10/08/2021 – Para expresar todo el bien de Dios, suele utilizarse también la palabra “Santo”. Indica que Dios es sólo bien, sin manchas de mal alguno, sin las manchas de este mundo. Él es pleno sin mezcla alguna de imperfección. Ante su santidad todo parece impuro y tanta diferencia nos abruma: “¡Ay de mí, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros… Al rey Yahvé Sebaot han visto mis ojos!” (Is 6, 5). “No te acerques y descálzate, porque la tierra que pisas es santa” (Ex 3, 5): es un lugar donde sólo reina el bien de Dios.
Nosotros nunca podremos imitar tanta santidad, sólo podemos admirar “el esplendor, la gloria de tu majestad” (Sal 145, 5). Cuando decimos “¡gloria!” dejamos de pensar en nosotros mismos y sólo nos concentramos en la adoración de su santidad única. Esta es una palabra que usamos mucho para alabar a Dios, también en la Liturgia, cuando decimos a Dios ¡Gloria!: “¡Gloria a Dios en el cielo!” “Gloria al Padre” “Gloria a ti Señor”. Pero esta palabra “gloria” en la Biblia ¿qué significa? Es la palabra hebrea kabod y significa que todo lo bueno que podemos decir de Dios no es apariencia, o cáscara vacía, como sucede en este mundo, sino que él está lleno de todo lo bueno. Es una palabra que se usaba para distinguir un recipiente que está lleno, pesado, de otro que está vacío y por eso es liviano. Aparenta, pero no tiene nada. En Dios no hay nada aparente, todo es real. Nosotros glorificamos su santidad porque es real, lejos de la superficialidad de los humanos.
Sin embargo, aunque estemos tan lejos de esa santidad infinita, el Señor nos invita a desterrar lo que mancha nuestras vidas y a recibir algo de esa santidad gloriosa: “Sed santos porque yo soy Santo” (Lev 11, 44; 1 Pe 1, 15-16). Esa santidad que muchos buscaban en la pureza o en el cumplimiento de normas rituales, para Cristo se realiza sobre todo en el amor. Por eso cuando él invita a reflejar la perfección del Padre se refiere a realizar algo más que lo que hacen los paganos. Jesús nos pide dar el paso de amar también a los enemigos: “Amen a sus enemigos, así serán hijos del Padre… Sean perfectos como es perfecto el Padre” (Mt 5, 44-45.48).
Ya en el Antiguo Testamento se enseñaba que lo que distingue la perfección de la santidad divina a diferencia de la imperfección humana, es su amor misericordioso que no se deja vencer por el mal: “No cederé al ardor de mi cólera… porque yo soy Dios, no un hombre, y en medio de ti soy el Santo” (Os 11, 8-9). Por eso decía santa Teresita: “Todos nuestros méritos tienen manchas ante tus ojos”. Entonces ella prefería presentarse ante la santidad divina con las manos vacías. La reacción ante la santidad de Dios es vaciarse, en pura adoración llena de amor. María cantaba las alabanzas del Señor y decía con las palabras del salmo: “Su Nombre es Santo” (Lc 1, 49; Sal 111, 9). Y Jesús nos invitó a decir en el Padrenuestro: “¡Santificado sea tu Nombre!” (Mt 6, 9). Es importante advertir lo que Jesús nos enseñó a pedir: que el mismo Señor santifique su Nombre en este mundo porque nosotros no podemos hacerlo. Sólo si él derrama su gracia y su luz, su Nombre puede ser santificado en este mundo oscuro. Así lo dice el Señor en el libro de Ezequiel:
“Yo santificaré mi gran Nombre, profanado entre las naciones, pues ustedes lo han profanado en ellas, para que las naciones conozcan que yo soy Yahvé, cuando les muestre mi santidad ante ellos” (Ez 36, 23). Y recordemos que los serafines gritaban el uno al otro: “¡Santo, Santo, Santo!” (Is 6, 3). En el cielo resuena ese canto eterno y feliz. Cuando los grandes místicos han tenido experiencias maravillosas de contacto con la santidad de Dios, han podido relativizar todas sus angustias, miedos y preocupaciones por el futuro, porque si existe él, el Santo, todo estará bien. La mística Juliana de Norwich, por ejemplo, cuando salía de sus éxtasis, repetía: “Todo irá bien, todo acabará bien, todo será para bien” (Reveleciones, 27-32).