20/02/2025 – En medio de las incertidumbres de la vida, cuando el corazón se agita por el miedo, la enfermedad o el dolor, Jesús nos ofrece un regalo que el mundo no puede dar: su paz. No es una paz superficial ni momentánea, sino una que brota del amor, la confianza y la entrega total al Padre.Hoy, el Señor nos invita a descubrir cómo, aun en el sufrimiento, es posible vivir en profunda serenidad si caminamos tomados de su mano. Escuchemos el Evangelio y dejemos que su Palabra nos consuele y fortalezca.
Jesús dijo a sus discípulos:“Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman!Me han oído decir: ‘Me voy y volveré a ustedes’.Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo.Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean.Ya no hablaré mucho más con ustedes, porque está por llegar el Príncipe de este mundo: él nada puede hacer contra mí.Pero es necesario que el mundo sepa que yo amo al Padre y obro como él me ha ordenado.” San Juan 14, 27-31a
“Les dejo la paz, mi paz les doy” (Juan 14,27).Esta paz no es ausencia de problemas, sino la presencia viva de Cristo en el corazón del creyente. Es un don profundo que transforma desde adentro a quien permanece en Él.
Desde la cruz, incluso entre los más atroces sufrimientos, Jesús conserva su vínculo con el Padre y su fidelidad a la misión: “Todo está cumplido” (Juan 19,30). Su paz brota del amor obediente, de la entrega total.
En Jesús, Dios experimenta el dolor humano y lo eleva a lugar de redención. Como enseña san Juan Pablo II:
“El sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia del hombre; es uno de esos puntos en los que el hombre está, en cierto sentido, destinado a superarse a sí mismo” (Salvifici Doloris, 2).
En Getsemaní, Jesús se angustia: “Padre, que pase de mí esta copa… pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mt 26,39). Y allí, un ángel lo consuela. La paz vuelve cuando se acepta la voluntad del Padre.
El secreto para conservar la paz en el dolor está en abrazar con amor las pruebas, uniéndolas a las de Jesús. Así, la paz regresa. Dios promete a quienes trabajan por la paz:
“No te sobrevendrá ningún mal… él mandará a sus ángeles que te cuiden…” (Sal 91,10-12).
Desde la cruz, Jesús irradia esta paz que alcanza al centurión: “Verdaderamente este era el Hijo de Dios” (Mc 15,39). Cuando somos fieles al plan de Dios, incluso en medio del dolor, esa paz se arraiga cada vez más profundamente en nosotros.
La cruz puede convertirse en un mirador desde donde descubrir lo verdaderamente importante en la vida. Nos ayuda a distinguir lo esencial de lo accesorio, siempre que no nos quedemos estancados en el sufrimiento, el enojo o el resentimiento.
Entregar nuestras penas al Padre, por las manos de Jesús, nos permite transformar el dolor en oportunidad de crecimiento.Como decía santa Teresita:
“Los que corremos por el camino del amor no debemos pensar en lo doloroso que pueda ocurrirnos, porque eso es faltar a la confianza” (C’est la confiance, 24).
Las piedras del camino pueden ser lanzadas contra otros, pero también pueden ser colocadas como base para subir más alto. Así se forma una montaña que nos acerca al cielo.
Como los andinistas que pisan firme sobre las rocas para ascender, nosotros también podemos usar las dificultades para escalar hacia la santidad, sin darles más importancia de la que tienen. La oración, la fe y el ejemplo de Jesús, María y los santos serán nuestra guía.
Cada Eucaristía renueva el sacrificio de Cristo de manera incruenta.Cuando el sacerdote eleva la patena y el cáliz y dice:
“Por Él, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente…”,
ese es el momento para entregar también nuestras penas. Levantá tus manos como signo de ofrecimiento. Poné ahí tus angustias. Jesús las lleva al Padre. A cambio, recibirás una paz nueva.
San Pablo decía:
“Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por ustedes, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo” (Col 1,24).
Unidos a Jesús, nuestros sufrimientos ya no son estériles. Él les da sentido.A la luz de la fe y del amor, se puede crecer en el dolor y sostener una paz que el mundo no entiende, pero que transforma.
San Pablo nos alienta:
“Dios no los dejará sufrir pruebas más duras de lo que pueden soportar… con cada prueba, les dará también el modo de superarla” (1 Cor 10,13).
El camino de la paz que Jesús ofrece no está exento de cruces, pero esas cruces, ofrecidas con amor, pueden convertirse en peldaños que nos eleven hacia la unión con Dios. Allí, donde todo parece terminar, empieza una vida nueva.
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