03/11/2016 – Juan Pablo II nos dejó un legado imborrable como hombre para el mundo. Sabía que tanta exposición era riesgoso, pero nada lo detuvo en su deseo de estar cerca, de visitar y de alentar.
“Sean sobrios y estén siempre alerta, porque su enemigo, el demonio, ronda como un león rugiente, buscando a quién devorar. Resístanlo firmes en la fe, sabiendo que sus hermanos dispersos por el mundo padecen los mismos sufrimientos que ustedes. El Dios de toda gracia, que nos ha llamado a su gloria eterna en Cristo, después que hayan padecido un poco, los restablecerá y confirmará, los hará fuertes e inconmovibles. ¡A él sea la gloria y el poder eternamente! Amén.
1 Pedro 5, 8-11
El martes 12 de mayo de 1981 Juan Pablo II visitó el centro médico del Vaticano. Tras ver las diferentes estancias y reunirse con el personal médico, el doctor Renato Buzzonetti, director de la estructura y médico personal del Pontífice, lo acompañó hasta la salida. Indicándole una nueva ambulancia que estaba estacionada al lado de ellos, el doctor pidió que la bendijese. Mientras la roseaba con el agua santa Juan Pablo II dijo: “Bendigo también al primer paciente que usará esta ambulancia”. Veinticuatro horas más tarde fue precisamente él la primera persona que viajó a bordo de dicho vehículo.
“Si la palabra no ha convertido será la sangre la que convierta”, había escrito poco antes de ser elegido Pontífice el cardenal Wojtyla en el poema Stanislaw, dedicado al santo mártir de Cracovia. El atentado de que fue víctima el 13 de mayo de 1981 a manos de Ali Agca confirió a esos versos una evidente consistencia autobiográfica y modificó, de forma radical, la percepción que el Papa tenía de su misión. De hecho, ese momento marcó el inicio de su calvario, iluminado por la conciencia de haber recibido de nuevo el don de la vida para poder ofrecerlo a beneficio de toda la humanidad.
“Para un hombre y, sobre todo para un sacerdote, no hay nada más hermoso y grande que el que Dios se sirva de él”, respondió un día a un colaborador que le preguntó por el sentido de ese dramático suceso. Wojtyla consideraba la herida una “gracia”, porque el sufrimiento que ésta le infligía le permitía dar testimonio de Cristo y evangelizar.
En 1991, décimo aniversario del atentado, Juan Pablo II viajó a Fátima para expresar su agradecimiento a la Virgen. En el momento del saludo, justo antes de que iniciase la misa –según contó un testigo del proceso de beatificación-, uno de los cardenales presentes se volvió hacia él y exclamó: “Santo Padre, ¡feliz cumpleaños!” El Papa siguió avanzando tras escuchar esas palabras, pero después retrocedió y contestó: “Tiene usted razón, la primera vida me la dieron; la segunda me la regalaron hace diez años”. Un regalo que le hizo adoptar la costumbre de celebrar, todos los 13 de mayo por la tarde, a la hora del atentado, una santa misa de agradecimiento en su capilla privada.
Desde el primer momento el Pontífice manifestó la íntima convicción de que la Virgen de Fátima lo había protegido y había intercedido por su vida. Así pues, apenas recuperó las fuerzas pidió a la sección polaca de la Secretaría de Estado que le procurasen todos los libros dedicados a la aparición de María a los tres pastorcillos para poder entender mejor los detalles de ese suceso. Un amigo tuvo la posibilidad de visitarlo en la habitación del policlínico Gemelli la noche del 14 de mayo le dijo: “La Virgen sostendrá a Su Santidad en el sufrimiento”. El Papa respondió, convencido: “Ella ya me ha protegido. Totus tuus”.
En los días precedente al atentado el Pontífice había empezado a redactar un texto para la celebración que iba a tener lugar en la basílica de Santa Maria Maggiore por Pentecostés, el 7 de junio de 1981, que conmemoraba los 1600 años del primer Concilio de Constantinopla y de los 1550 años del primer Concilio de Éfeso. Posteriormente indicó a sus colaboradores que dividiesen el discurso en tres actos: de veneración, de agradecimiento y de entrega a la Virgen. En particular le interesaba este último, ya que su intención era poner a la humanidad en manos de María (luego lo renovó en varias ocasiones, incluso delante de la estatua original de la Virgen que ordenó llevar ex profeso desde Fátima a la plaza San Pedro).
Juan Pablo II era consciente de que corría el riesgo de que cometiesen un acto criminal contra su persona: “Nada era más fácil que disparar al Papa, que se mostraba a la gente indefenso”, comentó el mismo después de sufrir la agresión. No obstante, esta conciencia jamás le llevó a evitar el contacto con las multitudes o a intentar protegerse de manera especial. De hecho, mientras seguía en un telediario un reportaje sobre su atentado, se dirigió al huésped que cenaba con él y le comentó con toda tranquilidad: “Pretenden que me ponga el chaleco antibalas para estar siempre seguro… Pero el pastor debe estar en todo momento con sus ovejas incluso si ello supone un riesgo de vida”.
Poco antes del atentado, los Servicios secretos italianos habían comunicado que las Brigadas Rojas habían proyectado secuestrar a Juan Pablo II. Quizá fuese ése el motivo de que después de resultar herido, el Papa dijese a su secretario don Stanislaw: “Como en el caso de Bacheler”, refiriéndose al vicepresidente católico del Consejo superior de la magistratura al que los brigadistas habían asesinado en Roma el 12 de febrero de 1980.
Juan Pablo II también se preguntó por las posibles razones de lo acaecido, pero por encima de todo le interesaba la visión espiritual del drama que había vivido. Ello explica por qué prefirió siempre confiar a la Secretaría de Estado la tarea de establecer la conducta a seguir por la Santa Sede en el proceso contra Ali Agca, así como el pronunciamiento sobre la pertinencia de concederle la gracia.
En cualquier caso, confesó a sus íntimos que había hablado de la denominada “pista búlgara” con el secretario comunista ruso Mijaíl Gorbachov y con el general polaco Wojciech Jaruzelski. El primero le dijo que en los archivos de la Unión Soviética no había encontrado nada que apoyase dicha hipótesis; mientras que el segundo le contó que en su momento había pedido aclaraciones a Todor Zivkov, jefe del Partido Comunista búlgaro, quien le había respondido: “¿Nos toma por imbéciles, compañero? Si Antonov hubiese estado detrás del atentado lo habríamos expulsado al día siguiente. En cambio, sigue trabajando allí”.
El 27 de diciembre de 1983 Juan Pablo II mantuvo una larga e intensa conversación con el autor del atentado contra su vida en la prisión romana de Rebibbia. Al finalizar el Pontífice declaró: “Hoy he tenido ocasión de reunirme con la persona que me agredió y de repetirle que lo perdono, como hice enseguida, apenas me resultó posible. Nos hemos encontrado como hombres y como hermanos, y todos los acontecimientos de nuestras respectivas vidas conducen a esta hermandad”.
El Papa perdonó a Ali Agca desde el principio, y así se lo comunicó al mundo en Regina Coeli que pronunció el 17 de Mayo de 1981 desde el policlínico Gemelli: “Ruego por el hermano que me ha atacado, a quien he perdonado sinceramente”. Una actitud que, tal y como corroboraron varios testimonios, adquirió de inmediato un valor emblemático y estremeció muchas conciencias. Una de las primeras fue la del general Jaruzelski, quien, tras haber resultado gravemente herido en un atentado en 1994, decidió que no tenía intención de perseguir a los responsables, ya que el ejemplo del Pontífice lo había impresionado profundamente.
Inédita es, en cambio, la “carta abierta” que el 11 de setiembre de 1981 el Santo Padre había empezado a preparar para la audiencia general que iba a tener lugar el 21 de octubre siguiente. Después prefirió no hacerla pública, probablemente por motivos de prudencia relacionados con la investigación que se estaba llevando a cabo. Los dos folios del manuscrito, que se encontraron tachados con una gran equis, dicen textualmente:
“También hoy deseo pronunciar durante la audiencia algunas palabras sobre el encuentro al que asistí en relación con el 13 de mayo. Ese día se enfrentaron dos hombres: uno que pretendía acabar con la vida del otro, y ese otro, al que se trataba de privar de la vida. La Providencia divina, sin embargo, impidió que esa vida se truncase. Y por ese motivo ese otro hombre puede dirigirse al primero, puede hablarle y ello, teniendo en consideración la naturaleza de lo acaecido, parece particularmente significativo y pertinente. Es importante que ni siquiera un episodio como el que ocurrió el 13 de mayo logre abrir un abismo entre dos hombres, genere un silencio que significa la ruptura de cualquier posible comunicación. Cristo –la palabra encarnada- nos enseñó esta verdad que permite en todo momento el contacto entre las personas, pese a la distancia que pueden generar ciertos sucesos que, en ocasiones, acaban enfrentándolas. Pues bien, lo que hoy quiero deciros a los que habéis acudido a esta audiencia, va dirigido también a este hermano mío que el 13 de mayo quiso quitarme la vida y que, si bien no lo logró, ha sido la causa de numerosas heridas que he tenido que curar durante varios meses. Así pues, mis palabras de hoy serán, en cierto sentido, como una carta abierta”.
Padre Javier Soteras
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