11/11/2015 – Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través de Samaría y Galilea. Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia y empezaron a gritarle: “¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!”. Al verlos, Jesús les dijo: “Vayan a presentarse a los sacerdotes”. Y en el camino quedaron purificados. Uno de ellos, al comprobar que estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un samaritano.
Jesús le dijo entonces: “¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?”. Y agregó: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado”.
Lc 17,11-19
¡Bienvenidos a la Catequesis! Hoy en el evangelio, Jesús cura a 10 leprosos y uno vuelve a agradecerle. ¿Cuáles son las gracias que has recibido del Señor y que querés agradecer? Posted by Radio María Argentina on miércoles, 11 de noviembre de 2015
¡Bienvenidos a la Catequesis! Hoy en el evangelio, Jesús cura a 10 leprosos y uno vuelve a agradecerle. ¿Cuáles son las gracias que has recibido del Señor y que querés agradecer?
Posted by Radio María Argentina on miércoles, 11 de noviembre de 2015
Nos relata el evangelio el milagro que Jesús realiza en favor de diez leprosos suplicantes. Mientras se dirigían a presentarse a los sacerdotes, como lo prescribía la Ley y Jesús se los había recordado, se encontraron súbitamente curados. Sólo uno de ellos, y para colmo un extranjero, volvió sobre sus pasos con el objeto de agradecerle al Señor su curación.
Todos nosotros nos sentimos de alguna manera representados en aquellos diez enfermos del evangelio. Enfermos , todos nosotros tenemos algo de leprosos, en el interior y algo que se nos nota por fuera, todos debemos repetir cada día, y lo decimos en la Misa: “Señor, ten piedad de nosotros”.
Como aquellos leprosos, también nosotros hemos experimentado los beneficios de Dios. Él es el único que sabe dar en plenitud; sus dones no presuponen nada previo, da por pura generosidad. Buena es hoy la ocasión para reavivar el recuerdo, la memoria de los beneficios de Dios, una biografía de gracias recibidas por el Señor.
Beneficios divinos son las maravillas que el Señor obró ya para nosotros desde las remotas épocas del Antiguo Testamento, liberando a su pueblo de la servidumbre de Egipto, alimentándolo en su caminar por el desierto, guiándole en su entrada en la tierra prometida… Beneficios divinos son también para nosotros las maravillas que Dios obró en el Nuevo Testamento, la Encarnación del Hijo de Dios, sobre todo, pero también la enseñanza de su doctrina,- la instauración de los sacramentos para la santificación de los hombres… Beneficios que no por generales se pierden en las brumas del anonimato, no por universales dejan de afectarnos personalmente.
Toda gracia recibida en lo particular, por más que sean personales, siempre vienen mediados por la sacramentalidad y tiene beneficio para otros.
“Me amó y se entregó por mí”, dijo San Pablo. Cristo no hubiera rehusado hacer por mí solo lo que hizo por todos. Más aún, porque era Dios, se acordó de mí en particular, me tuvo presente, me curó en los leprosos, cargó mis pecados sobre sus hombros en Getsemaní, clavado en la cruz se ofreció por mí de manera personal haciendo morir en mí todo lo que me alejaba de Él, al dejar caer agua y sangre de su costado atravesado por la lanza pensó concretamente en el agua para mí, pensó en el agua de mi bautismo y en la sangre de mi Eucaristía. Es Jesús el que obró todo esto por mí. Ojalá puedas descubrirlo obrando así en tu vida, curándote y llenandote de gracias.
A ese cúmulo de beneficios generales que hemos recibido de Dios, agreguemos los intransferiblemente individuales: la familia que nos dio, esta patria generosa que nos regaló, las cualidades peculiares con que nos dotó… Es una larga historia de amor, una historia de generosidad sobreabundante. Lo que pasa es que fácilmente nos acostumbramos a sus beneficios, nos acostumbramos a ver salir el sol todos los días, perdemos el sentido de lo original, de la novedad de los dones cotidianamente reiterados, cada uno de ellos frescos y rozagantes como el rocío de la mañana.
De los diez leprosos, nueve no supieron agradecer. No hay cosa peor que la ingratitud. Escribe Chesterton que el ateo mide su abismo cuando siente que tiene que dar gracias por algo y no sabe a quién dirigirse. Nosotros sabemos a quién, pero con facilidad dejamos de hacerlo. “Se hartaron en sus pastos, dice el Señor por boca de Oseas, y por eso me olvidaron”. A veces el pensar que lo tenemos todos, nos hace olvidarnos que lo recibido es dado por el hacerdor de todo, y merece nuestro agradecimiento.
Dios nos da el pasto, nosotros lo aprovechamos pero olvidamos al benefactor. Para pedir somos fáciles; no tanto para dar gracias. Pero la petición del que no sabe agradecer mueve poco el corazón de Dios. “La esperanza del ingrato se derrite como el hielo”, dice la Escritura. Somos capaces de organizar grandes actos, aun públicos, para pedir favores. Pocas veces se organizan actos de agradecimiento. “Los restantes, ¿dónde están?”, preguntó Jesús al leproso agradecido. Qué desproporción: de nueve a uno; es la desproporción misma de nuestras ingratitudes.
Propio es de corazones nobles, de espíritus magnánimos, saber dar gracias. Cristo pasó su vida en la tierra dando gracias al Padre. Frecuentemente levantaba sus ojos al cielo, alababa, bendecía, decía bien. Imitémoslo también en esto. San Pablo nos lo recomendó de manera reiterada: “Todo cuanto hacéis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por él”; “ya comáis, ya bebáis, o ya hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios”; “porque todo lo que Dios ha creado es bueno y nada es despreciable si se lo recibe con acción de gracias”. Hagamos de nuestros días una acción de gracias ininterrumpida. Cuando Dios nos consuela, cuando nos prueba, e incluso cuando nos niega lo que le pedimos, aun entonces, digamos con el Apóstol: “Doy continuas gracias por todas las cosas a Dios nuestro Padre por nuestro Señor Jesucristo”.
Dios nos ofrece sus dones. Y nosotros no tenemos otra cosa que devolverle que nuestras gracias, el reconocimiento de sus propios dones. Con no disimulada ironía decía San Agustín: “Devuélvele algo de lo tuyo, si puedes; pero no, no lo hagas, no devuelvas nada tuyo; Dios no lo quiere. Si devolvieses algo de lo tuyo, devolverías sólo pecados. Todo lo que tienes lo has recibido de Él; lo único tuyo es el pecado. No quiere que le des nada tuyo, quiere lo que es suyo. Si devuelves al Señor las semillas de tu tierra le devolverás lo que Él sembró, si le das espinas le ofreces cosa tuya”. No nos queda, pues, sino darle gracias por sus gracias, alabarlo por sus dones. A Dios le agrada que lo alabemos, no para ensalzarse Él, sino para que aprovechemos nosotros. Lo que recoge no es para él, sino para vos. Y además, dando gracias por los dones que recibes, te harás digno de mayores beneficios.
Padre Javier Soteras
* Material elaborado en base a un artículo del P. Alfredo Sáenz, S. J.
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