03/10/2016 – Es imposible entender la vasta actividad pastoral del Cura Brochero si no se hace a los ojos de la fe de un hombre profundamente creyente. Sólo desde la fe se puede explicar que este cura hiciera cientos de kilómetros a lomo de mula visitando uno a uno, y varias veces, a sus paisanos para invitarlos a hacer Ejercicios ignacianos.
“Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá”.
Mt 7,7-12
Quisiera insistir en dos aspectos de la vida del Cura Brochero: la fe y la oración. Estas constituyen el lugar desde donde crece la fe del Cura Brochero. En la oración, particularmente, hay dos grandes amores de este cura: la liturgia y el Rosario.
Su fe creció en medio de las dificultades. María lo tomó de la mano con el rezo del Santo Rosario. Así el Señor lo puso en quicio, para que toda su vasta actividad tuviera su fuente en ese lugar. Y si hay algo que identificaba el modo de ser orante de Brochero era el breviario en sus manos. Entre el Rosario y el Breviario, entre la Virgen y Jesús, entre la oración, la devoción y la liturgia, y al mismo tiempo su compromiso de amor creyente, Brochero nos abre un camino de confianza en Dios Padre.
Ante los peligros que la vida pastoral le ocasionaba, también reaccionaba siempre confiado en Dios, el cual contra cambiaba permanentemente esta confianza de su sacerdote con su intervención siempre providencial. Sus amigos recuerdan el llamado para asistir a un enfermo que les resultaba sospechoso. El tal sufriente, en realidad pretendía asesinar al Sacerdote, porque éste había logrado que la mujer con la cual el tal vivía en concubinato lo abandonase”. Entonces se declaró enfermo el paisano y lo hizo llamar. En realidad, le tenía preparada una emboscada.
El Cura, que tenía mucho de manso pero también de pícaro, sabía en parte que había una trampa escondida. Como dice el dicho, cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía. Pero pudo más en él la gracia de confianza en su ministerio sacerdotal que todas las especulaciones que le venían de su inteligencia, de leer cómo se comportaba la paisanada por estos pagos. Y allá fue el Cura Brochero. Cuando llegó, lo hicieron pasar los amigos del fulano enfermo que lo habían ido a buscar y cuando entró, no reaccionaba el que decían que estaba enfermo. El Cura se dio cuenta de que algo raro estaba pasando. Cuando lo tocó, estaba frío. Cuando corrió las sábanas para ver qué pasaba, se encontró que el hombre tenía en su mano un puñal, pero estaba muerto. En realidad, ahí cayó en la cuenta de que su sospecha era real. Cuando salió para decirle a sus amigos lo que había pasado, con picardía y al mismo tiempo con dolor, Brochero les dijo: Para la próxima, llámenme cuando todavía esté con vida, porque por el que me llamaron, está allí adentro muerto.
Esto pasa mucho en la vida de los santos. A Don Bosco, por ejemplo, lo quisieron envenenar y se terminaba salvando, lo mismo con aquel misterioso perro gris que aparecía cuando Don Bosco estaba en peligro.
El Cura sabía que la presencia divina lo acompañaba, lo sostenía y lo defendía. Este hombre de Dios, para quien el Señor tenía preparados tantos caminos, no podía ser atrapado en una emboscada.
Sin una fe heroica, era imposible llevar a cabo toda la obra que cumplió, supo inculcar a su gente, llevado de una fuerza moral, ese espíritu de fe que aún perdura en la comarca. Manifiesta otro testigo que Brochero fue un hombre que todo lo esperaba de Dios y que no temía a los grandes y poderosos de este mundo. Siempre aconsejaba la confianza en Dios. Hablando con sus amigos, con evidente alusión a la hora de la muerte, decía: Yo ya estoy listo; tengo el apero ya arreglado y espero que el Señor tendrá piedad de mí.
Cuenta un cura amigo suyo, el padre Angulo, que al final de sus días, cuando Brochero ya estaba enfermo de lepra y ciego, le dijo que había que prepararse y dejar listo el apero para cuando Tata Dios viniera a buscarlo. José Gabriel del Rosario le respondió que ya sabía eso, pues tenía conciencia que el Diablo tenía algunos Documentos, en su contra, pero que Nuestro Señor ya los había quemado:… ¡Nadie cobra de palabra!. Como sabiendo en el fondo que la obra de Dios por el Valle de Traslasierra, a través de su corazón sacerdotal generoso, había dejado ya su mojón bien definido como para que todos pudieran descubrir, más que la huella de su mula, la presencia de Dios escondido.
Así pasa cuando uno llega a un Santuario, siente deseos de quedarse allí y al mismo tiempo de seguir caminando. Eso es lo que nos pasa cuando nos acercamos por Villa Cura Brochero: por un lado sentimos la necesidad de reposar y descansar un poco en Jesús, y por otro lado se sabe que hay que “seguir andando”, expresión ésta muy brocheriana. En la Villa de Cura Brochero hay olor a santuario. Ese aroma de fe renovada y creciente florece a la vera de la tumba de Brochero, en la Capilla de la Villa.
Brochero, entre los arroyos y las sierras, entre los paisanos y las cabras, entre las montañas y el cielo celeste bien diáfano, entre las cálidas temperaturas del verano y los profundos fríos del invierno, vio que Dios tenía un proyecto escondido para su pueblo. Pero no lo hizo de cualquier manera, no es que leyó por sí mismo; leyó creyendo, en la fe apoyó su mirada y creyendo abrió caminos para su gente. Quiso traer trenes, abrió acequias y caminos, generó una Casa de Ejercicios y trajo a las monjas Esclavas a Traslasierras para que después se hiciera allí un colegio. Hasta tal punto miró profundo que se hizo uno con la tierra y esa Villa de Tránsito comenzó a llevar su nombre. Así se produce el encuentro entre el creyente y el lugar donde vive, las cosas comienzan a tomar nombre propio. Hablar de Brochero es hablar de Traslasierra y viceversa. Porque Dios nos quiere que seamos señores de las cosas. Por eso, José Gabriel del Rosario, el cura que llegó desde el llano de su pequeño poblado natal de Carreta Quemada (cerca de Santa Rosa de Río Primero), se hizo uno con las montañas y valles de Traslasierras hasta el punto tal que no se puede hablar de esta región sin hacer referencia a su nombre. Qué buena sintonía entre el modo de ser del creyente que habita la tierra y la tierra que espera al creyente para que, con su mirada, la llene de sentido, el sentido de la fe.
Padre Javier Soteras
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