Creo en la resurrección de los muertos

martes, 6 de noviembre de 2012
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Buen día a todos los amigos de Radio María que tengan un muy buen viernes en este día que conmemoramos a los fieles difuntos,

 

La consigna de hoy va a estar vinculada a los fieles difuntos para proponerte que lo vivamos desde la perspectiva de la Pascua, por eso te propongo que nos compartas algún texto del evangelio de Jesús, alguna aparición de Jesús resucitado que te ilumina y te acompaña en este día de los fieles difuntos.

Cada evangelio en la parte final nos va mostrando distintos modos de las apariciones de Jesús o palabras del Señor Resucitado. Cuál es la que resuena en tu corazón, cuál es la que querés compartir en este día en que ponemos nuestra mirada en nuestros fieles difuntos pero desde la perspectiva de nuestra fe. Es saber que Cristo con su muerte y su resurrección tiene la última palabra sobre la muerte.

 

Este es un día donde tenemos sentimientos mezclados, hay un dolor, una nostalgia de aquellos seres que nos acompañaron porque tenemos muy presente que hoy no están todos los seres que queríamos y por más que la muerte es algo natural, que la muerte la vivimos desde la fe, hoy es un día donde damos gracias por aquellos seres que nos precedieron, los recordamos especialmente en la oración, quizá nos acercamos al cementerio, no hay persona que no tenga parientes o amigos que recordar. No hay familia que no haga hoy memoria de sus seres queridos.

 

Nosotros lo queremos hacer desde la fe, desde esta opción que es un regalo de Dios, no es algo que nos imponemos sino algo que descubrimos, algo que nos ha regalado el Señor y por eso damos gracias.

 

Te propongo que vayamos a un texto del Antiguo Testamento, el capítulo 6 del Profeta Oseas “Vengan, volvamos al Señor, él nos ha desgarrado pero nos sanará, ha golpeado pero vendará nuestras heridas. Después de dos días nos hará revivir, al tercer día nos levantará y viviremos en su presencia. Esforcémonos por conocer al Señor, su aparición es cierta como la aurora, vendrá a nosotros como la lluvia de primavera que riega la tierra”

Es un texto hermoso, Oseas es un profeta que me cautiva el corazón porque es un profeta enamorado que vive todas las cosas de aquel que ama apasionadamente.

Es verdad, la muerte es un desgarro, a veces ante la muerte nos enojamos incluso con Dios, pero después vamos entendiendo que él sanará nuestras heridas.

Al tercer día resucitó, lo proclamamos y lo celebramos y esto también está presente en nuestro modo de vivir.

San Pablo tiene una frase muy fuerte en la carta a los romanos (capítulo 6 versículo 3): Bautizados en su muerte! No deja de asombrarnos pero es verdad, la muerte de Cristo es fuente de vida porque en ella Dios a vertido todo su amor. Por eso los primeros cristianos hacían visible esto cuando se sumergían en el agua, no era una gotita de agua que ponían en su cabeza, se adentraban en el agua y de allí salían renovados.

El abismo de la muerte se llena con otro abismo todavía más grande y es el amor de Dios, de manera que la muerte es el enemigo que será vencido en última instancia.

 

Vivir con Jesús es el cumplimiento de la esperanza profetizada por Isaías y nosotros viviremos en su presencia. Lo decía Isaías: Esforcémonos por conocer al Señor, por vivir en su presencia, su aparición será cierta como la aurora.

Por eso para nosotros desde Cristo la muerte se nos empieza a hacer más natural, porque por un lado nuestra no es interrumpida como una vida que se acaba, es plenificada, y esto es importante porque hay que entender que hay un paso cualitativo.

 

Vuelvo a Oseas porque en ese tiempo la fe de los israelitas estaba amenazada con algunas religiones naturalistas de la tierra de Canaán, y yo veo hoy que también hay cierta tentación a querer vivir con cierta espiritualidad new age, donde vamos incorporando todo como algo natural pero perdiendo la trascendencia, la muerte humana no obedece a ningún ciclo natural, hay una ruptura pero para dar un paso cualitativo más alto, la muerte es vencida por la vida de Cristo. La vida nueva y eterna es fruto de una muerte en el árbol de la cruz, sin Cristo la muerte hubiese vencido, por eso nosotros creemos en la Resurrección y con esto la muerte se acaba, ya no tiene palabra. No aceptamos la reencarnación, sin la cruz de Cristo toda la energía de la naturaleza permanecería impotente frente a la fuerza negativa del pecado y de la muerte.

 

Es necesario que la muerte de alguna manera sea vencida por una irrupción de vida, y esto sucede en aquellos tres días que nos habla el profeta Oseas, en donde el grano de trigo cae en tierra y da fruto.

 

Hoy es un día para recordar con mucho cariño a nuestros seres queridos y para decirnos con mucha fuerza “Creo en la resurrección de los muertos”.

 

¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado

Esa es nuestra certeza y esa certeza nos acompaña en el dolor. Necesitamos decirnos una y otro vez que la muerte se entiende desde la muerte de Cristo, que es una muerte y una resurrección.

 

Ante el recuerdo de un ser querido fallecido hay dos tentaciones, o lo tratamos de tapar como que es algo natural, cumplió su ciclo, negamos el dolor, no nos permitimos el duelo, y la otra tentación es quedarnos atrapados y nos venimos abajo. Yo creo que no tienen que ser ni una ni otra, en realidad, todos vamos a morir, es una certeza, no sabemos ni cómo ni cuándo pero todos vamos a morir, y de alguna manera es lógico que así sea. Imagínense si no se hubiera muerto nadie desde la creación del mundo, sería imposible vivir. El pecado trajo este momento trágico de la muerte, este desorden, este desapego, pero la muerte es algo natural que la tenemos que vivir con sobrenaturalidad para que este desgarro de este ser querido sea una poda, sea una ausencia, es una herida, es una tristeza.

San Agustín dice al hablar de la muerte de su mamá que es el primer dolor que va a sentir sin contar con su regazo. Evidentemente la muerte duele, te quiebra la muerte para nosotros es una ausencia que recuerda una presencia, nos recuerda que somos peregrinos y que estamos llamados a reencontrarnos con ellos porque creemos en la resurrección.

 

No nos dejemos atrapar por la muerte, ellos viven con Cristo después de haber sido sepultados con él en la muerte. Para ellos el tiempo de la prueba ha terminado, por eso a pesar de la sombra de tristeza provocada por la nostalgia de su presencia nos alegramos de saber que ya han llegado a la serenidad de la patria.

También sentimos la necesidad de rezar por ellos porque ellos como nosotros somos frágiles, ellos como nosotros hemos pecado y entonces nuestra oración es una ayuda afectuosa, es una caricia del alma, es también abrazarlos en su debilidad y pedirle al Señor por todo aquello que pudiera retrasar su reencuentro feliz con él. Con esa intención vamos a la Eucaristía por todos los difuntos, con esa intención hacemos el sufragio por las almas del purgatorio, porque con mucha sencillez nos reconocemos limitados y pecadores y le pedimos al Señor ten piedad de mí que soy un pecador, ten piedad de nosotros.

El rezar por los difuntos es un acto de fe, de caridad y de esperanza porque un día nos vamos a reencontrar en el domingo sin ocaso, en el cielo vamos a ver a Dios cara a cara, habremos dejado de ser peregrinos para estar gozosos con nuestro Señor permaneciendo para siempre vivos en él.

 

Leyendo un libro del padre Martín Descalzo “Razones para el amor”, contaba que:

Una mañana de agosto, en una de las playas próximas a Montpellier, en Francia, apareció el cadáver de un hombre. Debía de tener cerca de setenta años y no había en él nada que ayudase a identificarle. Los mismos rasgos de su rostro aparecían hinchados, desfigurados, por la larga permanencia del cuerpo en el agua. Y el cadáver fue trasladado al Instituto Anatómico Forense de Montpellier, en espera de que alguien reclamase los restos de aquel pobre viejo, a quien una crisis cardiaca había sorprendido en pleno baño, tal vez a una hora en que la playa estaba solitaria.

«Solitario»: éste parecía ser el único signo de identificación de aquel anciano muerto. Solitario le había encontrado la muerte. Y solitario iba a permanecer durante seis largos días en los depósitos del Instituto Anatómico. Nadie parecía haberle echado en falta. ¿Era tal vez un mendigo sin casa ni familia? ¿Era alguien no amado por nadie, alguien sin quien el mundo podía seguir rodando como si nunca hubiera vivido.

Sólo al séptimo día iba a saberse que aquel cadáver era el de monseñor Riobé, obispo de Orleáns, uno de los hombres más queridos y valorados del Episcopado francés. Un conocido periodista religioso de Paris-Match, le habla prestado, quince días antes, su casita a la orilla del mar. Y el obispo estaba gozando de su retiro como un chiquillo. Pocas horas antes de su muerte habla escrito la que sería su última carta: «Estoy conociendo, casi por primera vez en muchos años, el placer de no ser importante y pasar inadvertido. Por las tardes, cuando la playa se queda desierta, suelo darme un baño. Rezo mucho.» Horas después, el corazón de uno de los más grandes profetas de nuestro siglo cesaba de latir. Y monseñor Riobé conocía la más honda de las soledades: ser un total desconocido.

 

Después el entierro fue multitudinario pero en el momento de la muerte cruzamos un umbral, una puerta, pero la podemos cruzar con la fe.

Yo no sé cuando me voy a morir pero sí sé que el día de mi muerte me voy a encontrar con alguien conocido, con alguien a quien le he rezado esta mañana.

 

Una vez estando en Europa me tocó ir a Colonia, Alemania, y yo soy muy malo con los idiomas y estaba en la estación de tren totalmente perdido esperando para viajar al Seminario, hasta que de pronto en todo ese mundo extraño escuché un grito de un antiguo compañero de la secundaria que me estaba esperando en el andén. El se había enterado de que yo iba y me fue a buscar y de golpe Colonia se transformó en mi Buenos Aires querido, yo caminaba tranquilo, no me sentía extranjero porque estaba con mi amigo.

 

Yo solo sé que en el día de mi muerte hay alguien que me va a estar esperando y me va a estar abrazando, por eso tenemos que vivir con naturalidad y hay algo que a mí me hace mucho bien, como no sé si tengo un mañana, hoy lo quiero vivir intensamente. Aceptar con naturalidad la muerte, dejar que en el horizonte de nuestra vida esté la muerte no significa para nada ser un fugitivo de esta vida, todo lo contrario. Yo quiero vivir apasionadamente cada día, quiero que el Señor me encuentre en el último día de mi vida amando porque soy amado por él. Quiero poder decir he gritado el evangelio con toda mi capacidad y con todos mis límites.

 

Debemos en este día reconciliarnos con este misterio doloroso de cruz que es la muerte, pero como en el parto, si un niño en el seno de su madre no quisiera nacer y le pidiera a Dios la gracia de permanecer siempre en el seno materno, estaría pidiéndole al Señor un absurdo, no vivir, no ser pleno.

Nosotros vamos a vivir plenamente en Jesús y para siempre, y porque creemos esto amamos esta vida porque ahí se gesta todo, de ahí depende todo, y es lo que tenemos hoy para ser plenamente felices.

 

Una de las cosas que también es importante tener presente es que la Iglesia en estos días debe estar con un corazón de madre, con ese espíritu misionero que nos propone Aparecida para acompañar la fe de nuestra gente. Ayer por ejemplo la plaza de Once, símbolo de tanto dolor, de tanta muerte, se transformó en una gran misión, santuario de todos los santos que acompañan la vida de la gente y hoy también nuestras parroquias, los cementerios se llenan de gente, que importante es que nosotros estemos atentos para hacer presente lo que creemos. Esto nos va situando en la Eucaristía, ahí hacemos memoria de lo que Dios hizo por nosotros, también traemos la memoria de todos nuestros seres queridos, también pedimos perdón por nuestras faltas y las de todo el mundo, por otro lado hacemos presente a Jesús resucitado y celebramos un misterio que es la muerte que es vencida. Jesús amó hasta dar la vida pero con su donación, con su ofrenda y su entrega de vida, vence a la muerte.

 

Esta catequesis que en este día tan especial hemos tratado de centrarla no en el tema de la muerte sino en el tema de la vida, serenamente, que el Señor haya resucitado da un sentido a nuestra vida y un sentido también a nuestra muerte y a la de nuestros seres queridos. Ellos como la estrella de Belén nos recuerdan que no hay que dejar de buscar a ese niño envuelto en pañales, a ese Dios que se hace dolor y cruz, a ese Dios que es la vida.

 

Voy a leer un poema que encontraron en el bolsillo de la campera de un soldado en la guerra de Corea y que dice así:

 

Escucha, Dios,

yo nunca hablé contigo.

Hoy quiero saludarte: ¿cómo estás?

¿Sabes?… Me decían que no existes,

y yo, tonto, creí que era verdad.

Anoche,

cuando estaba oculto en un hoyo de granada,

vi tu cielo…

¡Quién iba a creer que para verte

bastaría con tenderse uno de espaldas!

No sé si aún querrás darme la mano;

al menos, creo que me entiendes.

Es raro que no te haya encontrado antes,

sino en un infierno como éste.

Pues bien, ya he dicho todo,

aunque la ofensiva nos espera muy pronto.

Dios mío, no tengo miedo,

desde que descubrí que estabas cerca.

¡La señal..! Bien, Dios, debo irme.

Olvidaba decirte que te quiero.

El choque será horrible…

Esta noche, ¿quién sabe…?

Tal vez llame a tu cielo…

Comprendo

que no he sido amigo tuyo, pero…

¿me esperarás si llego hasta Ti?

¿Cómo…? Mira, estoy llorando…

Tarde te descubrí…

¡Cuánto lo siento!

Discúlpame, debo irme. ¡Buena suerte!

¡Qué raro! Sin temor voy a la muerte.

 

 

Que María Santísima nos conceda a todos encontrar a ese Señor en cualquier momento en cualquier lugar porque entonces desaparecerá todo temor.

Que tengan un muy buen día, pondré a todos nuestros fieles difuntos en el altar que nos une y si Dios quiere nos encontramos el lunes que viene en la catequesis ya con el Padre Javier ayudándonos a crecer en nuestra fe y como Iglesia.-