El encuentro con Cristo, un deseo que nos hace estar siempre preparados

martes, 22 de octubre de 2019
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22/10/2019 – Martes de la vigésima novena semana del tiempo ordinario

“Jesús dijo a sus discípulos: Estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas. Sean como los hombres que esperan el regreso de su señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta.

¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlo. ¡Felices ellos, si el señor llega a medianoche o antes del alba y los encuentra así!”

Estar ceñido significaba estar preparado, pronto para la acción inmediata. La víspera de la huida hacia Egipto, en la hora de celebrar la pascua, los israelitas debían ceñirse, esto es, estar preparados para poder partir inmediatamente (Ex 12,11). Cuando alguien iba a trabajar, a luchar o a ejecutar una tarea se ceñía (Ct 3,8). En la carta a los Efesios, Pablo describe la armadura de Dios y dice que los riñones deben estar ceñidos con el cíngulo de la verdad (Ef 6,14). Las lámparas debían de estar encendidas, pues la vigilancia es tarea tanto para el día como para la noche. Sin luz no se anda en la oscuridad de la noche.

Jesús quiere que estemos alertas y preparados en todo momento. No solamente debemos estar preparados ante la muerte, sino ante todas las circunstancias de la vida.

Lo que se nos pide es estar preparados para el encuentro: preparados a un encuentro, a un hermoso encuentro, el encuentro con Jesús, que significa ser capaz de ver los signos de su presencia, mantener viva nuestra fe, con la oración, con los Sacramentos, estar atentos para no caer dormidos, para no olvidarnos de Dios.

Debemos estar preparados también ante todas las situaciones de la vida: una guerra, la muerte de un familiar, la pérdida de nuestro trabajo, un momento de crisis. En toda situación que experimentamos está Dios, en toda dificultad que enfrentemos se hace presente un Dios que nos ama y no nos deja desamparados.

Asimismo habría que estar preparados ante el llamado del Señor, ante las nuevas direcciones que Dios le pueda dar a nuestras vidas. En el silencio de la oración descubrimos la voz de Dios que nos envía, que nos comunica su voluntad, que nos pide que no dejemos de servir a los demás.

El Señor llega de improviso, como un ladrón, para ver si ya hemos construido el Reino que se nos ha revelado. Hablar de reino quiere decir hablar de las riquezas que Dios nos ha dado es decir, de la vida, del bautismo, de la participación de la vida divina a través de la gracia. Nosotros no somos dueños de estas riquezas, pero si administradores que las deben hacer fructificar y ampliar.

Los planes de Dios para cada uno de nosotros son inmensos, infinitos y a veces nos parecen incomprensibles. Él nos envía y nos equipa con todo lo que necesitamos, nos da las capacidades que habremos de usar en nuestra jornada y nos motiva día tras día con el soplo de su amor.

La espera del retorno del Señor es el tiempo de la acción, el tiempo de hacer rendir dones de Dios no para nosotros mismos, sino para él para la Iglesia, para los demás; el tiempo en el cual buscar que crezca el bien en el mundo. Y en particular hoy, en este período de crisis, es importante no cerrarse en uno mismo, enterrando nuestras riquezas espirituales, intelectuales, materiales, todo lo que el Señor nos ha dado, sino abrirse, ser solidarios, estar atento al otro.

El Evangelio nos habla del deseo del encuentro definitivo con Cristo, un deseo que nos hace estar siempre preparados, con el espíritu despierto, porque esperamos este encuentro con todo el corazón, con todo nuestro ser. Esto es un aspecto fundamental de la vida. Hay un deseo que todos nosotros, sea explícito sea escondido, tenemos en el corazón. Todos nosotros tenemos este deseo en el corazón.

 

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