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El Magnificat: cántico de la alegre alabanza de María
jueves, 23 de noviembre de 2006
Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo; su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen. Manifestó el poder de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió vacíos. Protegió a Israel su siervo, recordando su misericordia, como había prometido a nuestros padres, Abrahán y su descendencia para siempre.
Lucas 1, 46 – 55
La Iglesia es peregrina, va caminando en el anuncio del misterio de Jesús, hasta que Él venga. Lo hace como lo hizo María, en medio de tribulaciones y en la oscuridad de la fe e incluso antes situaciones complicadas. Mientras tanto, se ve reconfortada con el poder de la gracia de Dios, para que no desfallezca nuestra fidelidad en la debilidad de la carne. Por el contrario, bajo al acción del Espíritu Santo, no deja de renovarse en nosotros el misterio de la pascua, hasta que llegue aquel día de la luz que no conoce ocaso.
La Virgen Madre, en este sentido, es testigo de este peregrinar incansable, en medio de tentaciones, de tribulaciones, de luchas. Ella, la que proclama la buena noticia mientras peregrina y va a la casa de su prima Isabel, se dirige con el corazón lleno de luz en la oscuridad de la fe y rebosante de alegría, en medio de infinidad de circunstancias poco favorables a su maternidad: esta ha sido sin concurso de varón y casi nadie puede entender que la obra del Espíritu Santo se ha derramado sobre Ella para engendrar al que va a ser el Hijo de Dios.
La Madre, mientras camina a la casa de Isabel, va preparando el maravilloso canto del Magnificat, donde sintetiza, con pocas palabras, la gloria del Padre en medio de su pueblo, dando testimonio de cuánto ha penetrado la Palabra en su corazón, de la cual es testigo, en cuanto que la lleva en su seno hecha carne. María canta la grandeza del Señor y su espíritu se alegra en Dios, el salvador, porque ha podido encontrarse lo humano y lo divino, porque la grandeza del Señor se ha venido a instalar en la sencillez de su humilde esclava. Él se abajó en la Virgen hasta nosotros, para alcanzarnos la salvación. Cómo no representarnos a todos en este canto de la grandeza del Padre y de la pequeñez del que está de cara a Dios, reconociendo que en Él todo es posible. María, con nosotros y por nosotros, canta la grandeza del Señor.
Isabel saluda a su prima cuando llega a su casa y Ella, en el saludo que le deja como respuesta a este “bendita tú entre las mujeres; feliz de ti por haber creído”, eleva el canto del Magnificat. En este, está compenetrada la Palabra de Dios que ha empapado el alma de María y que expresa todo lo que hay en el corazón de los hombres: una cierta expectativa a los tiempos nuevos que deben inaugurarse para que el ser humano alcance la plenitud de la felicidad. Esto que está sintetizado entre la misericordia y la bondad de Dios, su capacidad de poner en orden todas las cosas, derribando a los poderosos y elevando a los humildes. Su compromiso de caridad por los que más necesitan, da de comer a los hambrientos, el auxilio que brinda desde su misericordia, que la Virgen proclama como grandeza de Dios, achicándose, haciéndose uno de nosotros, introduciéndose en nuestras historias.
El Señor es alabado y bendecido, proclamado en un canto de gozo en el corazón de María, mientras Ella cae en la cuenta de lo que ha ocurrido en aquella mañana, en la cocina de su casa (como se suele decir) a la vez que cumplía con los quehaceres domésticos, la arrebata el Espíritu de Dios en la presencia del ángel con el saludo: “Alégrate María, el Señor está contigo”. Esta salutación angélica, que le proclama a la Virgen su maternidad bendita del hijo de Dios, es la raíz del gozo que hay en el corazón de la Madre. Allí es cuando se produce el encuentro entre el cielo y la tierra, entre nuestra pequeñez y la grandeza del Señor, entre la historia herida de la humanidad, ahora reconciliada de manera anticipada por el Padre, en el corazón inmaculado de María. Él hace lo imposible por ganar el corazón de los hombres, eligiendo y preparando desde siempre el alma de esta mujer, para que al nacer en la carne pero sin pecado, viniese a rescatar a los que nos enredamos por tantos lugares, en miserias, en medio de pobrezas, de mezquindades, de arrebatos, de preocupaciones, de sin sentidos, de nuestra historia poblada de soberbia que en más de una oportunidad se declara uno mismo Dios, sin dejarle a Él el lugar que se merece y el único que le cabe.
El nacimiento del Hijo del Padre es lo que se proclama en el Magnificat y es Jesús el que está en el centro de este canto maravilloso, donde la Palabra lo penetra por todas partes, donde la síntesis que ha logrado en el corazón de María habla de lo mismo que el ángel ha dicho al afirmar que ahora será carne de su carne el mismo Hijo de Dios, que lo engendra el Espíritu en el seno de la Madre. La grandeza del Señor de la cual se goza María, es la llegada del Hijo, la mirada que el Padre pone en la humildad de su esclava está centrada en la encarnación. Las generaciones la llaman feliz por ser la madre del Mesías… “feliz el seno que te llevó, feliz quien te amamantó… Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica”, la plenitud de la felicidad está concentrada en María.
El nombre de Dios es proclamado como santo y su misericordia en el corazón de la Madre es el hijo del Padre presente en su seno. El que hace proezas con su brazo, el que viene a derribar del trono a los poderosos y a poner en lo alto a los humildes es el mismo que ha proclamado, en el comienzo de su ministerio público, que ha venido a dar cumplimiento a la profecía de proclamar un año de gracia, de liberar a los cautivos, de curar a los enfermos, de dar la vista a los ciegos. Es Jesús, que en palabras y en obras concretas, viene a manifestar el tiempo del mesianismo, de la salvación, donde la paz reina con toda su fuerza, donde el lobo y el cordero pueden habitar en un mismo espacio, donde el niño metiendo la mano en el agujero en donde está la víbora, no recibirá picadura de ella. Es Jesús de quien se habla en el Magnificat, es Él quien auxilia a su siervo Israel, en su infinita misericordia, que será expresada en su andar incansable entre los pobres, curándolos de la lepra, dándoles de comer cuando eran multitudes, llamando a la conversión profunda de corazón. En el canto de María, reina el Hijo de Dios.
María es la primera en participar de esta revelación nueva que ha irrumpido en la historia, en el tiempo de la madurez, como dice Pablo en Gálatas. Es la Madre la primera en recibir esta luz que invade todo su ser en la vida nueva que está en su vientre y a partir de allí nos anuncia la grandeza con la que Dios ha obrado su autodonación. La Virgen da a conocer que el Padre ha hecho obras inmensas por Ella, que su nombre es santo; por sus palabras se refleja el gozo del Espíritu y de su espíritu, tan difícil de expresar. “Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador”, porque la verdad profunda del Señor y de la salvación del hombre resplandecen en Jesús, quien es la plenitud de toda la revelación.
María entiende esto, lo entiende en las pocas palabras en las que lo expresa, pero ni siquiera así puede terminar de dar a conocer el gozo, sino que este sobreabunda y brota en el Magnificat como una alabanza que manifiesta el sentir profundo de su corazón, ante la presencia de un Dios que le trae paz y que Ella comunica a los hermanos que necesitan recibirla.
El canto de la Madre es para ser dicho una y otra vez, para proclamarlo en lo hondo del corazón y para recitarlo con fuerza, de manera que llegue al corazón de cada hombre y de cada mujer que siente que la vida se le apaga, que las esperanzas se pierden y que el miedo gana el alma. Nosotros intentamos decirlo de una y otra forma cuando en el compromiso constante y cotidiano en nuestro trabajo, en el servicio familiar, en el querer construir un mundo nuevo, cuando con la alegría testimoniamos al Señor de la vida, que ha resucitado y ha vencido toda muerte. María es testigo anticipado de esta realidad porque Ella ha recibido las gracias que el Señor tenía prometidas para todos en el momento de la redención y que se expresan en la Madre en su inmaculada concepción.
La Virgen nos pone en marcha en la búsqueda de la promesa, proclamando con Ella la certeza absoluta de que Dios, definitivamente, vencerá, también en nuestra propia historia. El Señor nos invita a sumarnos al canto de alegría con el que María dio a conocer su misericordia, porque es el Mesías quien ha venido a poner de pie a un pueblo que necesita recuperar su dignidad y que no le viene de otro lugar, sino de la certeza de que Dios se ha manifestado para cambiar la realidad.
El rumbo de la historia estaba en manos de los poderosos, ha pasado a estar en los sencillos, donde el Señor se muestra en toda su grandeza. La nueva fuerza que viene de lo alto se ha derramado para marcar un antes y un después: Jesús, el que María proclama en el Magnificat. No dejemos hoy de cantarle al Hijo “Mi alma canta a un Dios grande y me espíritu se alegra sólo en Aquel que es capaz de darme felicidad, en el que me rescata y me salva, el que vence mis muertes más hondas, con las que me enterré y que me encuentro todos los días, en medio de las dificultades que me entristecen y que me agobian”.
Él, que es fiel, lleno de misericordia y que tantas veces, cuando erramos en el camino y nos arrepentimos, nos abraza sin preguntarnos nada, sencillamente diciéndonos que somos hijos suyos y que eso nos basta para recuperar la alegría, que dejemos atrás lo malo que hubo en el camino y que nos lancemos hacia delante. Él nos repite que esto es suficiente para llenarnos el corazón de esperanza y para determinarnos a esperar en lo que será lo mejor que está por venir para nuestra propia historia. Dios hace la proeza de cambiar la dirección y de torcerle el brazo a una historia férrea, de luchas, en las que tantas veces nos vemos inmiscuidos y en donde más de una vez perdemos la batalla.
Si nuestro corazón fue soberbio y de pronto nos encontramos con Jesús, somos testigos de que desde lo más alto el Señor nos derriba para, desde lo más bajo, ponernos de pie como merecemos, reconociendo que hay un Dios y que somos sus hijos. No dejemos de orar con el Magnificat, sabiendo que el Rey del cielo viene a calmar el hambre que hay en nuestra alma de la Palabra viva. Él nos rescata, como lo hizo con Abrahán, teniendo la plena convicción de que es el Dios de la vida.
Nosotros, como pueblo de Dios, caminamos desde el comienzo de nuestro peregrinar en torno a Jesús, que lo constituye a este nuevo pueblo, repitiendo con la Madre el canto del Magnificat, desde la profundidad de la de María. Ella se hace presente en la anunciación y en la visitación y se hace peregrina; nosotros decimos la verdad sobre Dios y la alianza que Él ha venido a poner sobre nosotros y el poder con el que el Señor obra grandezas. En el cántico de la Virgen encontramos que se ha vencido la raíz de la muerte, del dolor, del sufrimiento, del sin sentido; el pecado ha caído en desgracia por la gracia de Dios.
Comienza una historia nueva, una historia terrena de hombres y de mujeres que ya no tienen al pecado como lo que atenta contra sus vidas, porque por la fe ha vencido, en la fe de Aquella mujer que creyó que Dios podía hacer lo imposible para que los hombres encontraran la posibilidad de vivir de una forma mejor. Toda criatura humana se hace vencedor en la fe de María, Ella ha hecho realidad lo que se prometía en le proto evangelio del Génesis, que le pisaría la cabeza al Enemigo que atenta contra nuestro gozo y nuestra esperanza, contra nuestro proyecto de vida. De la Virgen es de quien se habla en concreto en aquella promesa y que se hace realidad en estos tiempos nuevos que Dios inaugura, gracias a su sí y a su canto alegre.
Somos quienes, junto a la Madre, vamos haciendo la proclamación de la Buena Noticia tal como lo representa un dibujo animado de Spielberg. En él se muestra al pueblo de Israel saliendo en busca de la tierra prometida guiada por Moisés y acompañado por el canto de Miriam, su hermana. Una melodía sencilla, simple, llena de nostalgia por un tiempo que pasó, pero no con la nostalgia de quien mira hacia atrás y se regodea en el dolor del pasado, sino con el que toma fuerzas de lo que ya sucedió para ir hacia delante. Todos se contagian del cántico de esta mujer, hasta que el pueblo todo entona y así encuentra la fuerza que buscaba para ir hacia el lugar que le fue confiado por Dios a Moisés, quien debía guiar a su gente, hasta el sitio mismo en donde el mar se abriría para que ellos pasaran y para que se vieran hundirse las persecuciones que amenazaban desde el poder del faraón.
Este pueblo que canta junto a Miriam es el mismo nuevo pueblo que lo hace hoy guiado por Jesús y acompañado por el cántico del Magnificat de María. Estamos llamados a dejarnos contagiar por este canto. Recémoslo despaciosamente, dejándonos llevar por toda la riqueza que se esconde en él y que las palabras de la Madre se introduzcan en nuestro corazón, hasta que sintamos que nos pertenecen, para decir con Ella: “Proclama mi alma, la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado mi humildad. Desde ahora, todos me llamarán feliz, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mi favor. Su misericordia ha llegado a esta fiel.
Él hace proezas con su presencia, dispersa a todos los que nos creemos por momentos ser algo, nos derriba de ese lugar y cuando estamos humillados y nos reconocemos criaturas e hijos de Dios, viene a ponernos en el lugar que nos toca; en ese donde Dios siempre nos pensó, a altura suya, a semejanza suya. Ha venido a colmar el hambre que de Él tenemos en lo más profundo de nuestro ser. Él, que es rico, ha venido a despedir a los que se creían ricos, Él viene a auxiliarnos a nosotros que nos consideramos servidores, sólo porque en su misericordia es fiel. Así lo prometió y así lo hará, en favor de la fe del padre de la fe y a todos los que nos reconocemos como descendientes de él. Amén”.
Padre Javier Soteras
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