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La vocación
miércoles, 12 de julio de 2006
Carta de Pablo, servidor de Jesucristo, llamado para ser apóstol, elegido para anunciar la buena noticia de Dios, que Él había prometido por medio de sus profetas en las Sagradas Escrituras, acerca de su hijo Jesucristo, nuestro Señor, nacido de la estirpe de David según la carne y constituido hijo de Dios según el Espíritu Santificador por su resurrección de entre los muertos.
Romanos 1, 1 – 4.
El escrito de Pablo se dirige en esta oportunidad al imperio romano, el más conocido a lo largo de la historia. Esta epístola fue escrita en Grecia, probablemente en Corinto, durante los tres meses de estancia del apóstol en ese lugar, tal como lo afirma Lucas en Hechos 20, 2. Pablo redacta la carta entre los años 55 y 58. En este tiempo, Roma está bajo el dominio de Nerón, mientras que en Palestina existe una tensión que crece cada vez más contra romanos, con la aspiración de los sicarios que buscan derrocar el poder en ese lugar. Así es como se desarrolla el escrito dedicado a los cristianos que han iniciado su vida de seguimiento de Jesús en un lugar donde pronto se desataría la persecución.
Al comienzo Pablo muestra la dirección de carta (esto se encuentra en Romanos I, 1-7), a lo que le sigue una acción de gracias o
eucaristía
a partir del verso ocho al diecisiete para luego introducir el tema a partir de una exhortación que se extiende hasta el capítulo doce y terminar con una triple conclusión –en Romanos 15, 33, en Romanos 15, 14- 32 y en Romanos 16-.
A quienes va dirigida la carta supone un reconocimiento por parte del apóstol de que él es un elegido de Dios. Para un cristiano, es claro que quien elige y llama es el Señor. Sólo Él puede entrar en la vida del hombre con voz imperiosa, arrogarse a sí mismo; propone un destino que afecta toda la vida de la persona y la organiza a partir de su iniciativa, abriendo un nuevo horizonte. Pablo, que había descubierto este llamado de Dios en el mundo judío, aferrado a la Ley , se ve sorprendido por la gracia que el Señor le regala, en la persona de Jesús, camino a Damasco. Ese encuentro modifica radicalmente la identidad del elegido, incluso cambia el nombre del elegido: en este caso Saulo por Pablo, pero también Simón por Cefas, Abram por Abraham. Moisés, por ejemplo, recibe un nombre en el momento en que es puesto sobre la canasta que lo libera de la muerte determinada por el Faraón –para terminar con la procreación en el pueblo judío que se multiplica por Egipto-. Así, Moisés es el rescatado de las aguas y él salvará también a sus hermanos. En otra circunstancia, Jesús llama a Santiago y a Juan, los hijos de Zebedeo,
hijos del trueno
.
Cuando alguien es convocado por Dios a una determinada misión, Él entra con su voz en la vida de la persona hasta darle la identidad que desconocía; Jeremías reconoce que esto es lo que genera el llamado. El profeta, siendo muy joven, se da cuenta de que el Señor menciona su nombre y advierte que esto es como un fuego que quema por dentro su corazón, una invitación de Dios antes de que se formase en el seno materno.
Como lo devela este ejemplo y reafirmado por el Concilio Vaticano II, la vocación humana se entiende en profundidad a la luz del misterio de Jesucristo.
El Señor invita a una misión, pero esto supone en el corazón de quien es llamado, un reconocimiento de la propia identidad. Nadie puede dar lo que no tiene ni hacer algo que no corresponda a su ser. Siempre nuestra manera de actuar se corresponde con lo que somos. Aquello decimos, que hacemos, lo que omitimos es una manifestación de nuestra identidad; esta se ve reflejada en función del actuar, del modo vincular para relacionarnos.
La vocación que Pablo recibe es para ser apóstol de los gentiles en el anuncio del misterio de Jesucristo. Esta no es elección propia del profeta, él hubiese preferido seguir el camino de evangelización entre los judíos – además conocía las costumbres y las leyes de este pueblo, el comportamiento de las distintas fracciones dentro del judaísmo-, pertenecía a la escuela de la maliel –una de las más importantes, donde se enseñaba la Ley- . Sin embargo, Dios le muestra otro camino. El apóstol se plenifica cuando descubre en el camino de Damasco a Jesús, que lo invita a predicar entre los gentiles y toma esa senda.
El Maestro irrumpió en la realidad de Pablo, como lo hace también en nosotros. A veces pensamos que la historia de nuestra vida es una más entre muchas otras, algo rutinario que pasa aburrida y sin sentido; esto es porque no hemos descubierto la más clara identidad que nos es propia y que nace de la vocación personal. Estamos invitados a preguntarle al Señor qué quiere de nosotros; esto puede afectar parcial o totalmente nuestro anterior proyecto de vida. Incluso es un gran paso poder determinar que somos llamados por Dios al matrimonio, a la consagración, para servirle desde el trabajo en la catequesis, desde el sacerdocio o en el camino religioso. Aun cuando sepamos ya la respuesta, es bueno renovar la pregunta a Jesús para reavivar el don de la gracia que hemos recibido.
Es claro que es Dios quien llama, quien tiene un proyecto para cada uno y nos ha formado para ser señores de la creación. La gloria de Dios es el hombre. Hemos sido puestos en el corazón mismo del universo para testificar, en su imagen y semejanza, que el Señor es amor. Por eso, la gran vocación que hay en el hombre es el amor. Este don maravilloso de vivir amando se descubre a partir de escuchar la voz de un Dios que puede llamar de distintas maneras. A veces ha sido Él mismo quien se presenta a revelar qué pretende de los hombres. En otras oportunidades lo ha hecho por medio de sus ángeles (como le sucedió a María), por los profetas que hablan en Su nombre (en el caso de David) o por medio del mismo Jesús (a Pablo, en el camino a Damasco). Pero también Dios recurre a maneras más cotidianas (aunque siempre lo que utiliza como instrumento es algo sobrenatural) para demostrarnos su rumbo y confirmarnos su camino.
Cuando tenemos la expectativa de descubrir qué pretende el Señor de nosotros y procuramos seguir ese proyecto para alcanzar la plenitud esperando signos prodigiosos para obtener una respuesta de su parte, difícilmente podremos dejar a Dios crear. Le estaríamos negando su capacidad de buscar nuevas formas para vincularse con nosotros. Debemos darle al Señor la posibilidad de que Él elija un simple modo para decirnos a qué nos llama. A veces, la voz de Dios -como dice el español José María Cordobés, autor de la reflexión por la que nos guiamos- es la propia sangre, esa inclinación que hay en nosotros para tal o cual cosa. Sobre el discernimiento vocacional se ha avanzado mucho y pueden descubrirse a través de distintos tests las inclinaciones personales. Incluso hay también un deseo o capacidades casi instintivas en el corazón humano.
La voz de Dios aparece al mismo tiempo en la realidad en la que nos movemos. El Concilio Vaticano II hablaba muy claro de eso al referirse a los signos de los tiempos. Esto es porque, cuando Dios se hace hombre en Jesucristo y nos hace uno con Él, todo lo que se refiere a la historia de la humanidad queda marcado por la presencia de la divinidad. De esta manera, lo que es en verdad humano tiene un sello divino. Así, la amistad, la honestidad, la dignidad de la persona son profundamente humanas y al haber sido compartidas por Cristo son a la vez realidades divinas por excelencia. Por ello, Dios está presente y nos habla en cada cosa de nuestro quehacer cotidiano.
Muchos han sentido, a través del rostro de los pobres, el llamado a entregar su vida al modo de Jesús de Nazaret. Francisco de Asís, por ejemplo, encontró al Señor en los leprosos, a pesar de que en algún momento de su vida –cuando gozaba de riqueza material- sintiese repulsión por ellos. Francisco se esposó con la pobreza y demostró a la Iglesia ostentosa de su tiempo que el poder no estaba sino en Dios, que se vinculaba con la pequeñez y la fragilidad del hombre para manifestar allí toda su grandeza.
El Señor, que nos llama desde nuestra propia sangre, espera una respuesta. La vocación es vincular. Dios no impone condiciones, aunque cuando hace sentir su voz y se ha propuesto convocarnos e insistir en nuestra búsqueda hasta que encontremos nuestra identidad, su presencia es irresistible. Sin embargo esto no afecta la libertad.
Al Señor hay que responderle sin tener miedo, sabiendo que es el Padre del amor y de todo lo creado. Si nos maravilla contemplar la naturaleza y cuánto podemos amarnos las personas, esto es nada comparado con su presencia y su contemplación, con el proyecto al que Él nos convoca. Dejemos al Dios utilizar los modos que quiera para actuar en nuestro corazón.
La respuesta a la llamada de Jesús no puede ser sino en la fe. Es desde aquí donde se descubre la presencia de un Dios escondido que se entremezcla y se hace uno más en nuestra historia: en el estudio, en las conversaciones, en el trabajo, en la familia, en la diversión y más aún cuando pecamos y sentimos Su voz que nos busca. Pero la fe es
claroscura
. No se evidencia por la comprobación científica, sino por la aceptación interior y la adhesión espiritual al reconocimiento de la invitación de Dios, teniendo en cuenta que Él merece toda nuestra entrega.
Tanto la fe como las respuestas dadas por ella son gracias. Poder descubrir la vocación, nuestra razón de ser más profunda en este mundo, así como continuar caminando a pesar de los obstáculos, las amenazas y las debilidades, depende de cuánto creamos. Dios quiere abrir sendas y espera de le digamos
“En ti creo, Señor, más allá de las circunstancias”
. No existen las perfectas condiciones donde actúa el Señor, sino que Él es quien las optimiza. En la Anunciación , por ejemplo, María no gozaba de la mejor situación para la sociedad de su tiempo: no estaba desposada con José y además nadie entendería que el niño de su vientre era el fruto del Espíritu Santo. Asimismo le sucedía a Pablo, pues quienes lo rodeaban no comprendían cómo aquel que otrora perseguía a los cristianos podría ser luego seguidor de Jesucristo.
No busquemos la perfección de condiciones en el momento en que Dios menciona nuestro nombre. Digámosle que sí ante cualquier signo de su presencia, continuemos buscándolo mientras caminamos, porque la respuesta exige decirle un diario sí al Señor. Hay que advertir que existen distintas contestaciones. El estado de vida que uno elige – matrimonio, vocación religiosa, soltería- es una de las opciones fundamentales, sobre él se orientará todo nuestro futuro y debe ser renovada, alimentada cada día. Es necesario estar atento a las bases de esta decisión y poder advertir si hay algunos de sus cimientos que peligran derrumbarse. Si así se requiere, tendremos que cavar hondo y colocar mucha materia vivificadora para fortalecer el proyecto entero. De esta manera, escuchando a Dios, eligiéndolo y saciándonos de Él, nuestra vida será maravillosa.
Padre Javier Soteras
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