18/04/2019 El padre Carlos Vallés, sacerdote jesuita español nos brinda esta profunda reflexión a partir del Salmo 114, en torno a la Pasión, muerte y Resurrección del Señor:
“Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en tristeza y angustia. Invoqué el nombre el Señor, «Señor, salva mi vida».
El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo; el Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas, me salvó
Arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.”
Este salmo se rezó un Jueves Santo de camino hacia Getsemaní. Había acabado la cena; el grupo era pequeño, y el último himno de acción de gracias quedaba por recitar; y lo hicieron al cruzar el valle hacia un huerto de antiguos olivos, donde unos descansaron, otros durmieron, y una frágil figura de bruces bajo la luz de la luna rezaba a su Padre para librarse de la muerte.
Sus palabras eran eco de uno de los salmos que acababa de recitar por el camino. Salmo que, en su recitación anual tras la cena de Pascua, y especialmente en este último rito frente a la muerte, quedó como expresión final del acatamiento de la voluntad del Padre por parte de Aquel cuyo único propósito al venir a la tierra era cumplir esa divina voluntad.
“Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del Abismo, caí en tristeza y angustia. Invoqué el nombre del Señor: ‘¡Señor, salva mi vida!’.”
Me acerco a este salmo con profunda reverencia, sabiendo como sé que labios más puros que los míos lo rezaron en presencia de la muerte. Pero, respetando la infinita distancia, yo también tengo derecho a rezar este salmo, porque también yo, en la miseria de mi existencia terrena, conozco la amargura de la vida y el terror de la muerte. El sello de la muerte me marca desde el instante en que nazco, no solo en la condición mortal de mi cuerpo, sino en la angustia existencial de mi alma. Sé que camino hacia la tumba, y la sombra de ese último día se cierne sobre todos los demás días de mi vida. Y cuando ese último día se acerca, todo mi ser se revela y protesta y clama para que se retrase la hora inevitable. Soy mortal, y llevo la impronta de mi transitoriedad en la misma esencia de mi ser.
Pero también sé que el Padre amante que me hizo nacer me aguarda con el mismo cariño al otro lado de la muerte. Sé que la vida continúa, que mi verdadera existencia comienza solo cuando se declara la eternidad; acepto el hecho de que, si soy mortal, también soy eterno y he de tener vida por siempre en la gloria final de la casa de mi Padre.
Creo en la vida después de la muerte, y me alienta el pensar que las palabras del salmo que hoy me consuelan consolaron antes a otra alma en sufrimiento que, en la noche desolada de un jueves, las dijo también antes de que amaneciera su último día sobre la tierra:
“Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.”
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