Día 7: Confesión general

jueves, 25 de febrero de 2021

25/02/2021 – La propuesta del ejercicio de hoy es hacer una revisión de vida general y luego hacer una confesión general. Eso implica poder ir a confesarse con un sacerdote. La confesión general es un ponerse en las manos del Señor para que Él, que nos da luz de la raíz del pecado,  nos libere y nos perdone, y por el sacramento nos cure. Junto con el bautismo y la unción de los enfermos, la reconciliación integra los sacramentos de la sanación.

 

“Ten piedad de mí, oh Dios, en tu bondad, por tu gran corazón, borra mi falta. Que mi alma quede limpia de malicia, purifícame tú de mi pecado. Pues mi falta yo bien la conozco y mi pecado está siempre ante mí;contra ti, contra ti sólo pequé, lo que es malo a tus ojos yo lo hice. Por eso en tu sentencia tú eres justo, no hay reproche en el juicio de tus labios. Tú ves que malo soy de nacimiento, pecador desde el seno de mi madre. Mas tú quieres rectitud de corazón, y me enseñas en secreto lo que es sabio. Rocíame con agua, y quedaré limpio; lávame y quedaré más blanco que la nieve. Haz que sienta otra vez júbilo y gozo y que bailen los huesos que moliste. .Aparta tu semblante de mis faltas, borra en mí todo rastro de malicia. Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en mi interior un firme espíritu. No me rechaces lejos de tu rostro ni me retires tu espíritu santo. Dame tu salvación que regocija, y que un espíritu noble me dé fuerza. Mostraré tu camino a los que pecan, a ti se volverán los descarriados. Líbrame, oh Dios, de la deuda de sangre, Dios de mi salvación, y aclamará mi lengua tu justicia. Señor, abre mis labios y cantará mi boca tu alabanza. Un sacrificio no te gustaría, ni querrás si te ofrezco, un holocausto. Mi espíritu quebrantado a Dios ofreceré, pues no desdeñas a un corazón contrito. Favorece a Sión en tu bondad: reedifica las murallas de Jerusalén; entonces te gustarán los sacrificios, ofrendas y holocaustos que se te deben; entonces ofrecerán novillos en tu altar.”

Salmos 51

 

1. Es exclusivo de Dios recibir confesión y perdonar

Hay dos cosas -dice el beato Isaac-, abad del monasterio de Stella, contemporáneo de San Bernardo- que corresponden exclusivamente a Dios: el honor de recibir la confesión el poder de perdonar los pecados. Por ello debemos manifestar a Dios nuestros pecados y esperar de él nuestro perdón. Porque sólo a Dios corresponde perdonar los pecados, sólo a él debemos confesar nuestras culpas.

Pero ¿no es nuestra costumbre confesarnos ante un sacerdote? Y san Agustín ¿no se confiesa, “no solamente delante de ti, sino también delante de los hombres, mis compañeros de gozo y consortes de mi mortalidad, conciudadanos y peregrinos conmigo, anteriores y posteriores” (cf. Confesiones, libreo X, cap. 1-5)?

¿Qué hacen todos estos hombres en la confesión y, consiguientemente, en el perdón de nuestros pecados?

2. En la Iglesia y con un sacerdote

Lo explica en los siguientes términos el beato Isaac:

“Así como el Señor todopoderoso y excelso se unió a una esposa insignificante y débil –la Iglesia, formada por hombres y por pueblos-, haciendo de una esclava una reina, así, de manera parecida, el esposo comunicó todos sus bienes a aquella esposa a la que unió consigo y también con el Padre. Por ello, en la oración que hizo el Hijo a favor de su esposa –en la ultima cena- dice al Padre: “Quiero, Padre, que así como tú estás en mí y yo en ti, sean también ellos una cosa con nosotros” (cf. Jn 17, 21).

El Esposo, por tanto que es uno con el Padre y uno con la esposa, destruyó aquello que había hallado menos santo en su esposa y lo clavó en la cruz, llevando al leño sus pecados y destruyéndolos por medio del madero. De esta manera participa él en la debilidad y en el llanto de su esposa, y todo resulta común entre el Esposo y la esposa, incluso el honor de recibir la confesión y el poder de perdonar los pecados. Por eso dice –en otro sitio de su Evangelio-: “Ve a presentarte al sacerdote” (cf. Mt 8, 4; todo milagro tiene incluso en los sinópticos, y no sólo en Juan, un sentido profundo, sacramental).

La Iglesia, pues, nada puede perdonar sin Cristo y Cristo nada quiere perdonar sin la Iglesia. La Iglesia solamente puede perdonar al que se arrepiente, es decir, a aquel a quien Cristo ha tocado con su gracia. Y Cristo no quiere perdonar ninguna clase de pecados a quien desprecia a su Iglesia.

No debe separar el hombre lo que Dios ha unido. Gran misterio es este, el de Cristo y la Iglesia (Cf. Ef 5, 32). No te empeñes, pues, en separar la Cabeza del cuerpo, no impidas la acción del Cristo total, pues ni Cristo está entero sin la Iglesia, ni la Iglesia está íntegra sin Cristo. El Cristo total e íntegro lo forman la Cabeza y el cuerpo. Este es el único –el Cristo total e íntegro- que perdona los pecados: el que primero lo toca (Cf. Mt. 8, 3), para obrar la contrición en el corazón, luego lo envía al sacerdote, para que se confiese de palabra (Cf. Mt. 8, 4); y el sacerdote lo remite a Dios, para que satisfaga con sus obras.”

Estas tres cosas, concluye diciendo el beato Isaac (Cf. Sermones del beato Isaac, abad del monasterio de Stella, en la segunda lectura del viernes de la Semana XXIII del Tiempo ordinario de la Oración de las Horas) hacen perfecta la penitencia sacramental: el arrepentimiento de corazón, la confesión con la boca y la satisfacción con las obras.

3. Mas que con un Sacerdote ( San Agustín )

¡San Agustín hace, más, mucho más que confesarse con un sacerdote, pues se confiesa de sus pecados ante todos los hombres, los de su tiempo y los de todos los tiempos, porque escribe sus Confesiones como libro! Y como siempre hace bien tener ante nuestros ojos ejemplos de “más”, aunque nosotros tengamos que hacer “menos”, porque el Señor no nos pide tanto, vamos a transcribir a continuación, extractándolo del Libro X, cc. 1-5 de las Confesiones, cómo razona Agustín su “confesión” –no sacramental- ante todo el mundo. Es un ejemplo que nos puede servir cuando buscamos tantas condiciones humanas y espirituales en un sacerdote, que nunca encontramos; uno con quien confesarnos con la freceuncia conveniente (que nos comprenda, que aconseje bien, etc., cuando lo que más importa es que haya sido puesto por la Iglesia para oír nuestros pecados y perdonárnoslos).

Dice san Agustín (y lo que él dice de su confesión ante los hombres vale, y con más razón, de la confesión ante un sacerdote):

“Señor, a cuyos ojos desnudo el abismo de la conciencia humana, ¿qué podría haber oculto en mí –ante ti-, aunque yo no te lo quisiera confesar? Lo que haría sería esconderme a ti de mí, no a mí de ti…Quienquiera, pues, que yo sea, manifiesto soy para ti, Señor. No hago esto con palabras y voces de carne, sino con palabras del alma y clamor de la mente, que son las que tus oídos conocen. Así, pues, mi confesión en tu presencia, Dios mío, se hace callada y no calladamente: calla en cuanto al ruido de las palabras, clama en cuanto al afecto del corazón. Porque ni siquiera una palabra puedo decir a los hombres si antes no la oyeres tú de mí, ni tú podrías oír algo de mí si antes no me lo hubieras dicho tú a mí (recordemos que es el Señor quien nos hace conocer nuestro pecado, quien nos lo revela, y no cada uno de nosotros a nosotros mismos)”.

Pero si esto es así:

“…¿qué tengo que ver yo con los hombres para que oigan mis confesiones, como si ellos fueran a sanar todas mis enfermedades?

Curioso este linaje de los hombres, para averiguar vidas ajenas, desidioso para corregir las suyas. ¿Por qué quieren oír de mí lo que soy, ellos que no quieren oír de ti quienes son? …Mas porque la caridad todo lo cree –entre aquellos, digo, a quienes unidos contigo haces una sola cosa-, también yo, Señor, aun así de tal manera me confieso a ti, para que lo oigan los hombres.

No obstante esto, Médico mío íntimo, hazme ver claro con qué fruto hago yo esto.

Las confesiones de mis males pretéritos –que tú ya perdonaste y cubriste, para hacerme feliz en ti, cambiando mi alma con tu fe y tu sacramento-, cuando son leídas y oídas, excitan el corazón para que no se duerma en la desesperación (el que las lee y las oye, que también es, como yo, pecador) y diga: “No puedo”, sino que lo despierte al amor de tu misericordia y a la dulzura de tu gracia (que, así como ha obrado en mí, puede también obrar en él), gracia por la que es poderoso todo débil (es decir, todo hombre) que se da cuenta por la misma gracia de su debilidad.

Y, además, deleita a los buenos oír los pasados males de aquellos que ya carecen de ellos; pero no los deleita por aquellos de ser malos, sino porque lo fueron y ya no lo son.

Pero, además de confesar lo que fui, ¿con qué fruto, Señor –a quien todos los días se confiesa mi conciencia, más segura ya con la esperanza de tu misericordia que de su inocencia-, con qué fruto, te ruego, confiese delante de ti a los hombres, por medio de este escrito, lo que soy ahora, no lo que he sido? Porque ya hemos visto y consignado el fruto de consignar lo que fui.

Hay muchos que me conocieron, y otros que no me conocieron, que desean saber quién soy yo al presente en este tiempo precioso en que escribo mis Confesiones; los cuales, aunque hanme oído algo o han oído a otros de mí, pero no pueden aplicar su oído a mi corazón, donde soy lo que soy. Quieren sin duda, saber por confesión mía lo que soy interiormente, allí donde ellos no pueden penetrar ni con la vista, ni con el oído ni con la mente.

Pero, ¿con qué fruto quieren esto? ¿Acaso desean congratularse conmigo al oír cuánto me ha acercado a ti por tu gracia, y orar por mí al oír cuánto me retardo por mi peso? Me manifestaré, pues, a los tales, porque no es pequeño fruto, Señor Dios mío, el que sean muchos los que te den gracias por mí, y seas rogado de muchos por mí.

Ame en mí el ánimo fraterno lo que enseñas se debe amar, y duélase en mí de que enseñas se debe doler. Haga esto el ánimo fraterno, no el extraño, no el de los hijos ajenos, cuya boca habla la vanidad y su diestra de la iniquidad (cf. Sal. 144, 7-8), sino el ánimo fraterno, que cuando aprueba algo en mí, se goza en mí, y cuando reprueba algo en mí, se contrista por mí, porque, ya que me apruebe, ya que me repruebe, me ame.

Me manifestaré a estos tales. Respiren en mis bienes, suspiren en mis males. Mis bienes son tus obras y tus dones: mis males son mis pecados y tus juicios. Respiren en aquellos y suspiren en estos, y suba a tu presencia el llanto de los corazones fraternos, tus turíbulos (cf. Apc 8, 3). Y tú, Señor, deleitado con la fragancia de tu santo templo, (producido por esos corazones), compadécete de mí, según tu gran misericordia (Sal 51, 7), por amor de tu nombre; y no abandonando en modo alguno tu obra, consuma en mí lo que aún hay de imperfecto.

Este es el fruto de mis confesiones, no de lo que he sido, sino de lo que soy. Que yo confiese esto, no solamente delante de ti con secreta alegría mezclada de temor, y con secreta tristeza mezclada de esperanza, sino también en los oídos de los creyentes, hijos de los hombres, compañeros de mis gozos y consortes de mi mortalidad, ciudadanos míos y peregrinos conmigo, anteriores, posteriores, y compañeros actuales de mi vida. Estos son tus siervos, mis hermanos, que tú quisiste fueran hjos tuyos, señores míos, y a quienes me mandaste que sirviese si quería vivir contigo de ti.

Manifestaré, pues, a estos tales –a quienes tú mandas que les sirva-, no quién he sido, sino quién soy ahora al presente (o sea, mis adelantos en la virtud, por pura misericordia y gracia de Dios), y qué es todavía lo que hay en mí (es decir, de mi pasado pecador). Pero no quiero juzgarme a mí mismo. Sea, pues, oído así (como lo expreso). Tú esre, Señor, el que me juzgas. Porque, aunque nadie de los hombres sabe las cosas interiores del hombre sino el espíritu del hombre que está en él (Cf. 1 cor 4, 3), con todo hay algo en el hombre que ignora aun el mismo espíritu que habita en él; pero tú, Señor, sabes todas sus cosas, porque le has hecho. También yo, aunque en tu presencia me desprecie y tenga por tierra y ceniza, sé algo de ti que ignoro de mí. Y ciertamente ahora te vemos, por espejo, en enigmas, no cara a cara (Cf. Ibíd., 13, 12), y así, mientras peregrino fuera de ti, me soy mas presente a mí que a ti. Con todo, sé que tú no puedes ser de ningún modo vencido, en tanto que no sé a qué tentaciones puedo yo resistir y a cuáles no puedo, estando solamente mi esperanza en que eres fiel y no permitirás que seamos tentados más de lo que podemos soportar, antes con la tentación das también el éxito, para que podamos resistir (Cf. Ibíd., 10, 13).”

Una confesión general –cualquiera sea el tiempo que abarque- no es algo que haya que hacer siempre y necesariamente, sino algo que es muy conveniente hacer en retiros o Ejercicios, por el mayor conocimiento y dolor de todos los pecados pasados (EE 44).

Pasos para una buena confesión

 

1. Examen de Conciencia.

Ponernos ante Dios que nos ama y quiere ayudarnos. Analizar nuestra vida y abrir nuestro corazón sin engaños. Puedes ayudarte de una guía para hacerlo bien.

2. Arrepentimiento. Sentir un dolor verdadero de haber pecado porque hemos lastimado al que más nos quiere: Dios.

3. Propósito de no volver a pecar. Si verdaderamente amo, no puedo seguir lastimando al amado. De nada sirve confesarnos si no queremos mejorar. Podemos caer de nuevo por debilidad, pero lo importante es la lucha, no la caída.

4. Decir los pecados al confesor. El Sacerdote es un instrumento de Dios. Hagamos a un lado la “vergüenza” o el “orgullo” y abramos nuestra alma, seguros de que es Dios quien nos escucha.

5. Recibir la absolución y cumplir la penitencia. Es el momento más hermoso, pues recibimos el perdón de Dios. La penitencia es un acto sencillo que representa nuestra reparación por la falta que cometimos.