30/01/2017 – En la Catequesis repasamos lo que celebramos en la eucaristía, el valor y significado de cada una de sus partes.
El primer movimiento dentro de la celebración eucarística es la liturgia de la palabra. Comprende los escritos de los profetas, es decir, el Antiguo Testamento, la memoria de los apóstoles (sus cartas) y los evangelios. Después llega la homilía donde quien preside la celebración exhorta a acoger esta Palabra como lo que es, Palabra de Dios y a ponerla en práctica.
Luego viene el momento de intercesión donde nosotros oramos al Padre Dios en Cristo por todos, particularmente por la Iglesia. “Ante todo, recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres; por los reyes y por todos los constituidos en autoridad” (1 Tm 2,1-2).
Después de la liturgia de la Palabra, llega la presentación de las ofrendas (el ofertorio): entonces se lleva al altar, a veces en procesión, el pan y el vino que serán ofrecidos por el sacerdote en nombre de Cristo en el sacrificio eucarístico en el que se convertirán en su Cuerpo y en su Sangre. Es la acción misma de Cristo en la última Cena, “tomando pan y una copa” se ofreció Él mismo en este signo al Padre. “Sólo la Iglesia presenta esta oblación, pura, al Creador, ofreciéndole con acción de gracias lo que proviene de su creación” (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses 4, 18, 4; cf. Ml 1,11). Así como el pan y el vino se van a tranformar en el la creación toda en la expectación a la manifestación gloriosa de los hijos de Dios, también ella está esperando ser transformada. Está el universo todo puesto en la mesa del altar, en esta ofrenda sencilla del pan y el vino que se transformarán en cuerpo y sangre de Jesús.
La presentación de las ofrendas en el altar hace suyo el gesto de Melquisedec y pone los dones del Creador en las manos de Cristo. Él es quien, en su sacrificio, lleva a la perfección todos los intentos humanos de ofrecer sacrificios.
Desde el principio, junto con el pan y el vino para la Eucaristía, los cristianos presentan también sus dones para compartirlos con los que tienen necesidad. Esta costumbre de la colecta (cf 1 Co 16,1), siempre actual, se inspira en el ejemplo de Cristo que se hizo pobre para enriquecernos (cf 2 Co 8,9). Esta consciencia de ser un cuerpo donde todos poseemos un bien para ser compartido, lo expresamos en un bien material, pero también nuestros dones y servicios van allí en las ofrendas. Es simbólico el tomar monedas o algún billete en la colecta es un decir “estoy dispuesto a poner esto mío a disposición de la comunidad” porque es dando como se recibe. Esto es lo que expresamos en las ofrendas.
Luego de las ofrendas llega la plegaria eucarística, oración de acción de gracias y de consagración llegamos al corazón y a la cumbre de la celebración: En el prefacio, la Iglesia da gracias al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, por todas sus obras , por la creación, la redención y la santificación. Toda la asamblea se une entonces a la alabanza incesante que la Iglesia celestial, los ángeles y todos los santos, cantan al Dios tres veces santo.
En la epíclesis, la Iglesia pide al Padre que envíe su Espíritu Santo (o el poder de su bendición) sobre el pan y el vino, para que se conviertan por su poder, en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, y que quienes toman parte en la Eucaristía sean un solo cuerpo y un solo espíritu. En el relato de la institución, la fuerza de las palabras y de la acción de Cristo y el poder del Espíritu Santo hacen sacramentalmente presentes bajo las especies de pan y de vino su Cuerpo y su Sangre, su sacrificio ofrecido en la cruz de una vez para siempre.
Luego de la consagración, viene la anámnesis que sigue, la Iglesia hace memoria de la pasión, de la resurrección y del retorno glorioso de Cristo Jesús; presenta al Padre la ofrenda de su Hijo que nos reconcilia con Él.
Por último, en la plegaria eucarística oramos por las intercesiones, la Iglesia expresa que la Eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia del cielo y de la tierra, de los vivos y de los difuntos, y en comunión con los pastores de la Iglesia, el Papa, el obispo de la diócesis, su presbiterio y sus diáconos y todos los obispos del mundo entero con sus Iglesias. Esta consciencia de ser iglesia peregrina e iglesia celestial se ven fundidas en esta oración de plegaria eucarística donde el cielo y la tierra encuentran su punto de comunión en torno a la celebración eucarística.
En la comunión, precedida por la oración del Señor y de la fracción del pan, los fieles reciben “el pan del cielo” y “el cáliz de la salvación”, el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó “para la vida del mundo” (Jn 6,51):
Porque este pan y este vino han sido, según la expresión antigua “eucaristizados” /cf. San Justino, Apologia, 1, 65), “llamamos a este alimento Eucaristía y nadie puede tomar parte en él si no cree en la verdad de lo que se enseña entre nosotros, si no ha recibido el baño para el perdón de los pecados y el nuevo nacimiento, y si no vive según los preceptos de Cristo” (San Justino, Apologia, 1, 66: CA 1, 180 [PG 6, 428]).
Si los cristianos celebramos la Eucaristía desde los orígenes, y con una forma tal que, en su substancia, no ha cambiado a través de la gran diversidad de épocas y de liturgias, es porque nos sabemos sujetos al mandato del Señor, dado la víspera de su pasión: “Hagan esto en memoria mía” (1 Co 11,24-25).
Cumplimos este mandato del Señor celebrando el memorial de su sacrificio. Al hacerlo, ofrecemos al Padre lo que Él mismo nos ha dado: los dones de su Creación, el pan y el vino, convertidos por el poder del Espíritu Santo y las palabras de Cristo, en el Cuerpo y la Sangre del mismo Cristo: así Cristo se hace real y misteriosamente presente.
Por tanto, debemos considerar la Eucaristía:
— como acción de gracias y alabanza al Padre, — como memorial del sacrificio de Cristo y de su Cuerpo, — como presencia de Cristo por el poder de su Palabra y de su Espíritu.
Padre Javier Soteras
Material elaborado en base al Catecismo de la Iglesia Católica
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