19/01/2017 – ¿Y cuál es la cruz más pesada para el hombre que aspira hacia lo alto? Es el peso de su propia naturaleza, la fragilidad humana. Frente a ello tenemos que hacer una sola cosa: decir que sí a nuestra pequeñez de todo corazón, aceptar nuestra debilidad con gran humildad. Este sí es el presupuesto más esencial para ser apto, para ser aceptado como instrumento. Nuestras debilidades son “como un trampolín para lanzarnos a los brazos de Dios” asegura el Padre Kentenich.
Es algo grande poder decir que Dios quiere emplearme como instrumento a pesar de que soy débil. ¡Y cuántas debilidades llevamos todos con nosotros! Debilidades corporales, espirituales, morales… Pero mayor aún es decir: Dios me quiere precisamente porque soy débil.
¿Por qué permite Dios nuestras debilidades, nuestras faltas? La verdadera piedad no consiste, de ninguna manera, en que no caigamos, en que no tengamos pecados. La verdadera piedad consiste en la dependencia de Dios, en la adhesión a Dios. Y la persona noble se siente tanto más dependiente cuanto más conoce su propia debilidad. Por eso, Dios permite la debilidad. Porque quiere que nos vinculemos a Él. Mi debilidad debe ser como una fuerza que me empuja hacia los brazos de Dios.
El título más valioso para tener derecho a recibir la misericordia de Dios, es el de mi miseria personal. Por eso el Padre Kentenich puede decir: “La pequeñez conocida y reconocida por el hombre, por el hijo, significa ‘impotencia’ del Padre y ‘omnipotencia’ del hombre”. Es lo que expresa San Pablo con las palabras: “Cuando soy débil, soy fuerte”. (2 Cor 12,10).
Padre Nicolas Schwizer