Día 21: La última cena

miércoles, 25 de marzo de 2020

25/03/2020 – En la tercera semana de los ejercicios ignacianos, en el día 21, contemplamos a Jesús en la última cena. “Jesús sabe que está frente a un acontecimiento de desenlace final. Se lo ha revelado seguramente su Padre. De todas maneras, el Señor está sereno”, dijo el padre Javier. “Nuestro propósito será contemplar, observar ¿dónde estoy yo en esa escena? ¿Que lugar ocupo? Podemos incorporar el gesto de lavar los pies, un gesto de una fuerza que conmueve. Nosotros ahí, sintiendo en el corazón como si estuviera allí presente”, agregó.

 

 

Momentos de la oración

Oración preparatoria: pedir gracia a Dios nuestro Señor para que todas mis intenciones, acciones y operaciones (el ejercicios de hoy) se ordenen puramente al servicio y alabanza de Dios.

Petición: dolor, sentimiento y confusión, porque por mis pecados va el Señor a la pasión.

Traer la historia: Contemplamos a Jesús en la última cena (Mt 26, 20-30). Hoy vemos a Jesús lavando los pies a los discípulos y declarando el mandamiento de la caridad. El Señor tiene un gesto sorprendente al decir que quedará presente bajo la forma de pan y vino que están compartiendo. Nuestro propósito será contemplar, observar ¿dónde estoy yo en esa escena? ¿Que lugar ocupo?

Coloquio: diálogo con el Señor sobre lo que se me fue moviendo en el corazón durante la contemplación.

Examen de la oración: ¿Cómo me fue? ¿Qué pasó en la oración?

 

Catequesis completa

 

(Mt 26, 20-30; Jn 13, 1-11)

 

Al comienzo de la Tercera semana san Ignacio presenta –como contemplación prototípica- la cena, cuyo tema distribuye en tres puntos en la serie de los “misterios de la vida de Cristo” (EE 289): el primero, sobre la cena del cordero pascual con los doce apóstoles (renovación de la antigua Alianza, con el anuncio de la traición de Judas, tomado de Mt 26, 20-25); el segundo, sobre el lavatorio de los pies (tomado de Jn 13, 1-11); el tercero, con la institución de la eucaristía o sacrificio de la nueva Alianza (tomado de Mt 26, 26-30).

  1. Este primer punto abarca dos: el de la comida del cordero pascual y el del anuncio de la traición de “uno de vosotros” que parece que sólo para Judas es explícito (“tú lo has dicho”).

La víspera de la fiesta se come el cordero pascual, de modo que las últimas horas de la tarde se transforman en el recuerdo de la noche en que Dios liberó a su pueblo de la servidumbre de Egipto (Éx 12, 1 ss., con nota de BJ). Entonces se fundó Israel como pueblo y este fundamental acto de salvación debe perdurar en el recuerdo imperecedero.

Es una cena conmemorativa, que cada año actualiza de nuevo la acción salvífica de Dios en su pueblo (Éx 13, 3 ss.).

La cena correspondía, en general, a la manera como se celebraban las otras cenas judías: se comía el cordero como manjar principal y, en conjunto, se le daba una mayor solemnidad. Una serie de platos seguía sucesivamente, interrumpida por una alocución del Padre de familia y por oraciones.

Jesús y los Doce se colocan alrededor de la mesa para cenar a loor de Dios y en recuerdo de la acción salvífica de este en favor de su pueblo (como sucederá luego en la eucaristía, hecha en memoria de Jesús y su acto salvífico, 1 Cor 11, 24-25).

El alegre estado de ánimo se enturbia por unas palabras sombrías de Jesús: “uno de vosotros me entregará” (Mt 26, 21).

Para los antiguos, la participación en la misma mesa expresa la amistad y la paz, señal de confianza mutua: el que es co-mensal es también amigo y amigo íntimo. El grupo de los Doce constituye una comunidad de co-mensales que rodea a Jesús y que el traidor esté sentado en este grupo de íntimos le confiere una especial gravedad a la traición. El traidor moja la mano en la fuente común, de la que cada uno tomaba salsa con un pedazo de pan. Forma parte de la comunidad de co-mensales y ya lo ha traicionado interiormente.

Jesús sabe quién es el traidor pero, si lo señala, lo hace vagamente: al menos, es lo que parece por Mateo y Marcos (aunque según Juan lo señala expresamente al mismo Juan). La prueba de que Jesús lo sabe es la respuesta dada a Judas, cuando este tiene el descaro de no darse por aludido y dirigir a Jesús la misma pregunta que los demás: “¿Soy yo acaso, Rabbí?” (Mt 26, 25).

Mateo 16, 24 manifiesta un decreto de Dios: sobre el camino de Jesús impera el decreto del Padre: “Como está escrito en la Escritura; pero, ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría…!”. ¡Cuán misteriosa e indisolublemente están entretejidos aquí la culpa humana y el decreto divino! Los pensamientos de Dios son siempre mayores que los de los hombres (Is 55, 8-9) y el misterio del hombre y de sus acciones siempre es mayor que lo que él puede comprender.

  1. El segundo punto de esta contemplación está tomado de Jn 13, 1-11, que es el único evangelista que nos da a conocer este “misterio de la vida de Cristo”.

La acción que Jesús ejecuta con los Doce es una manifestación de la más profunda humildad: lavar los pies es considerado, entre los hebreos, oficio de esclavo; si la madre de un rabino quiere lavar los pies al Hijo, en señal de gran veneración, esto no debe tolerar semejante humillación. Basándose en Lev 25, 39, los rabinos llegaron a la conclusión de que un israelita no debe acceder a que su esclavo le lave los pies, si este es también hebreo.

El evangelista subraya que Jesús se levanta de la mesa para cumplir tan humilde servicio, teniendo plena conciencia del poder que el Padre le otorgó y que abraza todo el mundo, como también su propia pertenencia al mundo del más allá: esta observación busca mostrar a plena luz el contraste entre la acción humilde y la elevada dignidad de la persona que la ejecuta.

Según el v. 2, el lavatorio de los pies se hace en el curso de una comida. Ahora bien, si se tiene en cuenta que, según los usos judíos, lavarse los pies es una acción que precede al banquete (Lc 7, 44), es claro que Jesús no se propone cumplir un simple lavatorio de los pies, sino una acción simbólica. El lavatorio, pues, no es en realidad un rito más, sino un símbolo del servicio prestado por Jesús: toda su vida fue un servicio (Mt 20, 28, con nota de BJ) y una inmolación, de lo cual el lavatorio de los pies quiso ser expresión simbólica.

Esto se confirma cuando Pedro se opone decididamente y por ningún motivo quiere aceptar que Jesús le lave los pies y no cede sino ante la amenaza de no tener parte con él; o sea, de verse separado de la comunión con el Maestro y privado de participar de su gloria eterna. Pedro cae entonces en el extremo opuesto y pide que le lave también las manos y la cabeza. Jesús considera inaceptable la petición de Pedro, acudiendo como razón: “El que se ha bañado no necesita bañarse; está todo limpio” (Jn 13, 10). En la comparación el lavatorio de los pies corresponde al baño. Un acto que, como el lavatorio de los pies, procura a los discípulos un puesto al lado del Maestro no puede ser un rito accesorio de purificación, sino que debe ser el símbolo de la purificación básica del corazón de los discípulos, gracias a la cual se hace efectiva la unión con Cristo. Es el mismo efecto que, en la vida de la Iglesia, se produce en el baustismo: la purificación del pecado y la inserción en el cuerpo místico de Cristo. Por tanto, el lavatorio de los pies significa nada menos que el humilde servicio que Jesús presta a los suyos, el cual culmina con el sacrificio de la cruz, el despojo de sí mismo “tomando la condición de siervo” (Flp 2, 6-8, con notas de BJ).

  1. El tercer punto es la institución de la eucaristía como sacramento de la nueva Alianza.

El evangelista Mateo, que no ha reseñado el transcurso de la cena del cordero pascual, sólo habla de los sucesos especiales durante dicha cena y aun estos los narra con suma concisión.

Durante la cena judía, al principio, se distribuye el pan y cada uno toma algo para sí. Ahora, en cambio, Jesús toma pan, recita la bendición sobre él, lo parte en pedazos y lo da a los discípulos invitándolos a comerlo: es un pan especial, su propio cuerpo. Palabra extraña ante la cual fracasa la inteligencia de los sabios, pero es revelada a los pequeños (Lc 10, 21) por el Padre, “pues tal ha sido tu beneplácito”, que entienden que aquí se ofrece un don que es superior a todos los demás manjares y por el que Jesús les ofrece participar de sí mismo de manera muy profunda. No puede concebirse una participación más íntima.

En el duelo con Satanás en el desierto había dicho Jesús que “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4). La palabra de Dios era el manjar espiritual del pueblo de la antigua Alianza. Pero los padres del pueblo de Dios no sólo fueron sacados de Egipto, no sólo fueron obsequiados con el manjar de la Palabra, sino también con dones prodigiosos: las codornices y el maná y el agua que brotaba de la roca. Así ellos fueron alimentados doblemente por Dios. Ahora el Redentor del nuevo pueblo de la nueva Alianza también ofrece un segundo manjar: el de su propio cuerpo y el de su propia sangre. Dos mesas estarán siempre preparadas para este pueblo, que son la de la Palabra y la del sagrado pan.

En otro momento de la cena toma Jesús una copa, la copa de la bendición. Esta vez reza la prescrita acción de gracias (Mt 26, 27 con nota de BJ) sobre la copa y la da para que beban. También asesta, según sus propias palabras, una bebida única que nos hace gustar su sangre, que con gran propiedad es llamada por Jesús “mi sangre de la Alianza” (v. 28). Esto solamente lo entendemos si volvemos la mirada a la primera Alianza que Dios concretó con Israel. Al pie del SINAI y por medio de Moisés fueron sacrificadas las víctimas y con su sangre se selló la Alianza: con la mitad de la sangre se roció el altar y con la otra mitad el pueblo (Éx 24).

Si queremos comprender exactamente el sentido que Jesús le atribuía a la institución de la eucaristía –puesto que él tuvo la intención de volver a hacer lo que había hecho Moisés-, es indispensable que nos refiramos al significado del gesto realizado por Moisés. Esto, por lo demás, nos muestra cuan necesario es el conocimiento del Antiguo Testamento para una exacta comprensión del Nuevo. En nombre de Yhaveh, Moisés ratifica la Alianza de Dios con su pueblo por medio de un sacrificio de Alianza, en el cual el rito esencial, reservado a Moisés como mediador de la antigua Alianza, es el que realiza con la sangre de las víctimas (precisamente el rito que revocan las palabras de la institución de la eucaristía). Rito de un simbolismo tan natural como expresivo: la sangre es derramada sobre el altar –que representa a Dios- y sobre el pueblo. Significa que de ahora en más una misma sangre y una misma vida circulan en las dos partes que contraen la Alianza, formando de los dos como un solo ser viviente. Pero el relato bíblico pone en evidencia otro elemento: el sacrificio de la Alianza exige paralelamente  un compromiso formal y explícito del pueblo respecto de Dios, el compromiso de observar la “ley de la Alianza” (Éx 24, 7-8).

Pero ¿cuál es, en la nueva Alianza –cuyo sacrificio es la eucaristía-, esta ley? No es solamente la del Antiguo Testamento, ni siquiera la de Pablo (“amarás al prójimo como a ti mismo”, Lev 19, 18; Gál 5, 14; Rom 13, 9), ni la del sermón de la montaña (Mt 7, 12), sino “amaos como yo os he amado” (Jn 13, 14 con nota de BJ). Amor, pues, que debe estar dispuesto a dar la vida por el prójimo. Cuanto más, al recibir una bofetada, a presentar la otra mejilla (Lc 6, 29); y “al que te quita el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome de lo tuyo, no le reclames” (Lc 6, 29-30); “y al que te obligue a andar una milla, vete con él dos. A quien te pida, da; y al que desee que le prestes algo, no le vuelvas la espalda” (Mt 5, 38 ss.).

Este el “mandamiento nuevo” (Jn 13, 34) de la nueva Alianza, superior a la justicia de los escribas y fariseos y que no destruye la Ley y los profetas, sino que le “da cumplimiento” (Mt 5, 17 con nota de BJ).