06/11/2019 – Miércoles de la trigésima primera semana del tiempo ordinario
“Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo: “Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. ¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: ‘Este comenzó a edificar y no pudo terminar’. ¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.”
San Lucas 14,25-33.
El texto de Lucas pone un marco a las palabras de Jesús: una cosa es cuando un gran gentío caminaba junto a Jesús, caminar con Él, otra cosa es seguirlo. Seguirlo es tomarlo como modelo, como Maestro.
La exigencia en el seguimiento se entiende desde el amor que pide lo más amado: padre, madre, hijos, la propia vida. Porque hay un amor que es más grande y está primero que todo el amor de Dios que nos invita a soltarlo todo, sabiendo que nada de lo que entregamos se pierde. Es un amor recapitulador, transformante, que no cercena sino que multiplica. Estas exigencias son las que distinguen al que camina al lado de Jesús, como el gentío, de los que son discípulos de Jesús.
En el andar se nota cuando la motivación es la obligación, la palabra dada, o el amor. Una cosa es estar movido por un gran amor, y otra cosa es vivir lo diario motivado por razones que, si bien son buenas, no alcanzan para llenar la vida de sentido. Lo que Dios nos propone al llamarnos al camino discipular y cargar el peso de las cosas diarias con su presencia, que hace el yugo suave y liviano, es ponerlo a Él en el centro de nuestro historia. Para que a partir de Él encontremos los grandes motivos amorosos que le dan sentido y orientación a nuestro andar.
Cuando Jesús invita diciéndonos: “Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo”, lo que está diciendo es justamente que el amor de Él hacia nosotros es el que nos vincula discipularmente y el que hace que todo encuentre sentido. Está invitando a cimentar la vida en un gran amor, capaz de entregarlo todo, incluso lo más amado, lo mejor de sí mismo.
El amor de Dios se expresa en el amor matrimonial, hacia los hijos, en la vida comunitaria, fraterna, el amor a la tarea de evangelización pero ninguno de todos estos amores termina siendo Dios. El gran amor es Dios.
Cuando Jesús invita al seguimiento cargando con la propia cruz, invita a seguirlo aunque esto suponga desprecio.
El discípulo no solo cambia su vida, sino que es un factor de transformación en la vida de los demás. Las comunidades cristianas son factores de nueva humanidad, signo de la nueva creación.
Por eso el que construye sobre el amor, lo hace en el compromiso de amor en lo sencillo y siempre después de pelearla hasta encontrar lo buscado. Lo buscado es la armonía familiar, la casa propia, el trabajo que nos gusta, la oración constante, el equilibrio de la salud, la profesión, la madurez de la fe.
Lo que cuesta vale. La cruz nuestra de cada día tiene el sabor de la lucha diaria, pero gozando de lo de todos los días. Jesús nos invita a construir desde la cruz con base sólida.
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