando la carencia que ha producido. Lo que no ha estado, definitivamente, no ha sido dado. Todos podemos seguir y sobrevivir a carencias y roles ausentes. Nadie tiene todo, afectivamente hablando. Todos tenemos carencias, inseguridades o abandonos. A cada persona, con el rol que le corresponde, hay que pedirle lo que -desde ese rol- puede adecuadamente dar. No hay roles “supletorios”. Los roles no son “comodines” que pueden reemplazarse por otros cuando no están.
Cada rol es único, insustituible y necesario para la construcción de la identidad de las personas. No hay que pedir más de lo que a cada rol le corresponde: Dios es Dios, el padre es padre, la madre es madre, el amigo es amigo, la pareja es pareja. Así de sencillo y concreto. Sin embargo, a menudo nos confundimos, pidiendo a uno, lo que le corresponde a otro. Esa confusión nunca es sana, no hace bien, ni tampoco ayuda a madurar.
Lo fundamental es descubrir qué carencia padezco y cuál es su raíz, qué intensidad tiene y cómo se manifiesta, cómo hay que trabajarla y con qué medios.
¿Vos percibís que demandás roles a los otros que no les corresponden?; ¿Qué es lo que más reclamás?; ¿Existe algún miedo que te esté asechanzado?; ¿Cuáles son tus miedos más recurrentes?
Texto 5:
Las relaciones maduras ayudan a tener un corazón integrado en la madurez del amor, viviendo -en un proceso de liberación- de una manera positiva e integrada la afectividad, unificando la personalidad en un armónico equilibrio.
La unidad del corazón es fruto de la unidad del amor. La integración es la fuerza aglutinante del amor que unifica. Es don y conquista, regalo y tarea. Hace que todas las dimensiones de la personalidad sean llevadas a su centro más profundo y, desde allí, se irradien.
Cuando un nivel de la personalidad no queda integrado, sufre la «división», se desvincula y se fragmenta. Es desde lo interior -desde ese centro intensivo, expansivo y expresivo- que la afectividad envuelve a toda la personalidad y busca expresarse a través de los vínculos.
En la espiritualidad, no hay que pedirle a Dios «roles» que no tiene que asumir. Algunos piensan que Dios es una gran «suplencia» de todos los afectos carentes. Si lo tengo a Dios, no me tiene que faltar nada. Como si Dios reemplazara el afecto familiar de los padres y hermanos, de los amigos, de la pareja, de la comunidad o cualquier otro afecto legítimo. Un Dios que cubre todas las necesidades afectivas y todos los roles «vacantes». Un “parche” para todas las roturas del alma y de la vida.
Dios no cubre las carencias afectivas. Si esto fuera así, resultaría relativamente sencillo cubrir todas las expectativas afectivas con sólo tener fe y entregarnos a Dios. En la existencia, Dios debe ocupar el lugar de Dios. Los otros roles no le competen. Si busco que Dios «rellene» afectivamente el espacio del padre, de la madre, de los hermanos, de la pareja, de la comunidad, del trabajo o de la profesión; en definitiva, no estoy buscando a Dios. Estoy buscando un padre, una madre, unos hermanos, una pareja, una comunidad, un trabajo o una profesión con la “caricatura” de Dios.
Dios no puede ser “excusa” para los vacíos de la vida. Cuando esto ocurre, las motivaciones pueden ser conscientes o inconscientes. Si afirmamos decimos que Dios nos ama como un padre o como una madre, nos tenemos que dar cuenta que estamos usando un lenguaje de comparaciones. Es preciso descubrir que Dios ama como un padre o como una madre, pero yo no debo buscar el afecto de mi padre o de mi madre en la relación con Dios.
Podemos, incluso amar a Dios esponsalmente, pero Dios no es «mi pareja». Dios tiene que ser, incluso, todavía mucho más que eso. Si buscamos en Dios lo que Dios no es -ni puede darnos- es muy posible que nos desilusionemos de la relación con Él. Dios es Dios. Sólo ése será, ni más ni menos, el lugar que Él ocupe en nuestra vida. ¿Qué lugar ocupa Dios en tu vida?; ¿Dios es Dios, o adquiere también roles sustitutos?; ¿Tenés un Dios que se acomoda a tus necesidades y circunstancias?; ¿Un Dios a “medida” de tus carencias, que tapa todos tus vacíos existenciales?; ¿Dios no es sólo Dios?
Texto 6:
Cuando decimos que Dios es “Todo” en la vida, no significa que lo sea de cualquier forma, asumiendo todos los roles vacantes. La fe no resuelve -inmediata o mágicamente- los problemas afectivos pendientes.
El afecto que no se dio o el que no se dará, no debe ser «cubierto» por Dios. La fe, en todo caso, nos ayuda a ir elaborando lo que no se dio o lo que no se dará, pero Dios no salda las «deudas pendientes». No tiene por qué pagar las “roturas” de otros. La vida espiritual no propicia una confusión afectiva en la que Dios se presta para cualquier rol. No es un reemplazo, una suplencia, una compensación, un sustituto o una evasión.
Quien busque en la relación con Dios, la repercusión afectiva de la paternidad, la maternidad, la esponsalidad, la amistad, la familia o la comunidad, se sentirá defraudado de Dios. Quien busque a su padre en el Dios Padre, o a su madre en el Dios maternal (Cf. Is 66,11-13) o a su pareja en el Dios esponsal (Cf. 61,10; 62,4-5) o al amigo en el Dios aliado, se desilusionará de Dios cuando descubra que no es lo suficiente y que la falta de afecto del padre, la madre, la pareja o el amigo, quedan intactos y, por momentos, reaparecen con su más punzante dolor.
Se siente la tentación de “anestesiar” este permanente reclamo, buscando otras compensaciones. Un corazón que busca “parches” afectivos se siente tentado de tomar a Dios por lo que no es. Lo quiere para remediar sus carencias y no para que Dios sea Dios. Se quiere un padre, una madre, una pareja, un amigo u otras cosas, pero no se lo deja a Dios ser Dios. El Absoluto queda relegado afectivamente a un lugar secundario.
La verdadera espiritualidad desinstala todos los afectos, otorgando a Dios el lugar central. Los afectos, en su juego de equilibrio, siempre buscan equiparaciones y compensaciones. Cuando se permiten tales trampas, el corazón se adultera.
Para que la espiritualidad realice afectivamente a la persona, hay que entrar en un lento, costoso y -a menudo- doloroso proceso de conversión, peleando con todas las continuas compensaciones. Dios tiene una promesa de realización plena – también en el nivel afectivo – para aquellos que se entregan pero sólo si se hace otro camino, si los demás no ocupan el lugar de Dios y Dios no ocupa el lugar de los demás, o sea, si se lucha continuamente contra el juego de fuerzas que imponen las carencias y compensaciones de los afectos y los roles ausentes. Es preciso que se elija a Dios por ser Dios y para que sólo sea Dios en la vida, para amarlo como tal y para ser amado por Él. No hay que amar a Dios como se ama al padre, a la madre, a la pareja, al amigo, a la familia o a la comunidad. Tampoco hay que pretender que Dios nos ame como un padre, una madre, una pareja, un amigo, una familia o una comunidad.
Dios nos ama paternalmente, pero distinto de un padre. Dios nos ama maternalmente, pero distinto de una madre. Dios nos ama esponsalmente, pero distinto de una pareja. Dios nos ama amistosamente pero distinto de un amigo. Dios nos ama familiarmente pero distinto de una familia. Dios nos ama comunitariamente –es Padre, Hijo y Espíritu- pero lo hace distinto de una comunidad.
El afecto de Dios llega a lo más profundo del corazón dejando intacto todos los afectos para que ser dados por aquellos que les compete darlos según su rol. Esto ubica, una y otra vez, el «centro» en el centro y, en torno a Dios, hacer girar todos los otros amores.
Esto no significa quedarnos pasivos ante un corazón «ahuecado» por las carencias o los roles ausentes. Los amores humanos que no se han dado quedan entregados. Los «vacíos» del corazón no tienen que ser «llenados» por otros roles distintos a aquellos que los provocaron.
El amor de Dios dará sentido a esos «vacíos», pero no los colmará necesariamente, ya que sino supliría el rol afectivo propio de las relaciones humanas, convirtiéndose en la caricatura de ese afecto.
¿Vos querés que Dios supla afectivamente tus carencias?; ¿Te das cuenta que ésa es una forma sutil de querer manejar, incluso, a Dios?; ¿No querés que Dios sea sólo y exclusivamente Dios en tu vida?: ¿Qué pasaría si Dios fuera el único Absoluto de tu existencia?; ¿Qué cosas cambiarían?…
Texto 7:
A Dios hay que buscarlo por ser Dios. Al Absoluto no se lo puede relativizar. Dios no cubre las expectativas afectivas de otras relaciones. Esto hay que tenerlo claro porque -al esperar lo que Dios no debe dar- las ansiedades nos movilizan y las compensaciones desatan sus fuerzas virulentas, «descentrando» el corazón.
«Sólo Dios basta» si reina la suficiencia absoluta de Dios en una vida integrada y en un corazón no dividido. Si pretendo que Dios sea “algo más”, entonces, lamentablemente, nunca nos bastará, ni nos alcanzará. Si Dios no nos conforma, no nos estamos relacionando con el Dios verdadero sino que le estamos pidiendo que ocupe otros lugares que no le corresponden. La fe pone a Dios en su adecuado lugar, de lo contrario, se deforma la experiencia espiritual y nos confunde afectivamente.
Esto no implica que las carencias hayan de subsistir por siempre. El trabajo espiritual y el crecimiento en la madurez humana irán armonizando las limitaciones afectivas. Dios sana integralmente, si cada realidad está en su propio lugar. Si Dios ocupa el ámbito de Dios, la sanidad progresivamente se realiza. Lo fundamental es no autoengañarse.
La verdadera espiritualidad se gusta como un proceso de unificación y armonía, de señorío del corazón, los afectos y las relaciones, permitiendo que todo esté en su propio «espacio» interior. Una espiritualidad profundamente humana, colmada de sensibilidades de Dios y sensibilidades humanas, en continuo crecimiento. Sólo se nos pide que, en el corazón, cada realidad sea lo que verdaderamente es en la realidad.
Este proceso se realiza durante la vida entera, en cada una de las etapas, con sus respectivas características psicológicas. La afectividad es una dimensión presente en todas las edades y en todos los ciclos humanos. Es constitutiva y esencial de la personalidad humana. Continuamente debe ser “trabajada” porque no desaparece nunca. La persona siempre tiene necesidades afectivas.
Es por eso que al unir espiritualidad y afectividad, tenemos que contemplar a nuestro Dios humano y pedirle la posibilidad de un amor unificante y unificado y de una personalidad cada vez más integrada. Al contemplar el amor humano caemos en la cuenta de la necesidad de profundizar en el amor de Dios. En el corazón, todo tiene su propio “lugar” en un delicado equilibrio que no puede ser alterado. Cuando Dios sea Dios en tu vida, entonces, todo será más amor. Todo estará donde tiene que estar.
Eduardo Casas.