Los Amigos del Camino (Introducción a los Padres de la Iglesia)

lunes, 15 de febrero de 2010
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Te invito a que cierres los ojos un ratito y te dejes llevar por la imaginación, puedas poner tu corazón en este lugar. Vamos a compartir un hermoso cuento de Mamerto Menapace publicado en La sal de la Tierra, editorial Patria Grande, se llama “Los dos paraísos”:
“En el patio de tierra de mi casa había dos grandes paraísos. De chico, nunca me pregunté si ellos también habían nacido, crecido o sido transplantados. Simplemente, estaban allí, en el patio, como estaban el cielo, las estrellas, la cañada en el campo y el arroyo allá, dentro del monte.
Estos dos grandes paraísos nos ayudaron a ponernos de pie, ofreciéndonos el rugoso apoyo de su fuerte tronco sin espinas. Encaramados a sus ramas miramos por primera vez, con miedo y con asombro, la tierra allá abajo y un horizonte más amplio alrededor.
Fue en ellos donde aprendimos que la primavera florece. Para septiembre, el perfume de los paraísos llenaba los patios y el viento de éste metía su aroma hasta dentro del rancho. No perfumaban tan fuerte como los naranjos, pero su perfume era más parejo, parecía como que abarcara más ancho. A veces, un golpe de aire nos traía su aroma hasta más allá de los corrales.
Fue apoyados en sus troncos, con la cara escondida con el brazo, donde puchereamos nuestros primeros lloros después de las palizas. Allí, en silencio, escuchaban el apagarse de nuestros suspiros entrecortados por palabras incoherentes que puntuaban nuestras primeras reflexiones internas de niños castigados. Los dos paraísos, en el silencio de sus arrugas, guardaron junto con nuestros lagrimones, esas primeras experiencias sobre nuestra justicia, sobre la culpa,  el castigo y la autoridad.
Los dos paraísos, cuando jugábamos a la mancha, transformaban su quietud en la piedra del “Pido” que nos convertido que nos convertía en invulnerables. Y en el juego de la escondida escuchaban recitar contra su tronco la cuenta que iba disminuyendo el tiempo para ubicar un escondite. Y luego eran la meta que era preciso alcanzar antes que el otro para no quedar descalificado. Los dos paraísos participaron de todos nuestros juegos y fueron los confidentes de todos nuestros momentos importantes.
Estos dos paraísos, al llegar la noche, podían estar allí en nuestro mundo amigo que se atrincheraba alrededor de ellos. El farol se colgaba de una de sus ramas y creaba una pequeña geografía de luz que era todo lo que nos pertenecía en este mundo. Desde la noche sabía llegar hasta nuestro puerto la luz de algún forastero o algún amigo náufrago de las sombras que había logrado ubicar el faro de nuestra lámpara suspendida allí, en una de las ramas de los paraísos.
Y es así que, cuando me vine al Sur, la imagen de los paraísos vino conmigo y conmigo fue creciendo al ritmo de mi propio crecimiento. Los veía, simplemente, como parte de mi propia historia.
Al volver luego de unos años, me impresionó ver nuevamente a mis dos viejos paraísos familiares. Sí, eran los mismos, ocupaban el mismo sitio, los aseguraban las  mismas raíces y los identificaba por las mismas arrugas de sus troncos amigos.
Estos dos paraísos, sin embargo, me parecieron más pequeños. Cierto: la cabellera de sus copas se había raleado y tal vez sus ramas ya no eran tan flexibles, pero fundamentalmente habían quedado iguales, idénticos. No fue por haber cambiado que me resultaron más pequeños. Yo diría que fue mi relación con ellos lo que había crecido, lo que me daba de ellos una visión distinta. Quizás no es que los viera más pequeños, sino que ya no me parec&i