Amar hasta el extremo

lunes, 10 de agosto de 2020
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10/08/2020 – En el Evangelio de hoy  San Juan 12,24-26, Jesús dice “si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo“, este secreto que el Señor nos revela es una constatación que hacemos en nuestras vidas: Los grandes logros en nuestra vida son fruto de las entregas propias y de otros.

En este tiempo de tanto sacrificio en donde a veces llegamos a sentir que nada, o casi nada tiene sentido,  te invito a renovar tu esfuerzo sin bajar los brazos. Todo lo que en nosotros es fruto de plenitud tiene algún sacrificio por detrás.

Disfrutemos del siguiente soneto de Francisco Luis Bernárdez:

Si para recobrar lo recobrado
debí perder primero lo perdido,
si para conseguir lo conseguido
tuve que soportar lo soportado,

si para estar ahora enamorado
fue menester haber estado herido,
tengo por bien sufrido lo sufrido,
tengo por bien llorado lo llorado.

Porque después de todo he comprobado
que no se goza bien de lo gozado
sino después de haberlo padecido.

Porque después de todo he comprendido
por lo que el árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado.

 

Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna. El que quiera servirme que me siga, y donde yo esté, estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre.

San Juan 12,24-26

 

 

«Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto»

Estas palabras de Jesús, más elocuentes que un tratado, desvelan el secreto de la vida.

No hay alegría de Jesús sin dolor amado. No hay resurrección sin muerte.

Jesús nos habla de sí mismo, explica el significado de su existencia.

Faltan pocos días para su muerte. Será dolorosa, humillante. ¿Por qué morir, precisamente él que se ha proclamado la Vida? ¿Por qué sufrir, él que es inocente? ¿Por qué ser calumniado, abofeteado, burlado, clavado en una cruz, el final más denigrante? Y, sobre todo, ¿por qué él, que ha vivido en la unión constante con Dios, se habrá de sentir abandonado por su Padre? También a él la muerte le da miedo; pero tendrá un sentido: la resurrección.

Había venido a reunir a los hijos dispersos de Dios, a romper toda barrera que separa a pueblos y personas, a hermanar a hombres divididos entre sí, a traer la paz y construir la unidad. Pero es necesario pagar un precio: para atraer a todos a sí tendrá que ser elevado de la tierra, en la cruz. Por eso esta parábola, la más hermosa de todo el Evangelio:

«Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto»

Ese grano de trigo es Él. Se nos muestra en lo alto de la cruz, su martirio y su gloria, en el signo del amor extremo. Allí ha dado todo: el perdón a los verdugos, el Paraíso al ladrón, a nosotros la madre y su cuerpo y su sangre, su vida, hasta gritar: “«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»

En 1944 escribía Chiara Lubich: ¿«Sabes que nos ha dado todo? ¿Qué más podía darnos un Dios que, por amor, parecía olvidarse de ser Dios?»

Así nos ha dado la posibilidad de volvernos hijos de Dios: ha generado un pueblo nuevo, una nueva creación.

El amor es invisible. Sólo lo podemos ver en los gestos, los signos y la entrega de quien nos quiere bien. Por eso, en Jesús crucificado, en su vida entregada hasta la muerte, podemos percibir el amor insondable de Dios. En realidad, sólo empezamos a ser cristianos cuando nos sentimos atraídos por Jesús. Sólo empezamos a entender algo de la fe cuando nos sentimos amados por Dios.

Para explicar la fuerza que se encierra en su muerte en la cruz, Jesús emplea una imagen sencilla que todos podemos entender: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto». Si el grano muere, germina y hace brotar la vida, pero si se encierra en su pequeña envoltura y guarda para sí su energía vital, permanece estéril.

Esta bella imagen nos descubre una ley que atraviesa misteriosamente la vida entera. No es una norma moral. No es una ley impuesta por la religión. Es la dinámica que hace fecunda la vida de quien sufre movido por el amor. Es una idea repetida por Jesús en diversas ocasiones: Quien se agarra egoístamente a su vida, la echa a perder; quien sabe entregarla con generosidad genera más vida.

El fruto de la entrega

El día de Pentecostés el grano de trigo caído en tierra y muerto ya florecía en espiga fecunda: tres mil personas, de distintos pueblos y naciones, se volvían  «un solo corazón y una sola alma», y luego cinco mil, y luego…

«Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto»

Esta Palabra da sentido también a nuestra vida, a nuestro sufrir, a nuestro morir, un día.

La fraternidad universal por la cual queremos vivir, la paz, la unidad que queremos construir a nuestro alrededor, es un sueño vago, una quimera, si no estamos dispuestos a recorrer el mismo camino marcado por el Maestro.

¿Cómo hizo él para «dar mucho fruto »?

Compartió todo lo nuestro. Se adosó nuestros sufrimientos. Con nosotros se hizo tiniebla, melancolía, «cansancio, contrariedad… Probó la traición, la soledad, la orfandad… En una palabra, se hizo uno con nosotros», haciéndose cargo de todo lo que nos pesaba.

También nosotros, entonces, enamorados de este Dios que se hace nuestro «prójimo», tenemos un modo de decirle que estamos inmensamente agradecidos por su amor infinito: vivir como vivió él. Volvernos por nuestra parte «prójimo» de cuantos pasan a nuestro lado en la vida, queriendo estar dispuestos a «hacernos uno» con ellos, a asumir una falta de unidad, a compartir un dolor, a resolver un problema, con un amor concreto hecho servicio.

Jesús abandonado se ha dado todo. En la espiritualidad que se centra en él, Jesús resucitado tiene que resplandecer plenamente y la alegría tiene que ser su testimonio.

Fuente:  “Palabra de Vida” escritas por Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares. Año 2006

“El atractivo de Jesús” – José Antonio Pagola