12/04/2017 – En la catequesis nos introducimos al cenáculo donde transcurre la última cena. Allí Jesús, mientras los discípulos discuten sobre quién es el más importante, se quita el manto y se agacha para lavarlos los pies a cada uno.
“Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: «¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?». Jesús le respondió: «No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás». «No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!». Jesús le respondió: «Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte». «Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!». Jesús le dijo: «El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos». El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: «No todos ustedes están limpios». Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: «¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes”. Juan 13,1-15
“Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura.
Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: «¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?». Jesús le respondió: «No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás». «No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!». Jesús le respondió: «Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte». «Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!». Jesús le dijo: «El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos». El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: «No todos ustedes están limpios».
Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: «¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes”.
Juan 13,1-15
Poco a poco los discípulos se fueron animando y, como gente ruda que eran, pronto la charla se convirtió en discusión. Comenzaron a recordar cosas que les habían ocurrido con Jesús y todos empezaron a presumir de sus méritos y devoción al Maestro. Sus nervios se desahogaban en un orgullo infantil. Alguien debió de criticar que Juan, siendo el más joven, se hubiera sentado en el puesto de honor, junto al Maestro. Todos estaban seguros de que aquel lugar les correspondía a ellos. Jesús estaba como absorbido en sus pensamientos, pero no pudo pasarle inadvertido aquel irrisorio debate. Levanto la cabeza y al sonar su voz callaron todas las otras conversaciones.
Habéis visto como los reyes de los gentiles dominan a sus súbditos. Que no sea asi entre vosotros, sino que el mayor sea como el menor y el que manda como el que sirve’ Porque ¿quien es mayor, el que esta a la mesa o el que sirve? ¿No es acaso mayor el que está sentado a la mesa? Pues bien, yo estoy entre vosotros como el que sirve (Lc 22, 25-28).
Ahora aun entendían menos ¿Qué quería decir con estas palabras? Fue en este momento cuando podemos imaginar que dos criados entraron en la sala, para que, terminado el primer plato, los comensales, según era costumbre, se lavasen las manos. Cada comensal, según marcaba el rito, debía poner las manos sobre la jofaina que el criado le tendía, para que el sirviente derramara sobre ellas un chorro de agua templada. Uno de los criados se acercó a Jesús, pero éste, en lugar de poner sus manos para lavarlas, tomó la jofaina y se puso en pie. El criado y los apóstoles le miraron asombrados. Vieron cómo tomaba también la toalla que el criado llevaba; cómo se la ceñía a la cintura, atándola a la espalda; cómo cogía también el jarro del agua. El silencio podía cortarse. ¿Qué iba a hacer el Maestro?. Estaban desconcertados.
Le vieron acercarse al apóstol colocado en el extremo derecho de la mesa, arrodillarse ante él, desatarle las sandalias y comenzar a lavarle los pies. ¿Qué significaba esto? ¿Qué sentido tenía? Por un momento los apóstoles no pudieron evitar el pensamiento de que Jesús desvariaba. Aquello era un gesto de esclavo que se salía de toda lógica.
Únicamente una madre o un esclavo hubiera podido hacer lo que Jesús hizo aquella noche. La madre a sus hijos pequeños y a nadie más. El esclavo a sus dueños y a nadie más. La madre, contenta, por amor. El esclavo, resignado, por obediencia. Pero los doce no son ni hijos ni amos de Jesús.
Imaginemos lo que significa para Jesús decirles que están limpios cuando ronda la traición, el abandono y la cobardía. Jesús ve lo que nadie ve, el secreto escondido en el fondo del corazón más allá de las corazas que genera el miedo. Jesús en tanta fragilidad y discusión estéril sabe que hay más que eso en lo profundo.
Hasta llegar a Pedro ninguno se había atrevido a hablar ni a oponerse a lo que Jesús hacía. Pero Simón no era de los que se callan. Retiró sus pies con gesto escandalizado. ¿Tú me lavas a mí los pies? dijo, acentuando mucho el «tú» y el «mí». La mano de Jesús tocaba ya sus sandalias. Lo que yo hago —dijo— no lo entiendes ahora. Más adelante lo entenderás. Pedro retiró ahora sus pies casi con cólera. Y más envalentonado insistió: Jamás me lavarás los pies. Era el Pedro de siempre, fogoso, testarudo, apasionado. ¿Cómo podía tolerar que Jesús hiciera con él oficio de esclavo? Ahora es Jesús quien endurece su tono: Si no te lavo no tendrás parte conmigo. La frase es como un ultimátum en el que Pedro se juega su amistad con Jesús. Y ahora el castillo interior del discípulo se derrumba y su fuego le lleva al otro extremo: Entonces no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. La salida hace sonreír a Jesús, pero su sonrisa se apaga con la rapidez del relámpago: El que se ha bañado —dice— no necesita lavarse sino los pies que ha manchado el polvo del camino. Y vosotros estáis limpios.
A veces podemos darnos cuenta en nuestras vidas la presencia del Señor bien palpable, casi a flor de piel. ¿De qué manera Él me hizo saber que se agachaba a nuestra existencia para brindarnos lo mejor de sí mismo? ¿Cómo se manifestó?
¿Entendieron los apóstoles lo que acababa de ocurrir? ¿Entendemos nosotros todo lo que tiene de vertiginoso? ¿No será mucho más hondo de lo que sospechamos? Empecemos por destacar un hecho: los tres sinópticos ignoran esta escena que, sin duda, no formó parte de la catequesis primitiva, seguramente porque los primeros evangelistas temían escandalizar con ella a los neófitos.
Difícilmente entendemos lo que de humillación significaba ese gesto para los contemporáneos de Jesús. Recordemos que, en aquella época, ocupó el trono imperial un monstruo, el emperador Calígula, que como máxima humillación para los senadores caídos en desgracia, les obligaba a que estuvieran durante la comida ceñidos con un lienzo para demostrarles hasta qué punto eran esclavos. Recordemos también que ningún judío estaba obligado a lavar los pies a sus propios amos, para mostrar que un judío no era esclavo.
Justamente lo subraya Papini: Únicamente una madre o un esclavo hubiera podido hacer lo que Jesús hizo aquella noche. Tal vez Jesús ocupó ese doble lugar: servidor hasta hacerse esclavo y amor maternal de Dios.
¿Qué significa, pues, esta escena? Los versículos 6-10 indican que lo hecho por Jesús en el lavatorio de los pies es algo esencial si se quiere compartir con el su herencia (v 8), que esa acción limpia de pecado (v 10), que solo más tarde —tal vez tras la resurrección— entenderán los apóstoles lo allí realizado (v 7) ¿Si fuera solo un gesto de humildad no hubieran podido entenderlo en aquel momento? Guardini ha insistido en que aquí tiene que haber algo más que un simple ejemplo de humildad.
Y no exagera W. Froester al comentar: Si hubo en el mundo una revolución, fue en este momento. Aquí fue donde el César pagano quedó destronado, el orgullo abatido, proscrita la explotación y condenado todo servicio que no sea recíproco. Aquí fue estigmatizado como el peor desorden todo orden que sostiene y santifica un estado de cosas en que falte esa reciprocidad de los servicios y el respeto a los demás. Únicamente esta mutua entrega y esta clara conciencia de nuestra igualdad ante Dios pueden santificar las relaciones entre los que sirven y los que se hacen servir. Esta revolución no atenta contra ninguna autoridad, no entorpece ninguna obediencia, no siembra ningún odio. Lo divino desciende a nosotros bajo la forma del servicio más humilde para mostrarnos que solamente sirviendo con toda humildad podemos alcanzar lo divino.
Algo gira en el mundo, efectivamente, en este lavatorio. Este Dios arrojado a los pies de los hombres es un Dios que no conocíamos. Este Dios que lo que lava —como escribe Ibáñez Langlois— no son los pies hermosos de Adán y Eva por el paraíso, sino los pies de la historia, las extremidades del animal caído que camina pecando por el polvo, que peca de los pies a la cabeza. Este Eterno que se ha puesto de rodillas y tiene manos de madre para los pies de Judas, es realmente mucho más de lo que nunca pudimos imaginarnos. Es Jesús revolucionando la historia.
Padre Javier Soteras
Material elaborado en base al libro Vida y Misterio de Jesús de Nazareth de José Luis Martín Descalzo
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