Dios y Su Palabra

martes, 22 de septiembre de 2020

22/09/2020 – En el Evangelio del día, San Lucas 8,19-21, a Jesús le dicen: “Tu madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren verte” y el Señor les responde: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”  Nadie como María recibió la Palabra de Dios, a tal punto que la misma se hizo cane en ella regalándonos al Salvador.

El término hebraico dabar, traducido habitualmente como “palabra”, significa tanto palabra como acción. En estos tiempos hay que darle más lugar a escuchar la palabra que nos pone en marcha, la palabra como acción donde Dios dice, hace y  proclama.

Dejemos que mientras Su palabra va llegando a nuestro corazón, actue aquello que va diciendo. ¿De qué depende? De que vos digas como lo hizo María “Hágase en mí según Tu Palabra”.

 

 

 

 

Su madre y sus hermanos fueron a verlo, pero no pudieron acercarse a causa de la multitud. Entonces le anunciaron a Jesús: “Tu madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren verte”. Pero él les respondió: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la practican”.

San Lucas 8,19-21.

¡Dios habla!

Sólo Dios podía romper el silencio de los cielos e irrumpir en el silencio del corazón; sólo Él podía decirnos –como ningún otro- palabras de amor. Es cuanto ha sucedido en su revelación, primero al pueblo elegido, Israel, y luego en Jesucristo, la palabra hecha carne.

Dios habla a través de acontecimientos y palabras íntimamente conectados, Él se comunica a sí mismo a los hombres. Puestos por escrito bajo la inspiración de su Espíritu, estos textos constituyen la Sagrada Escritura, el morar de la Palabra de Dios en las palabras de los hombres. ¡La Palabra de Dios es Dios mismo en el signo de su palabra! Ella participa de su poder: “Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé semilla al sembrador y pan para comer, así será mi Palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo.” (Isaías 55, 10-11).

El término hebraico dabar, traducido habitualmente como “palabra”, significa tanto palabra como acción; por eso los diez mandamientos son nombrados en hebraico como “las diez palabras” para indicar que ellos expresan al mismo tiempo las exigencias del amor de Dios y la ayuda que Él da para corresponderle. El Señor dice lo que hace y hace lo que dice. En el Antiguo Testamento anuncia a los hijos de Israel la venida del Mesías y la instauración de una nueva alianza; en el Verbo hecho carne cumple sus promesas más allá de toda expectativa. El Primero y el Nuevo Testamento nos narran la historia de su amor por nosotros, según un camino por el cual Dios educa a su pueblo para el don de la alianza cumplida: ¡el Antiguo Testamento se ilumina en el Nuevo y el Nuevo es preparado en el Antiguo! ¿Cómo podría el árbol del cumplimiento ser menos que la raíz de la cual viene? “Si es santa la raíz, lo serán las ramas…recuerda que no eres tú quien mantiene a la raíz, sino la raíz a ti” (Romanos 11, 16 y 18). ¡Por eso, los discípulos de Jesús, amamos las Escrituras que Él mismo ha amado!

La Palabra se hace carne

“Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1, 14). El cumplimiento de la revelación, don supremo del amor divino, es Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre por nosotros, la Palabra única, perfecta y definitiva del Padre, quien en Él nos dice todo y nos dona todo. “En el pasado muchas veces y de muchas formas habló Dios a nuestros padres por medio de los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien nombró heredero de todo, y por quien creó el universo” (Hebreos 1, 1-2). En Jesús los textos del Primer Testamento adquieren y manifiestan su pleno significado: “Toda la Escritura es un libro solo y este libro es Cristo” (Hugo de san Victor, El arca de Noé, II, 8] Nutrirse de la Escritura es nutrirse de Cristo: “La ignorancia de las Escrituras –afirma san Jerónimo- es ignorancia de Cristo” (Comentario al profeta Isaías, PL 24,17). Quien quiera vivir de Jesús debe escuchar incesantemente las divinas Escrituras, sin excluir ninguna. En ellas se revela el rostro del Amado, tanto en el hoy que pasa como en el día del amor sin fin.: “Busco tu rostro, Señor, buscar el rostro de Jesús debe ser el anhelo de todos nosotros los cristianos… Si perseveramos en el buscar el rostro del Señor, al término de nuestro peregrinar terrenal será Él, Jesús, nuestra eterna alegría, nuestra recompensa y gloria para siempre” (Benedicto XVI, Discurso del 1 de setiembre de 2006 en el Santuario del Volto Santo de Manoppello)

El Espíritu interprete de la Palabra

¿Cómo encontrar al Viviente en el jardín de la Escritura, como en el jardín del sepulcro? Para que nos suceda a nosotros lo que le sucedió a la mujer, cuyos ojos se abrieron para reconocer al Señor Resucitado en aquel, que primero había tomado como al cuidador del jardín (cf Juan 20, 15s), es necesario ser llamado por el Amado, tocado por el fuego de su Espíritu: “El Consolador, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, él les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Juan 14, 26). El Espíritu Santo, que ha guiado el pueblo elegido inspirando los autores de las Sagradas Escrituras, abre el corazón de los creyentes a la inteligencia de su contenido. Así la Escritura “crece con el que la lee” (san Gregorio Magno, Homilías sobre Ezequiel, I 7,8). Ningún encuentro con la Palabra de Dios habrá de ser vivido, entonces, sin haber primero invocado el Espíritu, que descierra el libro sellado, moviendo el corazón y dirigiéndolo a Dios, abriendo los ojos de la mente y dando dulzura al acto de consentir y creer en la verdad. (cf Concilio Vaticano II, Constitución sobre la divina revelación Dei Verbum 5). El Espíritu Santo nos hace entrar en toda la entera Verdad a través de la Palabra de Dios, haciéndonos operarios y testigos de la fuerza liberadora que ella posee y que es tan necesaria para el mundo en el que a menudo parece se ha perdido el gusto y la pasión por la Verdad. Antes de leer las Escrituras, invoca siempre al dador de dones, la luz de los corazones, el Espíritu Santo

La obediencia de la fe a la Palabra

A la Palabra del Señor corresponde verdaderamente que se acepte recibirla en una escucha acogedora, como es la obediencia de la fe, “con la cual el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el homenaje total de su entendimiento y voluntad, asintiendo libremente a lo que Él revela” (Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 5). Dios, que se comunica a tu corazón, te llama a ofrecerle no algo de tí, sino tú mismo. Esta escucha acogedora te hace libre: “Si se mantienen fieles a mi palabra, serán realmente discípulos míos, conocerán la verdad y la verdad los hará libres.” (Juan 8, 31s). En la Palabra es Dios mismo quien te alcanza y te transforma: “La Palabra de Dios es viva y eficaz y más cortante que espada de dos filos; penetra hasta la separación de alma y espíritu, articulaciones y médula, y discierne sentimientos y pensamientos del corazón.” (Hebreos 4,12). Abandónate a la Palabra. Confía en ella. Ella es eternamente fiel, como Dios que es quien la dice y la habita. Por eso, si acoges con fe la Palabra, no estarás nunca solo: en la vida, como en la muerte, entrarás a través de ella en el corazón de Dios: “Aprende a conocer el corazón de Dios en las palabras de Dios” (san Gregorio Magno, Registro de las cartas, 5,46). Escuchar, leer, meditar la Palabra, gustarla, amarla, celebrarla, vivirla y anunciarla en palabras y obras: es éste el itinerario que se te abre por delante, si comprendes que en la Palabra de Dios está la surgente de la vida. Dios en persona te visita en ella: porque la Palabra te toma, te arrebata el corazón y se ofrece a tu fe como ayuda y defensa en el crecimiento espiritual.