1/04/2020 – Hace 500 años, se celebraba por primera vez la eucaristía en suelo argentino en Puerto San Julián en la Provincia de Santa Cruz. La Diócesis de Río Gallegos, junto a la Conferencia Episcopal Argentina, pensaban celebrarlo con una eucaristía masiva, pero el coronavirus hizo que fuera a puertas cerradas en el obispado. “Me hubiera gustado ir, pero los acompaño desde acá, con el corazón”, fue el mensaje del Papa Francisco enviado a través del obispo local Monseñor García Cuerva.
“Alrededor de esa mesa si bien eramos pocas personas, sabíamos que por los medios de comunicación y las intenciones que había en el altar estábamos todos” comentó el obispo de Río Gallegos, a los micrófonos de Radio María al finalizar la eucaristía.
“En la última cena fue una celebración de unos poquitos al rededor de Jesús. La misa de Magallanes debe haber sido también con poca gente, con viento en la costa, y sin embargo esas dos eucaristías fecundaron nuestra historia y nuestra humanidad para siempre. Creamos en la fuerza del evangelio, porque es el Señor el que se hace presente y transforma nuestra historia” dijo García Cuerva.
“Magallanes tuvo que perder como toda Europa muchas cosas, fueron épocas muy difíciles. En lugar de lamentarse de lo que estaban perdiendo, se animó a perder el miedo y se arrojó al mar. En lugar de lamentarnos por lo que hemos perdido como Iglesia y como Argentina, animarnos a perder el miedo y arrojarnos a este tiempo nuevo, desafiante donde Dios no deja de estar presente y tenemos que animarnos a construir la civilización del amor” comentó el obispo de Río Gallegos.
En cuanto al mensaje del Papa Francsico, el obispo sureño quien fuera obispo en las villas de Buenos Aires, expresó en Radio María su emoción. “El mensaje de Francisco fue conmovedor, le contesté que la emoción era doble por el contenido pastoral de su carta pero además porque este hombre que ahora es Papa pensó en nosotros y nos escribió, tiene tantas cosas en su ministerio, y sin embargo como buen pastor quiso estar cerca hasta de los que estamos más al sur”.
Además comentó las palabras del Papa de “cómo el pueblo de Dios se las ingenia siempre para acercarse a Jesús y tocar su manto” aludiendo al mantel que estaba sobre el altar, confeccionado cada fleco con una intención de las que llegaban de todo el país.
“El aislamiento social es solo físico, pero no implica cerrar las puertas del corazón. Tenemos que ser Iglesia en salida, con guantes y barbijos, pero iglesia en la calle” comentó.
Al levantar los ojos, (Juan 6, 5) Jesús vio a una gran multitud que acudía a Él y los ve necesitados, los ve hambrientos; parece que sólo con mirar Jesús descubre lo profundo de sus corazones; descubre lo que le pasa a toda esa gente que lo sigue. Jesús es un enamorado de la gente; un enamorado de su pueblo; quizás por eso, con sólo levantar los ojos ya sabe lo que les pasa. En este tiempo de pandemia las necesidades de nuestro pueblo parecen multiplicarse, y entonces, puede surgir la tentación de mirar para otro lado; o de bajar la vista al piso. Benedicto XVI nos decía que “cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios”1 Que nuestra mirada sea reflejo de la misericordia de Jesús, que sigue eligiendo a los pecadores, a los descartables de nuestra sociedad. Que nuestros ojos estén empapados por las lágrimas de sentir en nuestros corazones el dolor y la tristeza de tantos hermanos golpeados por la injusticia, por la enfermedad, por la muerte. Que nuestras pupilas se ensanchen en la noche, para descubrir a quienes viven en la oscuridad el pecado, en las tinieblas de la tristeza y la desesperanza. Y sabiendo lo que la multitud necesita, Jesús pregunta ¿dónde compraremos pan para darles de comer? (Juan 6, 5); Felipe, uno de los Doce, hace un cálculo rápido: organizando una colecta, se podrían recoger al máximo doscientos denarios para comprar el pan, que aun así no sería suficiente para dar de comer a cinco mil personas. Los discípulos razonan con parámetros de «mercado», pero Jesús sustituye la lógica del comprar con otra lógica, la lógica del dar. A 500 años de la primera misa en territorio argentino, participar en la Eucaristía significa entonces entrar en la lógica de Jesús, la lógica de la gratuidad, de la fraternidad. «Recibir la Comunión» significa recibir de Cristo la gracia que nos hace capaces de compartir con los demás lo que somos y tenemos. La multitud quedó impresionada por el milagro de la multiplicación de los panes; pero el Pan que Jesús ofrece es plenitud de vida para el hombre hambriento. Jesús sacia no sólo el hambre material, sino el más profundo, el hambre de sentido de la vida, el hambre de Dios. Nos hemos acostumbrado a comer el pan duro de la desinformación; el pan viejo de la indiferencia y la insensibilidad; estamos empachados de panes sin sabor, fruto de la intolerancia; el pan agrietado por el odio y la descalificación; como nos dice el Papa Francisco: Digámoslo con fuerza y sin miedo: tenemos hambre, Señor. Tenemos hambre, Señor, del pan de tu Palabra capaz de abrir nuestros encierros y soledades. Tenemos hambre, Señor, de fraternidad para que la indiferencia, el descrédito, la descalificación no llenen nuestras mesas y no tomen el primer puesto en nuestro hogar. Tenemos hambre, Señor, de encuentros donde tu Palabra sea capaz de elevar la esperanza, despertar la ternura, sensibilizar el corazón abriendo caminos de transformación y conversión. 2 Tenemos hambre, Señor, de experimentar como aquella muchedumbre la multiplicación de tu misericordia, y partir y compartir la compasión del Padre hacia toda persona, especialmente hacia aquellos de los que nadie se ocupa, que están olvidados o despreciados. Un niño se acercó con cinco panes y dos pescados (Juan 6, 9); en la lógica del mercado, eso no alcanzará nunca para dar de comer a una multitud; pero en la lógica de la fraternidad y el compartir, es mucho. En este tiempo de pandemia, ante el sufrimiento, la soledad, la pobreza y las dificultades de tanta gente, ¿qué podemos hacer nosotros? Lamentarnos no resuelve nada, pero podemos ofrecer ese poco que tenemos, como el niño del Evangelio. Seguramente tenemos alguna hora de tiempo, algún talento,… ¿Quién de nosotros no tiene sus «cinco panes y dos peces»? ¡Todos los tenemos! Si estamos dispuestos a ponerlos en las manos del Señor, bastarían para que en el mundo haya un poco más de amor, de paz, de justicia, de alegría. Dios es capaz de multiplicar nuestros pequeños gestos de solidaridad. Que celebrar en este duro contexto, estos 500 años de la primera misa, nos anime en el deseo de compartir lo que somos y tenemos, para que realmente todos se sientan invitados a la mesa grande de la Argentina. Este 1 de abril esperábamos estar en San Julián, y allí vivir tres días de encuentro y celebración; ser muchos venidos de toda la diócesis y de otros puntos del país y del extranjero. Puede haber en nosotros un dejo de desazón y tristeza; un sinsabor como el de los europeos del siglo XV que salieron a buscar las especias, el oro de la época, lo más valioso para condimentar alimentos, para perfumes y para remedios; salieron a buscarlas porque sus comidas perdieron sabor; porque sus lociones perdieron su fragancia; porque sus recetas médicas perdieron efectividad. Nosotros también, como país y como Iglesia en estos 500 años, hemos perdido mucho: perdimos esperanzas, perdimos oportunidades de desarrollo; perdimos tantos hermanos; y así, o nos quedamos llorando sobre la nostalgia de los que alguna vez fuimos o tuvimos, o perdemos también los miedos, y como Magallanes nos animamos a la aventura; la aventura de construir un país más justo, la aventura de descubrirnos hermanos; la aventura de multiplicar la esperanza, la solidaridad, alimentados por el Pan de Vida que está entre nosotros hace 500 años. En estos meses de preparación, trabajando de manera articulada con el Estado provincial y la municipalidad de San Julián, todos hemos aprendido a soñar grande como Magallanes y a vencer los miedos: soñamos con encontrarnos los distintos, sin miedo a intercambiar opiniones; soñamos con trabajar desde el consenso, sin autoritarismos o bajadas de línea desde afuera; soñamos que nos podíamos reencontrar en el presente pidiendo perdón por las heridas del pasado; soñamos con una fiesta de los 500 años donde todos se sientan parte, especialmente los jóvenes, sin miedo a sus ideas y a sus expresiones culturales. En todo este tiempo recuperamos los sueños, y perdimos los miedos. Que este sea uno de nuestros grandes aprendizajes. La gran hazaña de la expedición de Magallanes y Elcano se coronó con la primera vuelta al mundo; nosotros no dimos la vuelta al mundo como ellos; tampoco la vuelta al mundo en 80 días como la novela del francés Julio Verne; ni siquiera pudimos por la pandemia, realizar la innumerable cantidad de actividades programadas en San Julián; pero igual estamos ante un enorme desafío: Dar vuelta mi mundo, dar vuelta nuestro mundo, dar vuelta nuestra Iglesia; dar vuelta nuestra Argentina: O nos quedamos dando vuelta sobre nosotros mismos, “mirándonos el ombligo”, girando en falso, alejados de la gente, adentro de los templos, o de las oficinas públicas, o como Jesús, caminamos en medio de la multitud… Y damos vuelta el mundo, hacemos la revolución de la ternura, salimos de nosotros mismos, y anunciamos al mundo con palabras y obras que Jesús nos ama, que está entre nosotros en la Eucaristía y en el hermano, y que quiere que seamos felices. Vale la pena intentarlo; Magallanes y Elcano hicieron historia, encontraron la ruta de las especias, y así las comidas recuperaron los sabores. A 500 años de aquella gesta, nosotros le pedimos al Señor Eucaristía que nuestra vida también recobre el sabor, las ganas, el entusiasmo, y la entreguemos en el servicio a los hermanos más pobres, para que el sueño de Jesús sea una realidad; la civilización del amor, en la lógica de la fraternidad, en la lógica del dar, del encuentro en la diversidad; porque nadie se salva sólo; como nos decía el Papa el viernes, todos estamos en misma la barca, en medio de la tormenta remando juntos ; para después todos sentarnos a su Mesa, la Mesa de la Eucaristía, la Mesa del Pan de Vida.
Al levantar los ojos, (Juan 6, 5) Jesús vio a una gran multitud que acudía a Él y los ve necesitados, los ve hambrientos; parece que sólo con mirar Jesús descubre lo profundo de sus corazones; descubre lo que le pasa a toda esa gente que lo sigue. Jesús es un enamorado de la gente; un enamorado de su pueblo; quizás por eso, con sólo levantar los ojos ya sabe lo que les pasa.
En este tiempo de pandemia las necesidades de nuestro pueblo parecen multiplicarse, y entonces, puede surgir la tentación de mirar para otro lado; o de bajar la vista al piso. Benedicto XVI nos decía que “cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios”1 Que nuestra mirada sea reflejo de la misericordia de Jesús, que sigue eligiendo a los pecadores, a los descartables de nuestra sociedad. Que nuestros ojos estén empapados por las lágrimas de sentir en nuestros corazones el dolor y la tristeza de tantos hermanos golpeados por la injusticia, por la enfermedad, por la muerte. Que nuestras pupilas se ensanchen en la noche, para descubrir a quienes viven en la oscuridad el pecado, en las tinieblas de la tristeza y la desesperanza.
Y sabiendo lo que la multitud necesita, Jesús pregunta ¿dónde compraremos pan para darles de comer? (Juan 6, 5); Felipe, uno de los Doce, hace un cálculo rápido: organizando una colecta, se podrían recoger al máximo doscientos denarios para comprar el pan, que aun así no sería suficiente para dar de comer a cinco mil personas. Los discípulos razonan con parámetros de «mercado», pero Jesús sustituye la lógica del comprar con otra lógica, la lógica del dar.
A 500 años de la primera misa en territorio argentino, participar en la Eucaristía significa entonces entrar en la lógica de Jesús, la lógica de la gratuidad, de la fraternidad. «Recibir la Comunión» significa recibir de Cristo la gracia que nos hace capaces de compartir con los demás lo que somos y tenemos. La multitud quedó impresionada por el milagro de la multiplicación de los panes; pero el Pan que Jesús ofrece es plenitud de vida para el hombre hambriento. Jesús sacia no sólo el hambre material, sino el más profundo, el hambre de sentido de la vida, el hambre de Dios. Nos hemos acostumbrado a comer el pan duro de la desinformación; el pan viejo de la indiferencia y la insensibilidad; estamos empachados de panes sin sabor, fruto de la intolerancia; el pan agrietado por el odio y la descalificación; como nos dice el Papa Francisco: Digámoslo con fuerza y sin miedo: tenemos hambre, Señor. Tenemos hambre, Señor, del pan de tu Palabra capaz de abrir nuestros encierros y soledades. Tenemos hambre, Señor, de fraternidad para que la indiferencia, el descrédito, la descalificación no llenen nuestras mesas y no tomen el primer puesto en nuestro hogar. Tenemos hambre, Señor, de encuentros donde tu Palabra sea capaz de elevar la esperanza, despertar la ternura, sensibilizar el corazón abriendo caminos de transformación y conversión. 2 Tenemos hambre, Señor, de experimentar como aquella muchedumbre la multiplicación de tu misericordia, y partir y compartir la compasión del Padre hacia toda persona, especialmente hacia aquellos de los que nadie se ocupa, que están olvidados o despreciados. Un niño se acercó con cinco panes y dos pescados (Juan 6, 9); en la lógica del mercado, eso no alcanzará nunca para dar de comer a una multitud; pero en la lógica de la fraternidad y el compartir, es mucho.
En este tiempo de pandemia, ante el sufrimiento, la soledad, la pobreza y las dificultades de tanta gente, ¿qué podemos hacer nosotros? Lamentarnos no resuelve nada, pero podemos ofrecer ese poco que tenemos, como el niño del Evangelio. Seguramente tenemos alguna hora de tiempo, algún talento,… ¿Quién de nosotros no tiene sus «cinco panes y dos peces»? ¡Todos los tenemos! Si estamos dispuestos a ponerlos en las manos del Señor, bastarían para que en el mundo haya un poco más de amor, de paz, de justicia, de alegría. Dios es capaz de multiplicar nuestros pequeños gestos de solidaridad. Que celebrar en este duro contexto, estos 500 años de la primera misa, nos anime en el deseo de compartir lo que somos y tenemos, para que realmente todos se sientan invitados a la mesa grande de la Argentina.
Este 1 de abril esperábamos estar en San Julián, y allí vivir tres días de encuentro y celebración; ser muchos venidos de toda la diócesis y de otros puntos del país y del extranjero. Puede haber en nosotros un dejo de desazón y tristeza; un sinsabor como el de los europeos del siglo XV que salieron a buscar las especias, el oro de la época, lo más valioso para condimentar alimentos, para perfumes y para remedios; salieron a buscarlas porque sus comidas perdieron sabor; porque sus lociones perdieron su fragancia; porque sus recetas médicas perdieron efectividad. Nosotros también, como país y como Iglesia en estos 500 años, hemos perdido mucho: perdimos esperanzas, perdimos oportunidades de desarrollo; perdimos tantos hermanos; y así, o nos quedamos llorando sobre la nostalgia de los que alguna vez fuimos o tuvimos, o perdemos también los miedos, y como Magallanes nos animamos a la aventura; la aventura de construir un país más justo, la aventura de descubrirnos hermanos; la aventura de multiplicar la esperanza, la solidaridad, alimentados por el Pan de Vida que está entre nosotros hace 500 años. En estos meses de preparación, trabajando de manera articulada con el Estado provincial y la municipalidad de San Julián, todos hemos aprendido a soñar grande como Magallanes y a vencer los miedos: soñamos con encontrarnos los distintos, sin miedo a intercambiar opiniones; soñamos con trabajar desde el consenso, sin autoritarismos o bajadas de línea desde afuera; soñamos que nos podíamos reencontrar en el presente pidiendo perdón por las heridas del pasado; soñamos con una fiesta de los 500 años donde todos se sientan parte, especialmente los jóvenes, sin miedo a sus ideas y a sus expresiones culturales. En todo este tiempo recuperamos los sueños, y perdimos los miedos. Que este sea uno de nuestros grandes aprendizajes. La gran hazaña de la expedición de Magallanes y Elcano se coronó con la primera vuelta al mundo; nosotros no dimos la vuelta al mundo como ellos; tampoco la vuelta al mundo en 80 días como la novela del francés Julio Verne; ni siquiera pudimos por la pandemia, realizar la innumerable cantidad de actividades programadas en San Julián; pero igual estamos ante un enorme desafío: Dar vuelta mi mundo, dar vuelta nuestro mundo, dar vuelta nuestra Iglesia; dar vuelta nuestra Argentina: O nos quedamos dando vuelta sobre nosotros mismos, “mirándonos el ombligo”, girando en falso, alejados de la gente, adentro de los templos, o de las oficinas públicas, o como Jesús, caminamos en medio de la multitud… Y damos vuelta el mundo, hacemos la revolución de la ternura, salimos de nosotros mismos, y anunciamos al mundo con palabras y obras que Jesús nos ama, que está entre nosotros en la Eucaristía y en el hermano, y que quiere que seamos felices. Vale la pena intentarlo; Magallanes y Elcano hicieron historia, encontraron la ruta de las especias, y así las comidas recuperaron los sabores. A 500 años de aquella gesta, nosotros le pedimos al Señor Eucaristía que nuestra vida también recobre el sabor, las ganas, el entusiasmo, y la entreguemos en el servicio a los hermanos más pobres, para que el sueño de Jesús sea una realidad; la civilización del amor, en la lógica de la fraternidad, en la lógica del dar, del encuentro en la diversidad; porque nadie se salva sólo; como nos decía el Papa el viernes, todos estamos en misma la barca, en medio de la tormenta remando juntos ; para después todos sentarnos a su Mesa, la Mesa de la Eucaristía, la Mesa del Pan de Vida.
Con letra del P. Martín Salcedo y la música de la banda católica Filocalia
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