14/12/2016 – El Señor en la Navidad viene a enriquecernos con el don de la paz, aún en medio de los conflictos. Y nos invita a la alegría porque está cerca y viene a renovarnos con su presencia.
Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense. Que la bondad de ustedes sea conocida por todos los hombres. El Señor está cerca. No se angustien por nada, y en cualquier circunstancia, recurran a la oración y a la súplica, acompañadas de acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios. Entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús.
Filipenses 4,4-7
¡El Señor está cerca! Hemos meditado sucesivamente, trasladándonos a los orígenes mismos de la humanidad, es decir, al libro del Génesis, las verdades fundamentales del Adviento. Dios que crea (Elohim) y en esta creación se revela simultáneamente a Sí mismo; el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, “refleja” a Dios en el mundo visible creado. Después, el tercer tema puede resumirse brevemente en la palabra: “gracia”. “Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4). Dios quiere que el hombre se haga partícipe de su verdad, de su amor, de su misterio, para que pueda participar en la vida del mismo Dios.
“El árbol de la vida” simboliza esta realidad ya desde las primeras páginas de la Sagrada Escritura. Pero en estas mismas páginas nos encontramos también con otro árbol: el libro del Génesis lo llama “el árbol de la ciencia del bien y del mal” (Gén 2, 17). Para que el hombre pueda comer el fruto del árbol de la vida, no debe tocar el fruto del árbol “de la ciencia del bien y del mal”. Esta expresión puede sonar a leyenda arcaica. Pero profundizando más en “la realidad del hombre”, como nos es dado entenderla en su historia terrena -tal como a cada uno nos habla de ella nuestra experiencia humana interior y nuestra conciencia moral-, nos damos cuenta mejor de que no podemos permanecer indiferentes, moviendo los hombros ante estas imágenes bíblicas primitivas. ¡Cuánta carga de verdad existencial contienen acerca del hombre! Verdad que cada uno de nosotros siente como propia.
Ovidio, el antiguo poeta romano, pagano, ¿acaso no ha dicho de manera explícita: “Veo lo que es mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor” (Metamorfosis VII, 20)? Sus palabras no distan mucho de las que más tarde escribió San Pablo: “No sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago” (cf. Rom 7, 15). El hombre mismo, después del pecado original, está entre “el bien y el mal”. El corazón humano está dividido y toda conflictividad de la convivencia humana tiene la raíz misma en el corazón de cada uno de nosotros. De ahí la necesidad de ser rescatados de ese lugar de división y de ruptura interior donde lo bueno y lo malo se encuentran en constante conflicto.
¿Cómo pacificar el corazón humano? ¿Cómo llenarlo de la sabiduría de la verdad que lo orienta sobre lo bueno para desterrar lo que lo enferma y le hace daño? Ahí está la tarea de este Dios que está cerca y que viene a traernos un mensaje de paz. Si no hay paz en los corazones no es posible que haya paz en la sociedad.
¿Cómo resolver el conflicto de tensiones que anida dentro nuestro? Dice el P. Fiorito que integrando los opuestos. La gran sabiduría del auto conocimiento, de dejarse conducir y de acompañar a otros en el camino de la vida es encontrar la manera de poner en sintonía a los que están opuestos por la superación de las tensiones a partir de un bien superior que orienta y guía el camino. Para la convivencia social lo llamamos el bien común; para lo personal lo podemos llamar el bien superior de mi vida. Siempre estamos ante la dramática realidad de elegir. Como dice la Palabra, “delante de tí se abren dos caminos”. ¿Cuál elegir? Ciertamente hay uno que nos conduce hacia donde Dios nos quiere en plenitud que es el camino del bien y hay otro que busca destruir el proyecto de Dios para nuestras vidas y que llamamos el camino del mal. El drama humano es que se encuentra frente a esta elección y este tironeo se resuelve desde un lugar que supera la conflictividad: en la vida personal el bien superior, en el de la vida social el bien común.
Reflexionar hoy sobre esto nos pone de cerca a Aquel que viene a traernos luz y que nos dice “yo estoy cerca. Que sus corazones se llenen de alegría porque la bondad de ustedes es la que quiero ver reflejadas en su corazón y en la vida de la sociedad en conjunto”. Esto es Navidad, esto es Dios que se acerca y trae una vida nueva.
A esta fuerza del mal operando en el corazón humano, le llamamos pecado. El pecado bíblicamente está descrito como una fuerza destructora y de ruptura. El pecado como un desacierto, no dar en el blanco y errar en el camino y genera relaciones de ruptura con lo que nos trasciende. A nosotros nos transciende el rostro del Dios viviente y el pecado nos genera ruptura y distancias con Él, pero también genera ruptura en la convivencia social. Después que Adán y Eva rompen con el mandato divino porque van al árbol de la ciencia del bien y del mal, intentando ser como dioses, además de quedar desnudos delante de la presencia de Dios y escondidos por temor a Él en una relación que ya no es de amistad sino de miedo, comienzan a desentenderse entre ellos: se echan la culpa. Dios confirma que esta ruptura se traduce en dos realidades: por un lado parir va a ser con dolor y trabajar para transformar la realidad va a ser con sudor.
Por lo tanto el sufrimiento y el dolor, que ya forman parte de marca de esta realidad que nos ha dejado en el corazón, pueden ser sobrellevados con dignidad y con grandeza si volvemos al camino en el cual Dios nos invita a volver a Él. El tiempo de la navidad es un tiempo para eso. Hay consecuencias que se siguen de la herida que el pecado nos ha dejado que son irremediables: la pena, el sufrimiento y el dolor son una realidad que atraviesa a toda la condición humana en todo tiempo. Lo que sí es posible es que esta realidad de dolor sea transformadora y sea transformante. Esta es la cercanía con la que Dios nos busca para que nuestro dolor sean en paz asumidas y hasta puedan ser lugares desde donde construir felicidad. Esto está dicho en las bienaventuranzas. En la felicidad no está marginado el sufrimiento, pero está atravesado por una experiencia superadora. Es Dios quien nos trae esa posibilidad.
Vivimos en un tiempo muy doloroso y de parto sobre algo nuevo que viene pero que todavía no lo vemos. A la vez está atravesado por la alegría, y sostenido por la felicidad de la presencia de Dios comprometido con lo humano nos permite vivirlo con grandeza. “Alégrense en el Señor, vuelvo a insistirlo, alégrense” Fl 4, 4-7, pide San Pablo aún estando en prisión. “Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense … El Señor está cerca. No se angustien por nada y en cualquier circunstancia, recurran a la oración y a la súplica, acompañadas de acción de gracias… Entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús” (cf Flp 4, 4-7).
La presencia del Señor y su mirada es la que saca lo mejor de nosotros mismos. Es la paz de Dios la que nos viene cuando el Señor deposita su mirada en el corazón. El Señor mira más allá de las apariencias. Que esa sea tu certeza: que el Señor te conoce y libera con su presencia de amor que nos transforma. Su mirada nos pone de cara a lo mejor que hay en nosotros que puede pasar que mucho todavía no lo hayamos descubierto.
Padre Javier Soteras
Material elaborado en base a una Catequesis del Papa Juan Pablo II el 20 de diciembre 1978
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