05/09/2014 – En el evangelio, hoy cuestionan a Jesús porque sus discípulos no ayunan. Su respuesta va a al corazón más que a las formas externas: a vino nuevo odres nuevos.
Luego le dijeron: “Los discípulos de Juan ayunan frecuentemente y hacen oración, lo mismo que los discípulos de los fariseos; en cambio, los tuyos comen y beben”. Jesús les contestó: “¿Ustedes pretenden hacer ayunar a los amigos del esposo mientras él está con ellos? Llegará el momento en que el esposo les será quitado; entonces tendrán que ayunar”.
Les hizo además esta comparación: “Nadie corta un pedazo de un vestido nuevo para remendar uno viejo, porque se romperá el nuevo, y el pedazo sacado a este no quedará bien en el vestido viejo. Tampoco se pone vino nuevo en odres viejos, porque hará reventar los odres; entonces el vino se derramará y los odres ya no servirán más. ¡A vino nuevo, odres nuevos! Nadie, después de haber gustado el vino viejo, quiere vino nuevo, porque dice: El añejo es mejor”.
Lc 5,33-39
“Nuestra tarea es cooperar generosa y activamente con la gracia en nuestro proceso de crecimiento y maduración” @Pjaviersoteras — Radio María Arg (@RadioMariaArg) septiembre 5, 2014
“Nuestra tarea es cooperar generosa y activamente con la gracia en nuestro proceso de crecimiento y maduración” @Pjaviersoteras
— Radio María Arg (@RadioMariaArg) septiembre 5, 2014
Esta historia sucedió en alguno de los tantos pueblos chicos del interior de nuestro país, cuando todos sus habitantes se reunieron para uno de los festejos más importantes del año: la fiesta patronal.
Para este tipo de eventos solía llenarse la plaza de todo tipo de vendedores ambulantes, y entre ellos se encontraba un vendedor de globos… Habían transcurrido ya varias horas, pero el globero no había vendido aún ni un solo globo, entonces se le ocurrió una muy buena idea que le serviría para llamar la atención de sus pequeños clientes: soltaría un globo y lo dejaría que vuele…
Al instante los niños comenzaron a ver al danzarín globo rojo que volaba sobre sus cabezas. Cada vez más chiquilines corrían detrás de él, saltando, esforzándose por atraparlo. En ese momento al ver el globero el entusiasmo provocado decidió acrecentarlo y soltó al aire un globo violeta, y luego uno de los más bonitos: el que tenía forma de estrella, lleno de muchos colores.
Y así como por arte de magia, los niños pedían, suplicaban a sus padres que les compraran un globo; el globero había comenzado a vender un globo detrás de otro, y rodeado por completo de niños que elegían colores y preguntaban precios, el globero llegó a detectar una carita triste, era la de una negrito, sucias sus ropitas, descalzo, quien con lágrimas en la cara no quitaba la mirada de su manojo de globos. Inmediatamente aquél hombre interpretó la angustia de aquél niño, se le acercó y dispuesto a regalarle un globo le preguntó:
– ¿Querés un globo?
– No, le respondió el niño.
– Pero te lo regalo, no tenés que comprarlo… (El niño volvió a hacer un gesto de negación con su cabeza).
– Contame qué te pasa que estás así – dijo el globero.
– Señor, si usted suelta ese globo negro que tiene ahí, ¿subirá tan alto como los otros globos?
Ahí el globero realmente comprendió su preocupación. La cuestión no era tener o no tener un globo, era ser o no ser como los demás.
Entonces el globero tomó el globo negro, se lo dio al niño y le dijo:
– Toma, hace la prueba.
El nene soltó entonces el globo y mientras lo veía subir, saltaba, festejaba, sus ojos se habían llenado de alegría, se reía completo de felicidad.
En ese momento, se le acercó el globero, comenzó a acariciarle la cabeza y le dijo al oído:
– Te voy a decir un secreto chango: lo que hace subir para arriba, no es ni el color, ni la forma, sino lo que tiene adentro…
Así en la vida, tal cual como Jesús la plantea, ni la forma, ni el tamaño ni quien lo lleva, lo importante es lo que está por dentro. Eso es lo que dice hoy el evangelio. A vino nuevo, odres nuevos. Es la vida nueva que trae Jesús a la que nos invita a ver más allá de las formas, de las tradiciones. Una vida nueva a la que nos invita Jesús.
Para que el corazón vuele y pueda hacerse ofrenda de vida, Jesús propone un cambio de raíz. Cuando Jesús nos dice ¡A vino nuevo, odres nuevos! Nos está invitando a hacer un cambio interior, una conversión radical, una transformación profunda de la mente y del corazón para poder ser revestidos de su presencia, de su gracia, para configurarnos con Él.
Juan Pablo II en su Exhortación apostólica Ecclesia in America nos recordaba una verdad esencial: «el encuentro con Jesús vivo mueve a la conversión» y «nos conduce a la conversión permanente». Llenar de vida nueva el corazón, dejarse alcanzar por la gracia de Cristo a ver si nosotros podemos alcanzarlo, como dice San Pablo. También, Juan Pablo II nos ha recordado que la meta del camino de conversión es la santidad, es decir, llegar «al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo». Todos estamos llamados a ser santos. Esta vocación universal no es una novedad. Ya el apóstol San Pedro, el primer Papa, exhortaba a los primeros cristianos a responder a su vocación a la santidad poniendo todo empeño en asumir una nueva vida según una nueva condición: «Como hijos obedientes, no se amolden a las apetencias de antes, del tiempo de nuestra ignorancia, más bien, así como el que nos ha llamado es santo, así también ustedes sean santos en toda su conducta, como dice la Palabra: Sean santos, porque santo soy yo. Jesús lo dirá claramente “sin mí no pueden hacer nada” y nosotros agregamos que con Él todo lo podemos.
La santidad es consecuencia y fruto de la metánoia. Metánoia es un término griego que literalmente traducido quiere decir “cambio de mentalidad”, que no es sólo de ideas, sino de corazón. Jesús inicia su ministerio público invitando justamente a la metánoia: «Conviértanse (metanoeite) y crean en la Buena Nueva». Como vemos, esta expresión designa mucho más que un mero “cambio de mentalidad”, designa una conversión total de la persona, una profunda transformación interior. Es decir, «no se trata sólo de un modo distinto de pensar a nivel intelectual, sino de la revisión del propio modo de actuar a la luz de los criterios evangélicos». La metánoia es un cambio en la mente y el corazón, es la transformación radical que debemos alcanzar en nuestra realidad más profunda, permitiéndonos vivir una mayor coherencia entre la fe creída y la vida cotidiana. La metánoia lleva finalmente a vivir la vida activa según el designio divino. Lo que hace que el cristiano viva en plenitud, es lo que lleva dentro.
Esta progresiva transformación interior cuyo horizonte es la plena conformación con Cristo «no es sólo una obra humana»: es ante todo una obra del Espíritu Santo en nosotros. El Espíritu nos lleva a cambiar nuestro interior, transformando nuestro corazón de piedra en un corazón de carne, llevándonos a la configuración con el Señor Jesús. Nuestra tarea es cooperar generosa y activamente con la gracia en nuestro proceso de crecimiento y maduración espiritual, para que por la acción divina en nuestros corazones crezca en nosotros el “hombre interior” y así nos volquemos apostólicamente en el cumplimiento del Plan divino. Es Dios quien toma la iniciativa de penetrar en lo profundo de nuestro ser, nos dejemos alcanzar por Cristo.
¿Qué puedo hacer para vivir este proceso de conversión o metánoia? Como dijimos aunque requiere de nuestra libre y decidida respuesta y cooperación, la progresiva configuración con Cristo es ante todo una obra de la gracia en nuestros corazones. Por ello lo primero que debo hacer cada día es pedirle a Dios que Él me inspire y sostenga en mis propios esfuerzos de conversión, para que me convierta totalmente y me asemeje cada vez más con Jesús. Hay gracias para cada tiempo, por eso las que sientas que necesitás especialmente por éstos días, pedila con insistencia.
El primer pensamiento que debe venir a mi mente apenas despierto en la mañana ha de ser semejante a este: “¡Quiero ser santo/a! ¡Anhelo configurarme con Cristo, el Hijo de María! ¡Mi meta y mi horizonte es alcanzar la plena madurez en Cristo! Hoy, cooperando con la gracia de Dios, quiero caminar un poco más hacia esa meta, convertirme un poco más, reconciliarme un poco más con mi historia, con el proyecto de Dios en mi vida, y tener los mismos sentimientos que Jesús”. Entonces, y a lo largo de la jornada, puedo repetir como jaculatoria esta sencilla oración: “¡Convertime Señor para amar como vos amas!”. “He probado, quiero más” dice la canción. Esto es lo que nos pone en marcha, nos libera de la modorra y nos pone en sintonía con la gracia de Dios que transforma y hace nuevas todas las cosas.
Y porque sin el Señor y sin su gracia nada podemos, es también necesario el continuo recurso a los sacramentos, fuente de gracia abundante que el Señor mismo nos ha dejado en su Iglesia. El sacramento del Bautismo ha hecho ya de nosotros nuevas criaturas, nos ha transformado interiormente en hombres y mujeres nuevos. Pero ese hombre o mujer nueva debe crecer, fortalecerse y madurar hasta alcanzar la plenitud de la vida de Cristo en nosotros. Para nutrirnos, fortalecernos y purificarnos en nuestro cotidiano combate espiritual, en el continuo empeño por convertirnos más al Señor y ser santos como él es santo, Él nos ha dejado el enorme tesoro de la Eucaristía y el don de la Reconciliación sacramental.
Comprendemos también que la perseverancia en la oración es fundamental: quien no reza, reza mal o reza poco, difícilmente se convierte. ¿No advierte el Señor que hemos de vigilar y rezar para no caer en tentación? La oración perseverante es un medio fundamental para permanecer en comunión con el Señor, y desde esa permanencia poder desplegarnos dando fruto abundante de conversión y santidad. Fundamental es el encuentro y diálogo con Jesús en su Palabra, en el Santísimo, en el diálogo con los propios sentires para ir a donde el Señor nos muestra como camino.
Este y otros momentos fuertes de oración son indispensables, pues son momentos privilegiados de encuentro con Cristo en los que reflexionamos e internalizamos a semejanza de María la palabra de Dios y las enseñanzas de su Hijo contenidas en el Evangelio, y nos nutrimos asimismo de su fuerza para poner por obra lo que Él nos dice. La meditación bíblica es en este sentido un instrumento privilegiado de transformación, pues al calor del Encuentro con el Señor y de la meditación de su Palabra, me confronto con Él y me pregunto: “¿Qué tiene Él que a mi me falta? ¿Qué tengo yo que me sobra?” Esta práctica me lleva a proponer un medio concreto, realizable, que me ayude a despojarme de algún vicio o pecado habitual y revestirme de una virtud que veo en el Señor. Al cumplir con esta resolución concreta estoy cooperando eficazmente con la gracia del Señor en el proceso de mi propia conversión.
Padre Javier Soteras
* Padre Mamerto Menapace
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