18/09/2025 – El Evangelio nos presenta a una mujer pecadora que se postra a los pies de Jesús. Su fe y su amor sincero abren el camino al perdón y la paz. Una invitación a redescubrir la misericordia que transforma nuestra vida.
El Evangelio nos sitúa en la casa de un fariseo, Simón, donde Jesús es invitado a comer. Allí irrumpe una mujer conocida como pecadora, que, con un frasco de perfume, lágrimas, cabellos y besos, se postra a los pies de Jesús. La escena revela el contraste entre dos actitudes: el fariseo, seguro de sí, que se cree justo; y la mujer, consciente de su pecado, que se abandona en el amor y el perdón del Señor. Jesús, a través de la parábola de los dos deudores, muestra que quien ha experimentado un gran perdón es capaz de amar más. Finalmente, dirige a la mujer una de las frases más consoladoras del Evangelio: “Tus pecados te son perdonados… tu fe te ha salvado, vete en paz”. Lucas 7, 36-50
El relato de Lucas no es una simple escena de piedad, sino un episodio cargado de tensión. Como explica Joachim Jeremias, los banquetes en tiempos de Jesús eran espacios de debate religioso, por lo que la irrupción de una mujer considerada impura fue un verdadero escándalo. Raymond Brown señala que sus gestos —llorar, tocar y ungir— rompían los códigos sociales, reservados para la intimidad. Jesús, lejos de rechazarla, acoge su fe y la dignifica.
La enseñanza de Jesús se centra en la relación entre amor y perdón. La mujer no trae méritos ni argumentos, sino lágrimas y gestos de ternura. Como dice san Agustín: “la mujer pecadora se convirtió en justicia, porque amó mucho”. Frente a la autosuficiencia del fariseo, que se cree justo, Jesús valora la humildad de quien reconoce su pecado y se abre al amor.
Anselm Grün enseña que perdonarse es reconciliarse con la propia historia, aceptar las heridas y permitir que el amor de Dios las ilumine. El perdón no es justificar los errores, sino dejar de vivir bajo la carga del remordimiento. El Papa Francisco recuerda: “Dios nunca se cansa de perdonar; somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia” (EG, 3). El perdón abre un horizonte de libertad interior.
El Evangelio de Marcos nos muestra al paralítico llevado por sus amigos hasta Jesús (Mc 2,1-12). También nosotros estamos llamados a sostener a quienes están “paralizados” por el pecado. El Concilio Vaticano II recuerda que la Iglesia, aun siendo santa, camina siempre en penitencia y renovación. El perdón personal nunca es aislado: se vive en la comunidad de fe, donde la misericordia se comparte y se celebra.
Jesús no niega el pecado de la mujer, pero no la reduce a él. El fariseo ve a una pecadora; Jesús ve a una hija de Dios capaz de amar. Como escribe Martín Descalzo: “El Evangelio no es la historia de unos justos que nunca cayeron, sino de unos pecadores que se dejaron levantar por Dios”. Su modo de actuar devuelve la dignidad perdida y abre el camino de la esperanza.
“Tu fe te ha salvado, vete en paz”. Estas palabras no solo cerraron la historia de aquella mujer, sino que se dirigen también a nosotros. El perdón de Cristo no es un trámite jurídico, sino una salvación integral que nos devuelve a la vida y a la comunión. Allí donde la tristeza y el pecado paralizan, la misericordia y el amor restauran.