19/04/2017 – Durante éstos días de octava de Pascua, reflexionamos sobre las figuras de la resurrección. Junto a ellos hacemos un camino que nos invita a renovarnos. Hoy el evangelio nos propone a los discípulos de Emaús, los desolados que mientras iban de camino se encuentran con un peregrino desconocido que les quitará la ceguera del corazón.
“Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojo lo reconocieran. El les dijo: «¿Qué comentaban por el camino?». Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: «¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les había aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron». Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No será necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?».
“Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojo lo reconocieran. El les dijo: «¿Qué comentaban por el camino?». Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: «¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les había aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron».
Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No será necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando en todas las Escrituras lo que se refería a él.
Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?».
Lucas 24,13- 32
Los dos hombres han salido de la ciudad por la tarde. Y su viaje y las frases posteriores de ambos nos describen perfectamente el estado psicológico de la primera comunidad cristiana. Era la decepción lo que predominaba en ella. Aquel era el tercer día tras la muerte de Cristo.
Se ven frustrados en la propuesta que Jesús vino a hacerles. No esperaban nada. La amargura vino a vencer el alma de los discípulos y del conjunto. Estaban encerrados porque tenían miedo a los judíos.
¿Cómo es el corazón de un descreído?
No esperaban nada. La amargura les había vencido. Estaban tan seguros de que no había nada detrás de la muerte que ni se habían molestado en ir al sepulcro. Como discípulos de Cristo eran poquita cosa. Eran de esos que se imaginan que creen, que se imaginan que esperan. Pero que se vienen abajo ante la primera dificultad. Y ni siquiera se rebelan ante la soledad que entonces se abre en sus almas. Son espontáneamente pesimistas. Les parece lógico que las cosas acaben mal, que se derrumben sus esperanzas. En realidad nunca tuvieron esperanzas: ilusiones cuando más. Y se las lleva el viento. Sobre todo si es un viento tan fuerte de dolor, de sufrimiento o de muerte.
Van tristes y he aquí que, de pronto, un caminante se empareja con ellos. Lo miran y no lo reconocen. Sus ojos no podían reconocerlo, dice el evangelista. No es que él fuese distinto, es que tenían los ojos velados por la tristeza. Les parecía tan imposible que él regresara, que ni se plantearon la posibilidad de que pudiera ser él.
La tristeza surge siempre de la ceguera, aunque con frecuencia se piense que es a la inversa. Y eso que estos dos caminantes hacia Emaús, al menos tienen una cierta razón para la tristeza: creen que Jesús está muerto. Lo malo es quienes seguimos tristes a pesar de que lo creemos vivo.
Si salimos de la tristeza se aclara la visión y podemos ver más claro. Le paso a María Magdalena que el llanto le impide ver. Es el dolor y la angustia lo que nos enceguece. ¿Cómo liberarnos?
El cielo tiene mil razones para que estemos contentos y lucha contra esta condición terrenal nuestra cuando en mil movimientos interiores resistimos al anuncio del cielo. Es tiempo de abrirnos a recibir ese mensaje y empezar a ver. Donde sientas que tu vida no tiene rumbo, creeme que el cielo está cerca y te invita a salir de esos lugares de encierro y de angustia. El Señor te quiere en un lugar nuevo y, de a poquito, quiere irte calentando el corazón y el alma.
Ellos iban con un corazón descreído. No pueden reaccionar frente al escándalo de lo cruz. Y a nosotros también nos pasa en el camino de la vida.
Un alma descreída dice de sí misma ¿para qué? ¿Qué sentido tiene? ¿A quién le importa si al final soy el último orejón del tarro?. Esta sensación de desolación profunda, metidos en un escenario de desvalorización, describe lo que les pasaba a éstos discípulos.
Al peregrino oculto le dice “¿Vos sos el único que no sabe lo que pasó de Jerusalén?”. No hay mejor manera de sacarte de adentro lo que te agobia, te entristece y te opaca la vida, que expresarlo y sacarlo de vos. En discernimiento decimos que el mal espíritu, entre otras estrategias, amordaza y busca silenciarnos. Cuando logramos poner palabras y contar lo que sentimos, empieza a aparecer la claridad y entonces la luz va ganando el escenario de la desolación.
Estos dos peregrinos están desolados y esa angustia es lo que no les permite ver hacia adelante. Karl Ranher dirá que son herejes afectivos, puede decir teóricamente que creen en Jesús pero en realidad no creen.
Entonces este peregrino, maestro sabedor de los textos, comienza a hacer un recorrido sobre cada uno de los acontecimientos que hablaban del Mesías en las escrituras. Entonces el corazón de ellos se va transformando y ganan claridad. Al punto tal que terminado el camino, piden al caminante que se quede porque “se hace de noche”. Sienten que sin Él, se les vuelve a oscurecer el alma. Necesitan que les predique la resurrección; todos lo necesitamos. “Quédate con nosotros Señor que se hace tarde”.
Tal vez vos también sientas que por momentos, las sombras y las oscuridad pueden más que la luz. Decile al Señor, “quédate con nosotros, no pases de largo”. Como dice el salmo “la noche es tan clara como el día”. Con Jesús no hay noches, e incluso la oscuridad es clara con Él.
Mientras parten el pan, se dan cuenta de que el modo de hacerlo de este peregrino les resulta familiar. El modo de Jesús es lo que marca la diferencia. Ellos tienen memoria del modo de Jesús y es cuando parte el pan cuando lo reconocen. Y se dicen, ¿acaso no ardía nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino?”. ¡Es el Señor!.
Este reconocimiento del Señor por sus modos es lo que hace que rápidamente vuelvan corriendo a decírselos a sus hermanos. Al llegar les dicen que es verdad, que el Señor se apareció también a Simón. Pedro es quien confirma en la fe. Si los peregrinos de Emaús tenían alguna duda, con el testimonio de Pedro queda confirmado. En el discernimiento de espíritu, además del sentir interior, se tiene que dar una confirmación externa.
Ojalá vos también puedas descubrir que en tu vida es el Señor el que está caminando con vos y que todo lo que ha opacado y entristecido tu alma comience a desaparecer, y la luz gane terreno desde dentro tuyo. No es tanto qué se dice del Señor resucitado, sino cómo se dice.
Padre Javier Soteras
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