Celebración de Santo Tomás

miércoles, 3 de julio de 2013
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Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con los otros discípulos cuando se presentó Jesús resucitado. Ellos le dijeron: "¡Hemos visto al Señor!".

Él les respondió: "Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no creeré". Ocho días mas tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: "¡La paz esté con ustedes!".

Luego dijo a Tomás: "Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe". Tomás respondió: "¡Señor mío y Dios mío!". Jesús le dijo: "Ahora crees, porque me has visto.

¡Felices los que creen sin haber visto!".

Ver para creer

Pasada la tormenta, tormenta del viernes, vísperas de la pascua judía cuando vieron morir al maestro en la cruz entre dos ladrones.

Se encontraban los apóstoles sin pastor, turbados y desconcertados, sumidos en la tristeza y el llanto (Mc. 16,10). María Magdalena les anunció que Jesús había resucitado y que se le había aparecido, pero ellos no lo creyeron. ¿Cómo debían ellos dar fe al testimonio de una mujer? Más tarde se apareció a dos que iban de camino y se dirigían al campo. Estos, se volvieron, dieron la noticia a los demás; ni aun a éstos creyeron (Mc. 16,12-15). Los dos discípulos que se encaminaban a Emaús tardaron mucho en rendirse a la evidencia de las pruebas que les presentaba Cristo resucitado (Lc. 24,13-35). Cuando los once se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado, se les apareció Cristo. Viéndole se postraron; pero algunos vacilaron (Mt. 28,16-17).

Una ola de escepticismo se había adueñado de los apóstoles y hacían falta pruebas fehacientes para que renaciera en ellos la fe y la confianza en Jesús. Y no tardaron éstas en venir, porque tuvo Cristo compasión de sus amados apóstoles, de dura cerviz y tardos en creer.

Estaban diez de ellos reunidos en el Cenáculo con las puertas herméticamente cerradas por temor de los judíos. De repente se presentó Cristo en medio de ellos y les dijo: La paz sea con ustedes. Aterrados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Jesús les increpó suavemente por su incredulidad, y añadió: Vean mis manos y mis pies, que yo soy. Tóquenme y vean, que el espíritu no tiene carne ni huesos como ven que yo tengo. Diciendo esto, les mostró las manos y los pies (Lc. 24,37-40). Pero aun con pruebas tan claras no creyeron ellos totalmente hasta que Cristo les abrió la inteligencia (Lc. 24,45).

Vemos en esta aparición -la misma de que habla San Juan (20,19-25)- que, a pesar de ofrecerles Jesús pruebas tan evidentes de su personalidad, algunos abrigaban ciertas sospechas.

Quiso la fatalidad que a esta aparición no estuviera presente Santo Tomás, y sería aventurado querer investigar las razones que motivaron su ausencia. Quizá su mismo temperamento independiente, impulsivo y con acentuada personalidad le sugería a no querer mezclarse de nuevo en un asunto que había fracasado. El, que tanto había batallado para impedir que Jesús cayera en manos de sus enemigos, comprueba ahora que sus esfuerzos fueron inútiles y que la causa de su Maestro se había desvanecido para siempre con la muerte del mismo.

Es verdad que oye voces de unos y otros de que Cristo ha resucitado y de que se ha aparecido a algunas personas; pero él quiere pruebas tangibles: exige que se le aparezca como ha hecho con otros—que no fueron tan generosos como él—; que pueda hablarle cara a cara y palparle.

Sus compañeros de apostolado, entusiasmados, contaron a Tomás que habían visto a Cristo, que le habían tocado y comido con Él. Tomás, en el fondo, quiere dar fe a su testimonio, pero responde con una negación fría a su narración entusiasta. No merece ni quiere sufrir la humillación de ser él el único del grupo de los doce que no vea al Maestro resucitado, y de ahí sus protestas de que no creerá en lo que le dicen hasta que lo vea y toque él personalmente. Es curioso ver cómo cada vez sus exigencias van en aumento: quiere ver con sus propios ojos la señal o marca dejada por los golpes y tocar la herida. Si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos y mi mano en su costado, no creeré (Jn 20,25).

Así como para la fe de  Tomás es fundante el encuentro con el Resucitado que lo lleva a decir, Señor mío, Dios mío, ¿Cuál es el momento fundante, el más importante de tu encuentro con el Resucitado? ¿Te acordás cuando fue tu primer encuentro con Jesús Resucitado?

 

¡Señor mío y Dios mío!

No podemos afirmar que Tomás dudara formalmente de la resurrección de Cristo; más bien cabe suponer, usando un poco de imaginación,  que sus exigencias ante los otros apóstoles van encaminadas a obligar a Cristo a que se le aparezca a él personalmente en premio de la fidelidad que siempre le demostró en vida. Y al formular tales pretensiones abriga en su interior la esperanza de que Jesús no se negara a ellas.

Y no podía menos de acudir Jesús al llamamiento de su apóstol. En efecto, a los ocho días estaban reunidos de nuevo los apóstoles en el Cenáculo y con ellos Tomás. Las puertas, como la primera vez, estaban cerradas. Cristo se apareció y saludó a los presentes, diciéndoles: La paz sea con ustedes. Luego dijo a Tomás: Alarga acá tu dedo, y mira mis manos, y tiende tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel (Jn. 20,26-27).

Cristo conocía las condiciones puestas por su discípulo para creer en Él y se somete gustoso a que Tomás haga la experiencia de distinguir entre un fantasma y un cuerpo viviente. No es de suponer que Tomás hiciera uso de la autorización que le hacia el Maestro. Su reacción ante las palabras de Jesús fue de reconocer la divinidad de Jesús: ¡Señor mío y Dios mío! Se trata de una confesión de fe completa. Nadie en el Evangelio le había dado este título, que Él había reivindicado con términos precisos.

 Jesús mira al corpulento e impulsivo Tomás humillado a sus pies y con una sonrisa llena de gozo le pregunta: ¿Crees ahora o no?' Tomás creyó por haber visto a Cristo; pero dichosos los que sin ver creerán. Después de los apóstoles vendrán otros que no han contemplado la humanidad gloriosa de Cristo. A ellos se dirige elogiosamente Jesús.

 

Bienaventurados los que no vieron y creyeron

Las futuras generaciones compensarán por el ardor de su fe lo que les faltará de presencia real. "El evangelista San Juan quiso cerrar su evangelio con el episodio de Tomás. La escena que él cuenta después de ésta, la aparición de Jesús en el mar de Tiberíades, es sólo un apéndice que añadió más tarde. La respuesta final de Jesús había de ser como un amén poderoso que había de resumir todo el Evangelio y había de resonar a través de todos los siglos en el alma de los creyentes: Porque me has visto has creído, Tomás. Bienaventurados los que no vieron y creyeron.

Con una simple mención en el relato de la pesca milagrosa (Jn 21,2) y la consignación de su nombre en la lista de los apóstoles reunidos en el Cenáculo después de la Ascensión (Act. 1,13), desaparece Tomás de los anales de la historia para adentrarse en la enmarañada selva de la leyenda. Su paso fugaz por el escenario de la historia fue provechoso para nosotros, hasta el punto que San Gregorio el Grande no vacila en afirmar que "más beneficiosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los apóstoles que fácilmente creyeron.

El apóstol enérgico y valiente sentía cómo su corazón ardía en llamas por el deseo de predicar a las gentes la buena nueva del Maestro, a quien tanto amó en vida y que, después de muerto, vio con sus ojos y pudo tocar con sus manos. La atmósfera que se respiraba en Palestina era tan hostil a Cristo que hubiera sido arriesgado organizar allí un plan sistemático de apostolado.

Algunos de los apóstoles fueron encarcelados o llevados a los tribunales, prohibiéndoseles predicar la doctrina de Cristo. En estas condiciones era mejor emigrar hacia los pueblos de la gentilidad.

Santo Tomás emprendió el camino de la gentilidad; Sabemos que salió de Palestina, y las tradiciones aseguran que marchó hacia Oriente, a las tierras por donde sale el sol, para anunciarles que otro Sol más radiante y vivificador había nacido en tierras de Palestina. Se dice que su apostolado fue muy fructífero debido a su predicación y a la multitud de milagros que obró en confirmación de su doctrina. Una tradición siria llama a Santo Tomás "rector y maestro de le Iglesia de la India, fundada y regida por él".

 

El verdadero itinerario de la fe: creer sin ver

El Breviario romano dice que el Santo fue martirizado en Calamina, ciudad que no se ha identificado todavía. Parte de sus reliquias fueron trasladadas a Edesa, en cuyo lugar se mostraba su sepulcro, según testimonio de escritores cristianos antiguos.

El actual Evangelio de Santo Tomas, apócrifo, refiere numerosas y fantásticas leyendas en torno a la infancia de Jesús.

La celebración de Santo Tomás nos presenta algunas notas interesantes. La más importante y que engloba las demás es la descripción del camino de la fe: el paso de “no creer” a “creer”. Los discípulos se encuentran reunidos, Jesús se les aparece. Después lo comunican a Tomás. Él no cree en su testimonio, se deduce que tampoco en la resurrección. A partir de entonces el protagonista pasa a ser otro, Jesús.

Él es quien indica cuál es el verdadero itinerario de la fe: “creer sin ver”. La sentencia hemos de comprenderla en el contexto en que se expresa, hay un testimonio que el discípulo rechaza y hay unas pruebas (las manos y el costado) que posibilitan el cambio de actitud.

Tal vez podamos insistir, el objeto de la fe es Jesús, lo central es la profesión de fe “Señor y Dios”. Es secundaria, aunque importante, la lección última. ¿Por qué nuestro empeño? Durante siglos se ha puesto el énfasis en las palabras finales de Jesús, llegándose a extrapolar su sentido, precisamente por sacarlo de contexto. “Creer sin ver” se ha aplicado a aquellas realidades misteriosas de la fe, que para no profundizarlas, las dejamos ahí quietas, bajo el adagio.

La celebración de los santo Tomás no es para nosotros creyentes simplemente un motivo de admiración, sino un ejemplo y un compromiso.

La ida y el regreso incrédulo de Tomás recuerda las negaciones de Pedro después de sus presuntuosas promesas. Si recordamos,  Dídimo (Tomás), ante la posibilidad de las negaciones de Pedro,  hace alarde de invitar a sus compañeros a morir por ese Maestro a quien ahora niega el único homenaje que Él le pedía, el de la fe en su resurrección, tan claramente preanunciada por el mismo Señor y atestiguada ahora por los apóstoles.

El único reproche que Jesús dirige a los suyos, no obstante la ingratitud con que lo habían abandonado todos en su Pasión, es el de esa incredulidad altamente dolorosa para quien tantas pruebas les tenía dadas de su fidelidad y de su santidad divina, incapaz de todo engaño.

Aspiremos a la bienaventuranza que aquí proclama Él en favor de los pocos que se hacen como niños, crédulos a las palabras de Dios más que a las de los hombres. Esta bienaventuranza del que cree a Dios sin exigirle pruebas, es sin duda la mayor de todas, porque es la de María Inmaculada: "Bienaventurada la que creyó". 

Y bien se explica que sea la mayor de las bienaventuranzas, porque no hay mayor prueba de estima, respeto,  hacia una persona, que el de creerle por su sola palabra. Y tratándose de Dios, es éste el mayor honor que en nuestra impotencia podemos tributarle.

 

No lo han visto pero le aman

Todas las bendiciones prometidas a Abrahán le vinieron de haber creído, y el "pecado" por antonomasia que el Espíritu Santo imputa al mundo, es el de no haberle creído a Jesús. Esto nos explica también por qué la Virgen María vivía de fe, mediante las Palabras de Dios que continuamente meditaba en su corazón.

Es muy de notar que Jesús no se fiaba de los que creían solamente a los milagros, porque la fe verdadera es, como dijimos, la que da crédito a Su palabra. A veces ansiamos quizá ver milagros, y los consideramos como un privilegio de santidad. Jesús nos muestra aquí que es mucho más dichoso y grande el creer sin haber visto. 

A pocos días de la fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo, celebramos hoy la fiesta del apóstol Santo Tomás. Se suele decir que es el apóstol que mejor refleja nuestro talante moderno de hombres y mujeres incrédulos.

 Tomás es uno de los doce, que en este punto no podemos presentar como modelo, no pertenece al grupo de aquellos que son dichosos porque creen “sin haber visto”, como María por ejemplo. 

Al fin y al cabo, siempre creemos sin haber visto. Ya sé que esta es una herejía cultural en un tiempo en el que parece que sólo se puede aceptar lo que cabe en nuestro diminuta computadora cerebral. Pero no siempre ha sido así y no siempre será. Cuanto más maduremos en nuestro conocimiento de la realidad más humildes seremos. Y más cerca estaremos de aquellos que han creído y creen sin haber visto, pero sintiéndose amados.

Es interesante ver  la manera como lo dice la primera carta de Pedro en el capítulo 1 "Todavía no lo han visto, pero lo aman; sin verlo creen en él, y se alegran con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la salvación, que es el objetivo de la fe de cada uno de ustedes" (1 Pe 1,8-9).

Mientras se nos concede la gracia de engrosar el grupo de los creyentes humildes, podemos caminar de la mano de Tomás, podemos meter nuestros dedos en las muchas heridas que el Crucificado sigue teniendo hoy.

Este santo apóstol, Tomás, podría ser muy bien patrono de muchos que dicen hoy mismo con él: “si no lo veo, no lo creo”. ¿Cómo sería en verdad la actitud negativa de Tomas? Pudo ser una actitud escéptica ante los anuncios de la resurrección de Cristo o una simple duda ante las formas como se producían esos acontecimientos.

 

Una experiencia que nos transforma

Para nosotros, lo importante es observar su cambio de actitud: Tomás tardó en comprender que su postura ante la palabra de los compañeros no había sido razonable, pues tenía ante sí testimonios muy fidedignos, por ejemplo, en la Magdalena y en los discípulos camino de Emaús. Pero se hizo esperar. 

Por fortuna, o mejor por gracia, al final, entró en él la luz de forma para él inesperada, a la luz de todos, con una plasticidad enorme. Junto a la plasticidad de poner el dedo en las llagas, se dio en él una expresión emocionada que a todos conmueve: ¡Señor mío y Dios mío! Es la más alta y clara confesión de fe que aparece en el cuarto Evangelio. 

Ese Tomás, primero frío y luego ardiente, fue quien, según la tradición, predicó en la India, donde sufriría el martirio. Los cristianos de allí, de rito malabar, se dicen discípulos “de santo Tomás”. Y los cristianos de aquí, de rito romano, debemos mostrarnos muy agradecidos y deudores a su confesión de fe, amor y servicio.

Tomás es el que aparece pronto para acompañarlo en la muerte. Los Doce, en Jn, la comunidad cristiana en cuanto heredera de las promesas de Israel, esta cifra no de­signa a la comunidad después de la muerte-resurrección de Jesús, cuando las promesas se han cumplido (cf. 21,2: siete nombres, comuni­dad universal). Tomás no había entendido el sentido de la muerte de Jesús (14,5); la concebía como un final, no como un encuentro con el Padre.

Separado de la comunidad (no estaba con ellos), no ha partici­pado de la experiencia común, no ha recibido el Espíritu ni la misión. Es uno de los Doce, con referencia al pasado.

La frase de los discípulos (Hemos visto al Señor, cf. 20,18) formula la experiencia que los ha transformado. Esta nueva realidad muestra por sí sola que Jesús no es una figura del pasado, sino que está vivo y ac­tivo entre los suyos. Tomás no acepta el testimonio. No admite que el que ellos han visto sea el mismo que él había conocido. Exige una prueba individual y extraordinaria.

Ocho días después el día permanente de la nueva creación es «primero» por su novedad y «octavo» (número que simboliza el mundo futuro) por su plenitud. En él va surgiendo el mundo definitivo. Den­tro, en la esfera de Jesús, la tierra prometida. Las puertas trancadas ya no indican temor; trazan la frontera entre la comunidad y el mundo, al que Jesús no se manifiesta. Llegó, «llega»; ya no se trata de fundar la comunidad , sino de la presencia habitual de Jesús con los suyos. Jesús se hace presente a la comunidad, no a Tomás en particular.  Juan menciona solamente el saludo (Paz con ustedes), que en el episodio anterior abría cada una de las partes.

No siendo ya éste el primer encuentro, el saludo remite al segundo saludo anterior, cada vez que Jesús se hace presente (alusión a la eucaristía), re­nueva la misión de los suyos comunicándoles su Espíritu.

Luego divide la escena; ahora va a tratarse de Tomás. Unido al grupo encontrará solución a su problema. Jesús, demostrándole su amor, toma la iniciativa y lo invita a tocarlo. La insistencia de Juan en lo físico (dedo, manos, mano, meter, costado) subraya la continuidad entre el pasado y el presente de Jesús: la resurrección no lo despoja de su condición humana anterior ni significa el paso a una condición supe­rior: es la condición humana llevada a su cumbre y asume toda su his­toria precedente. Ésta no ha sido solamente una etapa preliminar; ella ha realizado el estado definitivo.


Respuesta tan extrema como la incredulidad anterior. El Señor es el que se ha puesto al servicio de los suyos hasta la muerte; es así como en Jesús ha culminado la condición humana. La ex­presión Señor mío reconoce esa condición. Tomás ve en Jesús el acaba­miento del proyecto divino sobre el hombre y lo toma por modelo (mío). 

Después del prólogo es la primera vez que Jesús es llamado simplemente Dios. Con su muerte en la cruz ha dado remate a la obra del que lo envió: realizar en el Hombre el amor total y gratuito propio del Padre. Se ha cum­plido el proyecto creador: «un Dios era el proyecto«. Tomás des­cubre la identificación de Jesús con el Padre. Es el Dios cer­cano, accesible al hombre. 

La experiencia de Tomás no es modelo. Jesús se la concede para evitar que se pierda: a él no se le encuentra sino en la nueva realidad de amor que existe en la comunidad. La experiencia de ese amor (sin haber visto) es la que lleva a la fe en Jesús vivo (llegan a creer). 

 

Síntesis: La fe de la comunidad reconoce en Jesús al Hombre-Dios; tal es la formulación de su experiencia. Toda generación cristiana puede participar de ella por la comunicación del Espíritu/vida.

 

 

Padre Gabriel Camusso