06/08/2015 – Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor.
Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: “Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo”. De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos. Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría “resucitar de entre los muertos”.
Mc 9,2-10
Balthasar, gran teólogo del siglo pasado, decía que “La transfiguración no es un anticipo de la Resurrección, en la que el Cuerpo de Jesús se verá transformado en dirección a Dios, sino, al contrario, la presencia del Dios Trinitario y de la historia de salvación entera en su Cuerpo predestinado a la Cruz”.
¿Qué quiere decir? Que lo que Jesús muestra por unos instantes a los ojos de sus discípulos amigos es lo que acontece en su interior. En la opacidad, en la senciellez, en lo oculto de la carne de Cristo está esta luminosidad, la presencia de vida con la que Dios sale al encuentro glorificándonos en la propia carne. Jesús metido en la vida cotidiana de la humanidad, anónimo en la opacidad de su cuerpo –como uno de tantos-, deja que se trasluzca el secreto del cielo interior en el que vive. Este vínculo de amor de intimidad con el Padre, de golpe se manifiesta en una montaña en la mañana y queda descubierto la gloria en que el Señor vive y que en lo cotidiano oculto y encarna en su propia condición este ser nuestro que está llamado a la trascendencia pero que no ha mostrado su condición. Rom 8, estamos llamados a traslucir en gloria la manifestación de lo que está oculto.
Lo mismo pasa en nuestras vidas: hay momentos de gran revelación interior donde vemos con claridad. El tránsito tantas veces a oscuras, en lo rutinario, hace que nuestra existencia no muestre todo el esplendor al que está llamado a resplandecer. En cambio hay momentos reveladores de la vida en los que uno dice “éste es el camino”, “este es el momento”, “este es el hacia dónde”. Hay momentos en la vida personal o comunitaria que son reveladores. A veces nos damos cuenta en ese mismo momento y otras veces hay que dejar pasar le tiempo y mirando hacia atrás descubrimos lo revelador de ese momento. A veces suele ser un libro, o el encuentro con algun maestro espiritual, que transparentan cosas que en tu sentir y parecer no encuentran palabras.
En el Cuerpo de Jesús habita la historia de Salvación entera. Puede leerse en su Carne todo lo que aconteció desde Abraham hasta los Profetas, pasando por Moisés y David, por eso la Transfiguración nuclea a los dos grandes del antigua testamento, Moises y Elías. En su Cuerpo se reeditan los hechos salvíficos: su Carne es la Tierra prometida a Abraham; su Cuerpo es la Escalera que soñó Jacob: “una escalera apoyada en tierra, cuya cima tocaba los cielos, y he aquí que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella”; su Cuerpo es el Maná, el Pan del Cielo y la Medicina de Moisés que cura las mordeduras de serpiente; el borde de su manto es más poderoso que la mitad del manto que Eliseo consiguió desgarrar de Elías cuando le fue arrebatado al Cielo; su saliva y el barro que hace con sus manos crean ojos nuevos; sus dedos abren oídos sordos y sueltan lenguas mudas; los pies de Jesús pisan nuestra tierra abriendo caminos que llevan al Padre, de ellos se puede decir con gozo: “es hermoso ver bajar de la montaña los pies del mensajero de la paz”.
Si sentimos en nuestra propia vida que no ha acontecido nada que sea suficientemente revelador y estamos a la expectativa de que así acontezca, estamos llamados a volver a la carne de Jesús.
Cuando Jesús se pone en camino no hay mar rojo que detenga su marcha; todo desierto florece y es verdad que “se hace camino al andar”. Los pies del Señor acercan el Reino de los Cielos y lo establecen con su pisada por donde sea que pasa; los ojos del Señor transfiguran las cosas con su mirada buena. Cuando el Señor mira con amor se derriten los pecados de la Magdalena, se disipan las dudas de Simón Pedro, se imprime el amor a la Madre en el corazón de Juan…
Estamos invitados a dejarse mirar, alcanzar y peregrinar por la carne de Cristo, lugar de transfiguración.
La carne de Cristo es manifestación de nuestra propia identidad, porque nunca nos conocemos mejor que a la luz de Cristo. Lo que no transfigura en Cristo se desfigura.
En el Cuerpo del Señor se recapitula la historia y la vida de cada persona y de toda la humanidad: de ese Cuerpo mana la fuente de la vida y de la santidad; de ese Cuerpo nos alimentamos, de Él bebemos, en Él nos injertamos para dar fruto como los sarmientos a la Vid, en torno a Él nos reunimos para que nos apaciente como el Buen Pastor a sus ovejas, si su Cabeza se recuesta en el cabezal de nuestra barca para descansar, estamos seguros en medio de cualquier tempestad. ¿Quién es el cuerpo de Cristo sino toda la humanidad? En la cabeza que es Cristo está la fuente de vida y de la santidad de todo ese cuerpo. En Él nos injertamos para dar fruto como los sarmientos lo dan al pertenecer y estar en comunión con la savia que corre por la vida. El cuerpo de Cristo es el lugar de revelación de nuestra propia historia.
Esa presencia viva de Cristo tomando la humanidad toda se hace revelación en la carne de la Madre Teresa de Calcuta que experimentó que tocaba con sus manos al tocar la carne doliente de las personas que recogía de la calle; ese Cuerpo fue el que abrigó Hurtado con su sobretodo cuando lo vió empapado de frío aquella noche de invierno y le hizo abrir los ojos para ver que “el pobre es Cristo”.
El Cuerpo de Jesús obra como transfigurador de toda realidad: en él las cosas y las personas adquieren otra densidad, revelan otra dimensión de la que comunmente vemos y experimentamos. El Cuerpo del Señor permite catalizar todo lo bueno y purificar todo lo que no es tan bueno.
Todo lo que hay en Cristo es revelación de lo oculto, todo lo que está esperando a manifestarse en nosotros como Gloria de Dios. Nos dejamos transfigurar cuando Cristo revela los secretos de mayor gloria que hay en nosotros. Y nos convertimos en un pedacito de cielo para que otros encuentren esa luz que revela lo oculto, lo mejor que hay en cada uno. Queremos desprendernos de nosotros mismos de lo que hay de torpeza y resistencias para darle la bienvenida, de demora en la respuesta, de duda, de miedo, de falta de entrega para que en Jesús todo se renueve, se haga nuevo, se manifieste y se revele.
Una de las formas de decir que lo que hemos vivido es revelador y da identidad es decir como Pedro “¡Qué bien estamos aquí”. Hay mucha paz, gozo, alegría y luz en este lugar. Para identificar un momento revelador donde nuestra vida toma un sentido diferente, se fortalece y se reorienta, en esos momentos lo que nos sale es lo de Pedro “Hagamos 3 carpas”. Es como llegar a un lugar esperado y uno tiene ganas de quedarse ahí. Seguramente en ese momento y lugar que llegaste a expresar desde el corazón esto de Pedro, fue el lugar donde Dios se te manifestó y te reveló lo más íntimo de tu identidad.
Padre Javier Soteras
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