27/03/2020 – Hoy contemplamos a Jesús en la cruz, estamos al pie de la misma, junto a María. “Como el mundo, con su sabiduría no reconoció a Dios, dispuso, Dios, salvar a los creyentes por la locura de la Cruz.”
Oración preparatoria: pedir gracia a Dios nuestro Señor para que todas mis intenciones, acciones y operaciones (el ejercicios de hoy) se ordenen puramente al servicio y alabanza de Dios.
Petición: dolor, sentimiento y confusión, porque por mis pecados va el Señor a la pasión.
Traer la historia: al pie de la cruz, junto a María contemplamos el evangelio según San Mateo 27, 46-50 . Vamos a meternos en el misterio pascual de Jesús, donde pronuncia sus últimas palabras, que son pocas, pero cargadas de el gesto de amor más grande que ha visto la humanidad. Que el Señor nos de la gracia de poder encontrar nuestro lugar al pie de la Cruz.
Coloquio: diálogo con el Señor sobre lo que se me fue moviendo en el corazón durante la contemplación.
Examen de la oración: ¿Cómo me fue? ¿Qué pasó en la oración?
La tonalidad general de los relatos evangélicos no impone la tónica de la angustia como dominante. Sin embargo, la existencia terrestre de Jesús, abierta a toda la variedad de las emociones humanas (alegría y tristeza, indignación y mansedumbre…), tuvo también sus momentos de angustia, sobre todo en la pasión y en la cruz. Esto lo hace más cercano a nosotros y nos asegura la autenticidad de la encarnación. Verdaderamente, “se hizo hombre entre los hombres” (Flp 2, 7): “debía –dice Heb 2, 17-18- en todo asemejarse a sus hermanos, de manera que habiendo sido probado en el sufrimiento, pede ver a los que se ven probados”.
1. Los profetas de Israel no se vieron libres de angustia: su misión se les hacía demasiado pesada a veces. Moisés, ya desde el primer momento de su vocación, dice: “¿Quién soy yo para sacar de Egipto a los israelitas?” (Éx 3, 11); “Yo nunca he sido un hombre de palabra fácil, sino que soy torpe de boca y de lengua” (Éx 4, 10). Isaías (6, 5) exclama: “¡Ay de mí, que estoy perdido!” y Jeremías trata de excusarse (1, 6) cuando es llamado.
No leemos nada semejante de Jesús. Pero de aquí no se sigue que su suerte haya sido diferente de la de los profetas del Antiguo Testamento: para él, como para ellos, el ministerio llevó consigo una tensión terrible que hizo de él “un signo de contradicción” (Lc 2, 34); él mismo prevé para sí un fin semejante al de los profetas (Lc 13, 33-34).
Pero él no deja de continuar su obra: cuando reconoce que “con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!” (Lc 12, 50), manifiesta, sí, una angustia, pero esta tiene un sentido positivo. No se trata de la desesperación del hombre que se encuentra en un callejón sin salida, sino en una prueba que forma parte de su misión (es un bautismo y no un ahogarse). Por eso, el acercarse de ese momento de prueba no provoca la huida, sino una tensión interior que lo hace tener prisa por encontrarse al final de ese paso difícil, cumpliendo su misión.
¿Están unidas con nuestra misión nuestras angustias?
2. En su lucha con su angustia, el Señor ha orado. No se endureció como un estoico para quien gemir, llorar, orar es siempre cobarde. No se encerró en sí mismo, sino que se abrió dolorosamente a Dios y con gran amor le manifestó su angustia.
Esta actitud constituye, por sí misma, una enseñanza capital: el marchar “delante de ellos camino a Jerusalén” (Mc 10, 32), más que una decisión es un deseo, que es oración. Y en el huerto ora, como dice Mateo, hasta tres veces; o como dice Lc 22, 44 “sumido en la angustia, insistía más en la oración”; y Heb 5, 7, dice que “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas, fue escuchado”, no salvándolo de la muerte, sino resucitándolo después de muerto.
La angustia pone en el corazón humano sufrimiento y queja, provoca la búsqueda de una solución. Suscita un intenso deseo de liberación. La oración expresa esta queja, este deseo; pero no impone nada, sino que pide, absteniéndose de decidir por sí mismo. Es importante notar esto último: en la oración, el ser liberado pasa a segundo término. Lo primario es mantener la relación filial con Dios, de modo que lo que él le pide queda subordinado, cada vez más explícitamente, a esta exigencia: “pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 2, 42) no es la frase secundaria sino la principal y la que permanece sobre el “pase de mí este cáliz”.
3. La angustia del Señor llega a su colmo en el momento en que muere en cruz, según Mateo y Marcos: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46; Mc 15, 34).
Esta frase ha dado lugar a muchas interpretaciones. Algunos han querido ver, en este grito, la expresión de desesperación desesperanzada. Pero esto no es así, porque tomando todo el Salmo 22 (21) en su conjunto, hay que hablar de una “angustia esperanzada”. Sin embargo, tampoco hay que irse al otro extremo y querer excluir del Señor, en ese momento, la desolación que consiste –como dice san Ignacio- en estar “como separada” (EE 317) de Dios Padre.
El principio del Salmo 22 (21) expresa una desolación o angustia extrema, subrayada por la repetición de la invocación a Dios. Hay que decir que corresponde muy bien a la situación de Jesús en cruz: en la cruz, Jesús se siente objetivamente separado del Padre y abandonado por él, en el sentido de que él no interviene (Mt 26, 53: no le envía más de doce legiones de ángeles). Una situación semejante suscita en cualquier hombre –verdaderamente hombre- una angustia profunda. Tanto más que la pena sufrida significaba en aquel entonces, para cualquier hombre, una maldición (Gál 3, 13): “Él mismo se hizo maldición, pues dice la Escritura: maldito todo el que esté colgado del madero” (según Deut 21, 23); Pablo llegará a decir (2 Cor 5, 21) que “le hizo el Padre pecado por nosotros”.
¿Quién podrá sondear jamás la profundidad que implica la prueba de ser pecado por nosotros, es decir, separado de Dios?
Pero esta situación, lejos de llevarlo a la desesperación, mantiene su alma abierta a Dios y le pregunta y la forma de preguntar supera que aún espera.
En primer lugar, la proposición “por” (en hebreo, “lema”) según el texto masotérico (sin vocales) puede leerse también “para”. De modo que la pregunta podría ser “¿Para qué me has abandonado?”: iría dirigida no hay pasado y a sí mismo, sino al futuro y al mismo Padre. Su sentido preciso sería preguntar no por la razón que hay en uno mismo para esta pena, sino por el fin que tiene el Padre para quererlo así. Por instinto los hombres interrogan su pasado y se preguntan: ¿qué mal he hecho por el que se me castiga de esta forma? Mientras que la pregunta de Jesús, cuando muere, se orienta, por así decirlo, hacia el futuro, para averiguar qué pretende Dios Padre con esto; la respuesta está en el resto del Salmo 22 (21), que es una respuesta de esperanza: “Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré” (v. 23).
En segundo lugar, aunque no fuera esta la lectura exegética del salmo sino la tradicional (“¿por qué?”), el sentido positivo y que mira al futro estaría todavía en pie por el resto del salmo, todo él lleno de esperanza, y que se basa en que Dios escribe derecho con líneas torcidas.
Cuando san Ignacio se pregunta por las causas de la desolación, dice que hay tres principales: “la primera, por ser tibios y negligentes, y así por nuestras faltas se aleja la consolación; la segunda para probarnos en cuanto nos alargamos en su servicio sin tanto de consolaciones y gracias; la tercera…” (EE 322). En el caso del Señor en cruz, tendría lugar la segunda causa de la desolación o separación de Dios Padre: el fin que este pretende.
Jesús en la cruz estaría probando “para cuánto somos y en cuánto nos alargamos en su servicio y alabanza, sin tanto estipendio de consolaciones y crecidas gracias” (EE 322).
La respuesta que recibiría Jesús, en cualquiera de las dos formas que se puede entender –exegética o tradicionalmente- su pregunta en el momento de morir, estaría dada por la continuación del Salmo 22 (21): lo que Dios Padre pretende es una vida nueva, una irradiación extraordinaria (vv. 23-24), porque la pasión es el paso (la Pascua) hacia la resurrección y la exaltación del Salvador del mundo entero.
4. Una comparación con el Evangelio de Lucas hace comprender que el momento de la mayor desolación puede ser –como lo fue para Cristo en la cruz- el momento de la mayor confianza.
Omitiendo toda pregunta angustiosa, el tercer evangelista pone en boca de Jesús otro salmo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46: Sal 31 [30], 6).
Entre la pregunta angustiosa del Salmo 22 (21) y la serenidad del Salmo 31 (30), el contraste parecería completo; pero uno se equivocaría si se fiara de esta primera impresión, causada por el primer versículo de ambos. De hecho, también el Salmo 31 (30) es la súplica de un hombre oprimido y que en la prueba se siente abandonado de Dios: “Y yo que decía en mi inquietud: estoy dejado a tus ojos” (Sal 31, [30], 23).
Como vimos, también el Salmo 22 (21) da un testimonio de esperanza: “Y vivirá mi alma para él” (Sal 22 [21], 31, en el texto griego y en algunos manuscritos) y toda su segunda parte es un canto de esperanza en una comunidad futura (Ibíd…, 23-30). Uno y otro salmo muestran claramente que la angustia no es, de ninguna manera, incompatible –en un hombre de fe, de verdadera fe- con la esperanza, sino todo lo contrario. La angustia es, ciertamente, una prueba para la esperanza, una tentación que nos provoca a renunciar a la esperanza; pero al mismo tiempo, da la posibilidad de arraigarla y perfeccionarla. Cuando uno se siente abandonado de Dios es cuando puede –y debe- confiarse en él. Tal es el sentido de todas las tradiciones evangélicas: clamando al Padre en su angustia, Jesús se entrega totalmente a él (da pruebas, como diría san Ignacio, en cuánto se alarga en servicio y alabanza del Padre, “sin tanto estipendio de consolaciones y crecidas gracias”, EE 322).
La misma angustia puesta al servicio de unión de voluntades del Padre y del Hijo queda superada y se pasa de las tinieblas del viernes santo a la luz del domingo de Pascua.
5. En cuanto a Juan, el discípulo a quien Jesús amaba, su testimonio es que Jesús dijo: “Todo está cumplido” (Jn 19, 30), refiriéndose a la obra del Padre, tal como estaba anunciada en la Escritura: la salvación del mundo por el sacrificio de Cristo.
Juan, que no refiere el grito de abandono de Mateo y Marcos, sólo ha querido retener la serena majestad de esta muerte en cruz.
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