Día25: Aparición a los de Emaús

martes, 31 de marzo de 2020

31/03/2020 – Hoy contemplamos a Jesús que se pone codo a codo, al lado de los discípulos de Emaús. Les permite que puedan hacer catarsis, se ha roto una esperanza muy importante. Hoy, como ellos, le decimos al Señor “Quédate con nosotros señor, no pases de largo”, que bien nos viene todo lo que este relato de los discípulos nos trae. No te pases de largo Jesús, quédate con nosotros. Se lo tenemos que decir al Señor mientras estamos atravesando ese tiempo de incertidumbres. Él tiene cosas para explicarte y decirte en este tiempo de dolor, él tiene certezas para regalarle al tu corazón.

 

Momentos de la oración

 

Oración preparatoria: pedir gracia a Dios nuestro Señor para que todas mis intenciones, acciones y operaciones (el ejercicios de hoy) se ordenen puramente al servicio y alabanza de Dios.

Petición: Alegrarme y gozarme de tanto gozo y Gloria del Señor resucitado.

Traer la historia: hoy nos detenemos en el evangelio de San Lucas 24, 13-35. Contemplamos el diálogo de Jesús, un Jesús peregrino y escondido, con dos discípulos que van camino de Jerusalén a su pueblo, después de haber  experimentado el fracaso en su corazón por la pasión y muerte del Señor, en quien tenían puesta toda su confianza. Como fruto de esa conversación, donde Jesús a través de preguntas busca que ellos obtengan una enseñanza, los discípulos desean que El Maestro se quede en su casa. Al partir el pan, al compartir, ellos vieron la luz y reconocieron al Señor, apareció la certeza en el camino para seguir adelante. De hecho pudieron salir a anunciar que Jesús está vivo. Posiblemente nosotros sintamos algo parecido. Que en el compartir de este tiempo, y dando aun desde tu pobreza, puedas sentir que encontras más claridad y certezas.

Coloquio: diálogo con el Señor sobre lo que se me fue moviendo en el corazón durante la contemplación.

Examen de la oración: ¿Cómo me fue? ¿Qué pasó en la oración?

 

 

Catequesis completa

 

(EE 303; Lc 24, 13-35)

La aparición de Jesús resucitado a los discípulos de Emaús, largamente relatada en el capítulo 24 de Lucas, es una de las páginas más bellas de su Evangelio y también de más rico contenido doctrinal. Para explicitar esto último nos parece necesario considerar, ante todo, su género literario: luego, su historicidad, porque el contenido teológico del pasaje está íntimamente vinculado con un relato que pretende relatar los hechos como sucedidos. Así podremos presentar, a continuación, su significado doctrinal.

1. En cuanto al género literario de la perícopa esta no pretende hacer una apología de la fe cristiana demostrando lo bien fundada de la misma. Es una historia, pero una historia edificante: el relatador no se propone informar al lector, dirigiéndose a su inteligencia, sino que quiere al mismo tiempo sensibilizar al lector, dirigiéndose a su corazón.
En su género es una obra maestra, pues el autor tiene el talento de hacernos sentir o que los peregrinos sienten: Lucas escribe como historiador; pero sobre todo, como evangelista, como misionero. Hace historia, pero su historia quiere edificar como decíamos poco más arriba: no le basta hacernos conocer el mensaje pascual, sino que quiere hacérnoslo penetrar en el corazón.

2. Lucas es el único en recordar esta aparición de Jesús resucitado a Cleofás y a su compañero, camino de Emaús. Es verdad que en el final deuterocanónico de Marcos hay una alusión (mc16, 12), pero es un resumen tardío del relato de Lucas, que no puede pues corroborarlo.
Este silencio de los otros testimonios apostólicos se explica porque ellos se preocupan de las tradiciones apostólicas: la Iglesia primitiva mira a los apóstoles como testigos de la resurrección de Jesús. La fe de la Iglesia primitiva no se funda sobre el testimonio ni de las mujeres ni de los discípulos (como grupo más amplio que el de los apóstoles). Mientras que Lucas se caracteriza precisamente por el interés que pone en las otras tradiciones no apostólicas: es el único que nos relata la misión de los 72 discípulos (10, 1 ss.) y nos da otras informaciones, como sobre el origen del grupo de las mujeres (8, 1-3). El Evangelio de la infancia nos evoca dos veces el testimonio personal de la Madre de Jesús (2, 19. 51). Lucas tiene informaciones precisas sobre el diácono Felipe (Hech 8, 4-40); en Hech 21, 8 recuerda la hospitalidad que les dio Felipe en Cesarea y en 21, 16 que se hospedaron en la casa de un cierto Manasón, un chipriota, antiguo discípulo.
La historia de Cleofás y de su compañero forma parte de una serie de informaciones que Lucas –a fuerza de historiador, pero siempre con una intención teológica- recaba de testigos secundarios y que, aunque no se las pueda confirmar con testimonios apostólicos, tienen garantía de autenticidad.

3. Podemos pasar al último tema que nos habíamos propuesto: el significado doctrinal –o teológico- de este relato lucano.
¿Querrá simplemente hacernos sentir lo que la resurrección de Jesús significó para sus discípulos –que lo amaban-, haciéndonos partícipes de su emoción, cuando se volvieron a encontrar en presencia del Maestro después de verlo morir en cruz de modo infamante?
Hay algo más en esta historia que explica el lugar de excepción que tiene en el Evangelio de Lucas: no es sin una intención teológica que hace de este episodio, largamente expuesto, el centro del capítulo que este evangelista dedica a la resurrección del Señor.
Ya dijimos que esta intención teológica no es apologética: el relator no trata de darnos una nueva prueba de la resurrección y de su realidad tangible. Además, el acento no está puesto sobre la misma aparición del Señor: el relato converge hacia el reconocimiento del Señor resucitado, que tiene lugar precisamente cuando el Señor desaparece y la historia se acaba.

He aquí los versículos en que se llega al paroxismo de la emoción y a la vez todo termina:
“Y sucedió que cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el Señor el pan, lo partió y se los iba dando. Entonces se le abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado” (Lc 24, 30-31).

En realidad, el relato no termina aquí. Los discípulos recuerdan que:
“Estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras; y levantándose al momento se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos y contaron lo que había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido en la fracción de pan” (vv. 23-35).

La historia alcanza su cima cuando los discípulos reconocen a Jesús en el gesto que hace, fraccionando el pan: y esta frase se vuelve a repetir en el último versículo. Es, pues, manifiesta la insistencia de Lucas y es difícil pensar que no tenga un significado teológico; para alcanzarlo es menester comenzar por asegurarse del sentido que se ha de dar a la frase “fracción del pan”.

Reconozcamos que los exegetas no están de acuerdo: para unos Jesús realmente ha reiterado el rito eucarístico de Emaús; otros, por el contrario, dicen que la expresión “fracción del pan” era corriente en Palestina para caracterizar el momento de toda comida.
Planteada así, la cuestión es insoluble, porque se procede como si la frase saliera de la boca de Cleofás y su compañero. Pero el relato que estamos escuchando no ha sido escrito por un judío palestino y dirigido a otros judíos palestinos, sino por Lucas, un griego que escribe para otros griegos.
Planteada así la cuestión no ofrece ninguna dificultad. La expresión “fracción del pan” es empleada por el mismo Lucas en Hech 2, 42, donde dice que los de la primera comunidad cristiana “acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones”.
Este texto quiere caracterizar la vida cristiana de los primeros fieles y, en él, la “fracción del pan” no puede entenderse de una comida ordinaria, aun la hecha en común: se trata de un acto religioso, mencionado como tal entre otros actos religiosos. Por otra parte, aunque entre los judíos la expresión designa el rito mediante el cual se comenzaba una comida, jamás designa la comida en su totalidad. Hablando de la “fracción del pan” como un rito que se basta a sí mismo y que caracteriza su vida religiosa, los cristianos no podían sino significar un uso que les era particular. Podemos identificar este uso con certeza, refiriéndolo a la antigua fórmula litúrgica que se nos ha conservado en los relatos de la cena (Mt 26, 26; Mc 14, 22; Lc 22, 19; 1 Cor 10, 16; 11, 24): la víspera de su pasión Jesús, habiendo tomado pan en sus manos, lo ha partido y les ha encomendado a los apóstoles realizar el mismo rito en su memoria.
Acudir “asiduamente a la fracción del pan” no podía significar, incluso para los cristianos del medio palestino, sino la celebración cristiana del misterio eucarístico. La cosa resulta aun más clara para los cristianos de origen griego, para quienes Lucas escribe con conocimiento de su manera de hablar. Estos cristianos no podían soñar con un rito judío que no conocían; para ellos, la “fracción del pan” no podía significar sino la eucaristía.
El capítulo 20 de los Hechos nos muestra a los cristianos de Troas “el primer día de la semana reunidos para la fracción del pan” (v. 7), en una reunión cuya solemnidad estaba señalada por la profusión de lámparas (v. 8): evidentemente que se trata de un acto de culto cristiano, designado según la expresión tradicional que se emplea en el momento más solemne de la reunión, cuando se recuerda el gesto y las palabras de Jesús en la cena.
En Hech 2, 46, Lucas dice que los cristianos “acudían al templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu partían el pan por las casas”. Lucas evoca aquí, al mismo tiempo, la partición en las liturgias judías y la participación en un acto cultural específicamente cristiano, que evidentemente no se realizaba en el templo sino en una casa particular. También en Hechos 27, 35 hay que reconocer una celebración eucarística en la “fracción del pan” por Pablo, en el momento de su naufragio en Malta, o sea, un rito que interesa para la salvación de sus compañeros de viaje (v. 35).
Así pues, si se tiene en cuenta el vocabulario de Lucas y lo que este podía significar para los cristianos del primer siglo que vivían en el mundo griego hay que pensar que los discípulos de Emaús reconocieron al Señor cuando celebraba la eucaristía.
Es sobre este dato, repetido dos veces, que Lucas quiere llamar la atención de sus lectores y debemos suponer que lo ha hecho conscientemente.
Una última comparación nos va a permitir captar todo el alcance de la constatación que acabamos de hacer.
En el capítulo 8 de los Hechos, Lucas nos cuenta la historia del eunuco etíope en un relato cuya estructura se parece extraordinariamente a la de la historia de Emaús.

Lc 24, 13 ss. Hech 8, 26 ss.
• Pone en escena (kai idou) a dos discípulos que se encaminaban de Jerusalén a Emaús. • Presenta a Felipe, enviado por el ángel del Señor a la ruta que desciende de Jerusalén a Gaza y después pone en escena (kai idou) a un eunuco que sigue esa ruta.

• Los dos discípulos conversan sobre los acontecimientos recientes.
• El eunuco lee Isaías.
• Jesús alcanza a los discípulos y los interroga.
• Inspirado por el Espíritu, Felipe alcanza al carro e interroga al eunuco.
• Los discípulos le cuentan los acontecimientos que los turban.
• El eunuco le pide explicaciones sobre el texto de Isaías.
• Jesús les explica las Escrituras que les dan sentido a esos acontecimientos.
• Felipe aclara la profecía de Isaías, anunciándoles lo que concierne a Jesús.
• Los discípulos invitan a Jesús a quedarse con ellos.
• El eunuco pide el bautismo.
• Jesús parte el pan; los discípulos reconocen este signo, pero él desaparece.
• Felipe bautiza al eunuco y enseguida desaparece, llevado por el Espíritu.
• Todavía conmovidos, los discípulos se ponen nuevamente en camino.
• El eunuco prosigue su camino, lleno de alegría.

La historia del eunuco etíope es la historia de su bautismo: todo el relato conduce a su bautismo, de modo que una vez bautizado Felipe puede desaparecer. La explicación de las Escrituras ocupa en él un gran lugar (vv. 31-35); pero esta explicación, por importante que sea, no es sino una preparación al bautismo, término y cumbre de la perícopa.
En la historia de los discípulos de Emaús también la explicación de las Escrituras juega un gran papel y Lucas le atribuye gran importancia. No es por nada que él recuerda esta lección de exégesis inmediatamente después de la desaparición de Jesús (v. 32); ni es por nada que retoma la misma lección en el relato de la aparición de Jesús a los apóstoles (vv. 44-48) y que luego le dé un lugar tan grande en los resúmenes de la predicación apostólica –o kerigmas- que ha conservado en los Hechos de los Apóstoles. Pero esta explicación de las escrituras no es sino una preparación: en el caso de los discípulos de Emaús tiene por objeto darles las disposiciones a la fe que les van a permitir luego reconocer finalmente al Señor. Esta explicación, con todo, no basta para provocar este reconocimiento, pues hace falta además el sacramento de la fracción del pan. Además de la salvación que se alcanza mediante el testimonio de las Escrituras, se requiere la salvación que se opera en el sacramento.

4. Vemos así descubrirse, poco a poco, la profunda significación de la historia de los peregrinos de Emaús.
No, no se trata –como decíamos al principio- meramente de una historia edificante: en el pensamiento del evangelista esta historia implica una enseñanza teológica que nos conviene captar en toda su profundidad.
Las Escrituras nos conducen a Cristo: todas ellas dan testimonio de que Jesús, muerto y resucitado, es verdaderamente el Mesías anunciado por los profetas. Ellas, además, preparan el reconocimiento de Cristo vivo y presente. Pero para reconocerlo debe establecerse el contacto y el gran medio para esto es la fracción del pan.
Las Escrituras dan testimonio de Cristo resucitado; pero es la eucaristía la que le da a los creyentes el mismo Cristo resucitado, vivo y presente. Así que para los cristianos la eucaristía es el gran signo de la resurrección del Señor, el signo en el que reconocen que el Señor está vivo y resucitado.
Nos hemos habituado a la idea de que la eucaristía es el memorial de la pasión del Salvador y lo es en efecto. Pero sería reducir su significado no ver en ella sino la pasión sin ver a la vez la resurrección. Para los primeros cristianos, muerte y resurrección constituían un único misterio, inseparable además de su tercer misterio: la parusía o venida definitiva del Señor. Nuestra tendencia a aislar demasiado las etapas de este misterio conduce a un cierto empobrecimiento en la inteligencia que tenemos del mismo.
Pensamos en la pasión redentora del Señor, que el crucifijo nos recuerda en todas partes. Y, en el vía crucis, nuestro camino termina con la sepultura del Señor.
Los primeros cristianos no separaban los misterios dolorosos de la gloria de la Pascua, ni esta de su manifestación en el último día.
La celebración eucarística actualiza el sacrificio de la cruz; pero también la gloriosa resurrección de aquel que vive y que nos hace participar de su vida, que tiene una orientación esencialmente escatológica: “cada vez que coméis este pan y bebéis este vino, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga” (1 Cor 11, 26).
La eucaristía es el memorial de la muerte de aquel que es Señor por su resurrección y cuyo advenimiento definitivo se espera. Es el signo por el cual reconocemos que Jesús, viviente y presente, ha verdaderamente resucitado. Al mismo tiempo, es el alimento que nos sostiene en nuestra espera de su venida y en nuestra esperanza que nos hace invocar: “¡Ven, Señor Jesús! ¡Marana tha!” (Apoc 22, 20; 1 Cor 16, 22).

5. Concluyamos diciendo que Lucas, en su relato de los peregrinos de Emaús, ha profundizado para sus lectores en la inteligencia de los caminos de la fe y del reconocimiento: la palabra y el pan son las dos mesas a las que es invitado el hombre de todos los tiempos (Imitación de Cristo, Libro IV, capítulo 11, n. 4, sobre las “dos mesas”): ante todo, el Señor habrá de interpretar personalmente las Escrituras, que entonces cobran sentido. Pero aunque el corazón esté ardiendo (Lc 24, 32; 12, 49-50; Jn 20, 9), el reconocimiento no se hace sino durante la fracción del pan.
Sólo el encuentro personal con el Resucitado puede producir la plenitud de la fe.