El amor es la clave, es la llave

martes, 31 de marzo de 2009
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Un escriba que los oyó discutir, al ver que les había respondido bien, se acercó y le preguntó:  "¿Cuál es el primero de los mandamientos?".  Jesús respondió:  "El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas.  El segundo es:  Amarás a tu prójimo como a tí mismo.  No hay otro mandamiento más grande que estos".  El escriba le dijo:  "Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que él, y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios". Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo:  "Tú no estás lejos del Reino de Dios".  Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

Marcos 12, 28 – 34

El amor es la clave, es la llave

El Evangelio de hoy parte de la consulta que un letrado le hace a Jesús sobre qué mandamiento es el primero de todos. La pregunta tiene trastienda. Los doctores de la Ley desglosaban en seiscientos trece preceptos a los mandamientos de la Ley; de los cuales doscientos cuarenta y ocho eran prescripciones positivas y trescientas sesenta y cinco eran prohibiciones (tantas prohibiciones como días tiene el año).

Había que cumplir todos los preceptos que constituían la Torah (en hebreo, la Ley). Ésta comprendía tanto la Ley escrita (el Pentateuco) como la Ley oral de las tradiciones vinculantes, que también estaban puestas por escrito en los círculos rabínicos (la Mishná). Esta recopilación dio origen al Talmud en el siglo II d.c.

Por eso, la pregunta no era una pregunta menor, sino orientadora, que lo ponía a prueba al Maestro. En su respuesta, Jesús se pronuncia no sólo sobre el primer mandamiento (amar a Dios) sino también sobre el segundo (amar al prójimo), para concluir en singular: No hay mandamiento mayor que estos. Es el mismo, en dos rasgos en comunión: Dios y el hermano.

El segundo mandamiento es semejante al primero, según se dice en el texto evangélico paralelo al de Marcos que estamos analizando: cuando Mateo, en el capítulo 22, versículo 39, siguiendo el mismo corazón de tradición oral -la fuente Qu- plantea esta respuesta. Quedan así unidos y equiparados ambos mandamientos.

Esa es la novedad de Jesús: combina dos textos conocidos de la ley mosaica. Para el amor a Dios repite Shemá, que significa Escucha Israel. Esta expresión está en el oído y en el corazón de todo judío piadoso y la recibía cada mañana y cada tarde del texto del Deuteronomio 6, 4, Shemá. Shemá es abre tu oído, abre tu corazón, escucha. En este caso, abre tu corazón al amor de Dios, abre tu corazón al hermano, al que amas en Dios, abre tu corazón para el amor al prójimo. Esto se repite también en el libro del Levítico, cap. 19, v. 18.

Prójimo para Jesús es todo hombre y toda mujer, y no solamente el pariente y el compatriota. La proximidad de la queJesús habla es la fraternidad universal, la catolicidad del mensaje de Jesús. Católico es eso: universalidad del mensaje.

Nosotros, cuando decimos que somos católicos, no estamos afirmando una doctrina, sino un corazón con el cual identificarse. Y este corazón es el corazón amante de Jesús, que incluye a todos, que no deja afuera a nadie, salvo el que quiera permanecer afuera por considerarse justo y perfecto a sí mismo, sin necesidad de Dios porque ya es él mismo su propio dios, con la soberbia de creer que ya ha alcanzado la perfección.

Esto es lo propio de los escribas, de los fariseos y de los letrados. Para ellos no hay salvación, no porque no esté ofrecida por parte de Dios, sino porque ellos se cierran a la posibilidad de recibir la centralidad del mensaje de Jesús, que es la caridad y el amor.

Amar a Dios y al prójimo vale más que todos los holocaustos y los sacrificios. Así concluye el escriba su diálogo con Dios. Jesús aprobó esa sabia afirmación. El amor es más importante que la propia doctrina.

El amor es lo central de la religión. La religión es lo que nos liga, lo que nos une. No es el acto de piedad, a no ser que esté lleno del amor. La religazón que plantea Jesús tiene una doble ligazón: unirnos a Dios y a los hermanos. De manera tal que, como dice Juan, el que dice que ama a Dios y no ama a su hermano, miente.

El amor de predilección a los más pobres es un amor al estilo de Dios, un amor oblativo que se da sin esperar nada a cambio, porque el otro no está en condiciones de dar nada. Por eso hay que amar y entregarse sin esperar recibir amor como respuesta. El que así ama, en Dios encuentra la recompensa de lo dado y lo entregado, por la profunda conexión que existe entre la persona que ama sin esperar nada a cambio y Dios.

Dios ama también a ese que se niega a responderle devolviéndole en amor el amor recibido.

El amor de Dios nos libera de un cristianismo de sepulcros blanqueados

Cuando el cristianismo se constituye en un conjunto religioso moral, más o menos recargado de normas y de consejos evangélicos, mandamientos, cánones de derecho eclesiástico, constituciones y estatutos de congregaciones, y se olvida del corazón del la ley principal, que es la Ley del amor, el cristianismo se convierte en un sepulcro blanqueado.

Estamos llamados a ser perfectos en Dios, ir alcanzando progresivamente esa perfección, pero no con el mandato del cumplimiento, que significa cumplo y miento, me miento a mí mismo en el querer vivir reglado, normado, ajustado a la ley vacía de contenido y sin sentido. El cristianismo es la religión del amor, en el camino de cada uno y en el camino de la comunidad; con el discernimiento que nos permite descubrir a Dios, que siempre se presenta distinto, para no dejarnos atrapar por nuestras seguridades. La ausencia de la caridad en el corazón de la vida cristiana – necesariamente normada- provoca que nos enterremos en sepulcros blancos, transparentes, pero muertos, sin vida si carecemos del compromiso del amor.

El amor siempre está en busca del otro; la imposibilidad del vínculo la genera el pecado en todas sus manifestaciones (egoísmo, soberbia, vanidad, etc.), que se transforma en una pared que no me permite llegar al hermano. La semejanza con Dios se construye desde la caridad, perdida por el pecado y recuperada por el amor que Dios ha puesto en nuestros corazones para que amemos a los que comparten la vida con nosotros, aunque a veces no nos resulten tan cercanos ni tan amigables.