02/02/2017 – Seguimos profundizando en torno a la oración como necesidad del hombre y lugar de encuentro cara a cara con Dios por iniciativa de su amor por nosotros. El material que tomamos está basado en una catequesis del Papa Benedicto XVI del 11 de mayo del 2011 sobre la oración.
Oh Dios, tú eres mi Dios, yo te busco ardientemente; mi alma tiene sed de ti, por ti suspira mi carne como tierra sedienta, reseca y sin agua.
Salmo 63,2
La oración y el sentido religioso forman parte del hombre a lo largo de toda su historia. Vivimos en una época en la que son evidentes los signos del laicismo. Parece que Dios ha desaparecido del horizonte de muchas personas o se ha convertido en una realidad ante la cual se permanece indiferente. Sin embargo, al mismo tiempo vemos muchos signos que nos indican un despertar del sentido religioso, un redescubrimiento de la importancia de Dios para la vida del hombre, una exigencia de espiritualidad, de superar una visión puramente horizontal, material, de la vida humana.
Por eso en esta Catequesis queremos preguntarnos en qué lugares de la vida todavía no hemos dado lugar a Dios: puede ser en la planificación familiar, en la búsqueda de cómo educar a los hijos, en lo que hace a la construcción de la sociedad y la vida política, en el mundo del trabajo o en la administración de los bienes, por ejemplo.
Dios busca transformar la historia desde la propia existencia de cada uno. Dice el Papa Benedicto XVI que analizando la historia reciente, se constata que ha fracasado la previsión de quienes, desde la época de la Ilustración, anunciaban la desaparición de las religiones y exaltaban una razón absoluta, separada de la fe, una razón que disiparía las tinieblas de los dogmas religiosos y disolvería el «mundo de lo sagrado», devolviendo al hombre su libertad, su dignidad y su autonomía frente a Dios. La experiencia del siglo pasado, con las dos trágicas guerras mundiales, puso en crisis aquel progreso que la razón autónoma, el hombre sin Dios, parecía poder garantizar. Todo evidencia que el hombre tiene límites cuando se pone a él mismo en el centro. Pero cuando se vincula al Dios creador de todos, descubre que en Dios sus límites toman otra dimensión desconocida.
El Catecismo de la Iglesia católica afirma: «Por la creación Dios llama a todo ser desde la nada a la existencia… Incluso después de haber perdido, por su pecado, su semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Necesitamos recuperar esa condición desde cualquier lugar de la existencia donde todavía esa imagen del creador no haya mostrado su mejor costado. Cuando Dios no atraviesa nuestra vida toda, su imagen se opaca y no muestra todo su brillo en nosotros.
El camino de la oración nos vuelve a ese lugar central de Dios. En el centro de la convivencia hasta que Dios no ocupe el lugar que le corresponde no habrá esfuerzo humano ni manera que encuentre su forma de mejor llevarse adelante. ¿Cómo acontece aquel hecho de que Dios es Señor de la historia y ocupa el centro en nuestra mesa cotidiana? Cuando le abrimos la puerta del corazón. Esa mesa representa todo lo que humanamente está llamado. “Estoy a la puerta y llamo, si alguien me abre la puerta, entraré y cenaremos juntos”.
Conserva el deseo de Aquel que lo llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres» (n. 2566). Podríamos decir que, desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, no ha habido ninguna gran civilización que no haya sido religiosa.
El hombre es religioso por naturaleza, es homo religiosus como es homo sapiens y homo faber: «El deseo de Dios —afirma también el Catecismo— está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios» (n. 27). La imagen del Creador está impresa en nuestro ser y sentimos la necesidad de encontrar una luz para dar respuesta a las preguntas que atañen al sentido profundo de la realidad (en el progreso, en la ciencia, en la realidad cultural, en la formación, en la economía).
El homo religiosus no emerge sólo del mundo antiguo, sino que atraviesa toda la historia de la humanidad.
Al respecto, el rico terreno de la experiencia humana ha visto surgir diversas formas de religiosidad, con el intento de responder al deseo de plenitud y de felicidad, a la necesidad de salvación, a la búsqueda de sentido. Dios está dispuesto a comprometerse no solo a la dimensión trascendente del hombre, sino que lo quiere hacer con todo en nuestra vida. Abramos el corazón en todas las dimensiones y desde la oración vivir la vida con toda su complejidad.
El hombre «digital», al igual que el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa los caminos para superar su finitud y para asegurar su precaria aventura terrena. Por lo demás, la vida sin un horizonte trascendente no tendría un sentido pleno, y la felicidad, a la que tendemos todos, se proyecta espontáneamente hacia el futuro, hacia un mañana que está todavía por realizarse.
Parece que la competencia estuviera inscrita en el corazón del hombre. Acá no hay una competencia entre Dios y el hombre. De hecho, no hay igualdad de condiciones. Nosotros también sufrimos las consecuencias del pecado, y al romper el trato con Dios evidenciamos cómo todo se nos desmorona. Abramos la puerta al corazón de Dios y descubramos el sentido de mañana que tiene nuestro hoy cuando a pesar de la crisis por la que atravesamos, descubrimos que en medio de todas las tormentas cuando el corazón en oración está atravesado por Dios descubrimos que hay mañana y que Dios es más poderoso que todo poder humano, y que incluso puede conmigo.
«Los hombres esperan de las diferentes religiones una respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que, hoy como ayer, conmueven íntimamente sus corazones. ¿Qué es el hombre? [—¿Quién soy yo?—] ¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos?» (n. 1). El hombre sabe que no puede responder por sí mismo a su propia necesidad fundamental de entender. Aunque se haya creído y todavía se crea autosuficiente, sabe por experiencia que no se basta a sí mismo. Necesita abrirse a otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta; debe salir de sí mismo hacia Aquel que pueda colmar la amplitud y la profundidad de su deseo. Cuando nos abrimos a Dios las respuestas comienzan a aparecer y el drama humano halla también su respuesta. El sentido de vida se encuentra de cara a algo que nos trasciende. Nosotros creemos que Dios en Cristo nos regala la posibilidad de su proximidad, y en la oración podemos encontrarlo a cada paso.
El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto; el hombre lleva en sí mismo el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Aún cuando muramos el deseo de Dios seguirá vigente y allí seremos colmados y el deseo irá aumentando de cara a Él. Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración como «expresión del deseo que el hombre tiene de Dios». Es poder decirle el hambre que hay en el corazón. Y allí nos encontramos con Dios que nos dice “y no sabes cuánto más yo te deseo a vos”. Y ahí, en un vínculo de amantes, entramos en diálogo y puede ir tocando cada una de las realidades de nuestras vidas.
Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que se reviste de muchas formas y modalidades según la historia, el tiempo, el momento, la gracia e incluso el pecado de cada orante. De hecho, la historia del hombre ha conocido diversas formas de oración, porque él ha desarrollado diversas modalidades de apertura hacia el Otro y hacia el más allá, tanto que podemos reconocer la oración como una experiencia presente en toda religión y cultura.
La oración no está vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el corazón de toda persona y de toda civilización. Naturalmente, cuando hablamos de la oración como experiencia del hombre en cuanto tal, del homo orans, es necesario tener presente que es una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios, antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras. La oración tiene su centro y hunde sus raíces en lo más profundo de la persona; por eso no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, se puede prestar a malentendidos y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: rezar es difícil. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, del tender hacia el Invisible, el Inesperado y el Inefable. Por eso, para todos la experiencia de la oración es un desafío, una «gracia» que invocar, un don de Aquel al que nos dirigimos.
En la oración, en todas las épocas de la historia, el hombre se considera a sí mismo y su situación frente a Dios, a partir de Dios y en orden a Dios, y experimenta que es criatura necesitada de ayuda, incapaz de conseguir por sí misma la realización plena de su propia existencia y de su propia esperanza. El filósofo Ludwig Wittgenstein recordaba que «orar significa sentir que el sentido del mundo está fuera del mundo». En la dinámica de esta relación con quien da sentido a la existencia, con Dios, la oración tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de ponerse de rodillas. Es un gesto que entraña una radical ambivalencia: de hecho, puedo ser obligado a ponerme de rodillas —condición de indigencia y de esclavitud—, pero también puedo arrodillarme espontáneamente, confesando mi límite y, por tanto, mi necesidad de Otro. A él le confieso que soy débil, necesitado, «pecador». En la experiencia de la oración la criatura humana expresa toda la conciencia de sí misma, todo lo que logra captar de su existencia y, a la vez, se dirige toda ella al Ser frente al cual está; orienta su alma a aquel Misterio del que espera la realización de sus deseos más profundos y la ayuda para superar la indigencia de su propia vida. En este mirar a Otro, en este dirigirse «más allá» está la esencia de la oración, como experiencia de una realidad que supera lo sensible y lo contingente.
Sin embargo, la búsqueda del hombre sólo encuentra su plena realización en el Dios que se revela. La oración, que es apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte así en una relación personal con él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de tomar la iniciativa llamando al hombre al misterioso encuentro de la oración. Como afirma el Catecismo: «Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración; la iniciativa del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de alianza. A través de palabras y de acciones, tiene lugar un trance que compromete el corazón humano. Este se revela a través de toda la historia de la salvación» (n. 2567).
Aprendamos a permanecer más tiempo delante de Dios, del Dios que se reveló en Jesucristo; aprendamos a reconocer en el silencio, en lo más íntimo de nosotros mismos, su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvación, para llevarnos más allá del límite de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relación con él, que es Amor Infinito.
Padre Javier Soteras
Material elaborado en base a la Catequesis del Papa Benedicto XVI en la Audiencia General del 11 de mayo del 2011
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