03/04/2018 Khalil Gibrán dijo una vez: “Las tortugas pueden decirnos más acerca de los caminos que las liebres” y esto es porque van más despacio, porque caminan cercanas al suelo. Porque sus ojitos curiosos oscilan al avanzar escudriñando el paisaje en detalle a ambos lados, y su memoria proverbial archiva bajo el caparazón fiel en cámara de seguridad los recuerdos ordenados de todo lo que vio.
En cambio, la liebre ni se enteró del camino. Aún está jadeando del esfuerzo. Solo sabe que llegó. Quizá ni siquiera sabe a dónde llegó. De poco nos va a servir preguntarle sobre los caminos de la vida porque no los ha visto.
Lo importante no es llegar, es caminar. Disfrutar del camino. Saber en cada momento dónde estoy y estar allí en plenitud. En eso está el gozo, la espontaneidad, la vida.
Llegar a una meta sólo sirve para tener que volver a ocuparse en decidir cuál va a ser la próxima meta. Preocupación entre dos esfuerzos. Y esfuerzo entre dos preocupaciones. Eso no es vivir.
La alegría está en el caminar diario, paso a paso, paisaje a paisaje, sendero a sendero. Cada árbol es un encuentro y cada recodo una sorpresa. Cada paso es una experiencia irrepetible en su huella única, su avance firme, su contacto de un instante con el polvo de la tierra. Es el caminar lo que cuenta. Llegar es sólo el resultado del caminar.
Y queda la lección final. En la fábula antigua, la tortuga le gana la carrera a la liebre. Ya es el colmo. Disfruta más el camino y llega antes. Por eso será que las tortugas tienen larga vida.
Extraído de “El viaje a Entepfuhl” p. Carlos Vallés SJ