A imagen y semejanza

domingo, 29 de abril de 2012
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Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó. Hombre y mujer los creó. Dice Génesis 1- 27. El hombre ocupa sin dudas un lugar único dentro de ese mapa grande de la creación. Porque a imagen de Dios ha sido creado. En su propia naturaleza hay un rasgo de la presencia de Dios en el hombre. Manifiesto en su capacidad de amar, en su capacidad de conocer, de transformar y de recrear.
 
El hombre como cooperador de Dios en la obra magnífica de la creación, aparece como un ser único. El intérprete de lo creado es el hombre, que no siempre logra alcanzar ese modo de ser, verdaderamente lo que está llamado a ser, el gran intérprete de la creación. A imagen de Dios hemos sido creados. Quiere decir parecidos a Dios.
 

 Ese parecernos a Dios, por allí, no lo hemos sabido cuidar y es tiempo de recuperar nuestro parecido. Parecernos más al Señor que nos invita a reconstruir con Él el mundo que ha creado. De todas las criaturas, el hombre es capaz de conocer y amar a su Creador. Es el único ser creado en la tierra, al que Dios ha amado por sí mismo, dice el catecismo. Sólo nosotros estamos llamados a participar por el conocimiento y el amor en la vida de Dios. Para este fin, hemos sido creados. Esta es la razón fundamental de nuestra dignidad. Estamos llamados a ser presencia de Dios en el mundo con capacidad de amarnos, amándolo, de conocernos profundamente conociéndolo y haciendo de la humanidad en toda su extensión, un lugar donde Dios pueda habitar.
 

¿Cuál fue el motivo para que Dios estableciera al hombre en semejante dignidad de semejanza? Se lo plantea el catecismo de la iglesia católica en una pregunta al comienzo de la reflexión en torno a la creación del hombre y se responde: “Ciertamente nada que no fuera el amor inextinguible con el que Dios contempla a su criatura, y te dejaste cautivar de amor por ella” Cita el texto a Santa Catalina, “Amor por el que lo creaste, por amor le diste un ser capaz de gustar tu bien eterno” Que esta es la gran dignidad a la que el hombre se abre en el momento mismo de coparticipar de la semejanza con la que Dios lo ha creado. Por haber sido hecho a imagen de Dios, nosotros tenemos la dignidad de persona. 

No es solamente algo, sino alguien a quien Dios ha creado. Este alguien que somos, tenemos capacidad de conocer, de poseernos a nosotros mismos y de darnos libremente y entrar en comunión con otros semejantes, y en esta vocación de interrelación en el amor, abrir el espacio exacto para que sea Dios quien habite en medio nuestro por una alianza de amor con Él, como creador y como redentor. Dios creó todo para el hombre, pero al hombre lo creó para servir y amar a Dios, para ofrecerle toda la creación.
 
Dice por allí San Juan Crisóstomo: “¿Cuál es el ser que va a venir a la existencia rodeado de semejante consideración? Es el hombre, grande y admirable, figura viviente, más precioso a los ojos de Dios que la creación entera. Es el hombre, para él existen el cielo y la tierra y el mar y la totalidad de la creación. Y Dios ha dado tanta importancia a su salvación, que no ha perdonado a su hijo único por él, porque Dios no ha cesado de hacer todo lo posible para que el hombre subiera hasta Él y se sentara a su derecha. Dios nos hizo a semejanza suya y nosotros queremos parecernos cada vez más a Dios. Así lo anhela y espera nuestro corazón. 
Hay rasgos de la humanidad ante los cuales no siempre nos detenemos pero que son los que nos hacen verdaderamente enamorados de lo que somos mirándonos en otros y descubrir la gran vocación que tenemos de ser presencia de Dios en el mundo. Por ejemplo la capacidad de sonreír, ¿No te admira eso, de que el hombre por su inteligencia pueda tener una mueca con la cual darle la bienvenida a la existencia de todo lo creado? La capacidad de conocer, de amar, de solidarizarnos, de tender una mano, la capacidad de gustar de todo lo que aparece a lo largo de la vida como don, como regalo, la capacidad de elegir, la capacidad de auto determinarse en la elección, de todo los rasgos que esconde la humanidad que cuando la contemplas en comparación con el resto de lo creado se muestra la diferencia.
 
 ¿Cuál es el rasgo que más te llama la atención? La capacidad de orar, de poder levantar las manos y elevar una súplica a Dios de una manera inteligente. ¿Cuál de todas las capacidades humanas son las que te admiran y por la cual te animas a ir por más sabiendo que hay otros rasgos de la humanidad que nos entristecen. Pero hoy queremos insistir sobre lo que nos admira realmente y admirados de semejante dones derramados en la humanidad reconocer allí la semejanza con la que Dios nos hizo a medida suya.
 
San Pablo nos dice que dos hombres dieron origen al género humano a saber Adán y Cristo. El primer hombre, Adán fue un ser animado, el último Adán, un Espíritu que da vida. Aquel primer Adán fue creado por el segundo, de quien recibió el alma con la cual empezó a vivir. El segundo Adán es aquel que cuando creó al primero colocó Él su divina imagen, de aquí que recibiera su naturaleza y adoptara su mismo nombre para que aquel a quien había formado a su misma imagen no pereciera. El primer Adán es en realidad el nuevo Adán, aquel primer Adán tuvo principio, pero este último Adán no tiene fin, por lo cual este último es realmente el primero, como Él mismo afirma, “Yo soy el primero y Yo soy el último”.
 
Una reflexión bellísima de San Pedro Crisólogo. Es en el primer Adán, en Cristo Jesús, el primero, en donde todo nuestro ser puede ser revitalizado porque en realidad, como dice el Concilio Vaticano II, en Gaudium et spes 22,1: El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del verbo encarnado. Todo lo que estamos llamados a ser encuentra su plenitud en la contemplación y en la identificación con Cristo Jesús, en el verbo que se hizo carne, el primer Adán viene a traernos vida nueva.
 
Ponente al lado de una planta, o sentí que estás pisando sobre tierra o sobre mosaicos o donde estés parado, que es un ser inanimado, o sencillamente acaricia tu perro o tu gato, o tu loro o tu canario, y te vas a dar cuenta de que hay una diferencia entre todo lo que miras a cuando miras a tu mujer, o tu marido, tu hijo, tu amigo, a tu compañero de trabajo o a don Juan que justamente está pasando por delante de tu casa para hacer las compras ¿Tedas cuenta de la diferencia? ¿Dónde está la diferencia? Es que además de tener un aspecto corpóreo, nosotros tenemos un alma, un espíritu que nos asemeja a Dios. Dios formó al hombre con polvo, del suelo e insuflo en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente.
 
Por tanto el hombre en su totalidad es querido por Dios, dice el catecismo. A menudo el término alma, designa en la sagrada escritura la vida humana o toda la persona humana, pero designa también lo que hay de más íntimo en el hombre, lo que más claramente nos distingue. No somos una cosa, por lo tanto no somos un envase descartable, no somos de lo que se puede consumir y después tirar. En este sentido el hombre merece todo nuestro respeto, toda nuestra consideración.
 
Es un hecho sagrado lo humano y ante lo sagrado uno tiene que prestar de alguna manera reverencia para ofrecerle al hombre, en este caso lo que merece, por ser imagen y semejanza de Dios. ¿Cuánto se ha cosificado la relación humana por el materialismo justamente y el consumismo. En el materialismo la ausencia del concepto de vida interior hace que el hombre igual que cualquier otro ser pueda ser fácilmente manipulable, y en el consumo algo parecido, los extremos se dan la mano. 

El hombre ni es para ser consumido, ni es tampoco una cosa fácil de manejar. El hombre es un misterio que contemplar y esto es justamente lo que estamos intentando en esta mañana, tratar de descubrir qué de lo humano particularmente te llama la atención, que te invita a elevar la mirada y el pensamiento, tus deseos de construcción de lo humano desde un lugar distinto para hacer del mundo en el que vivimos un mundo más parecido a lo que Dios soñó. Para eso hay que reconstituir la condición humana devolverle la semejanza que había perdido, esa con la que Dios creó al hombre.
 

                                                      Padre Javier  Soteras