El amor a sí mismo, el amor como ofrenda y el amor oblativo

jueves, 24 de julio de 2008
image_pdfimage_print
La señal de que lo conocemos, es que cumplimos sus mandamientos. El que dice: “Yo lo conozco” y no cumple sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero en aquél que cumple su palabra, el amor de Dios ha llegado verdaderamente a su plenitud. Ésta es la señal de que vivimos en Él. El que dice que permanece en Él, debe proceder como Él. Queridos míos, no les doy un mandamiento nuevo, sino un mandamiento antiguo, el que aprendieron desde el principio: este mandamiento antiguo es la palabra que ustedes oyeron.

1 Juan 2, 3-7

El tema de la caridad como virtud es característico de la enseñanza de Juan.

La virtud implica una disposición habitual a obrar según el bien, es una gracia que viene de Dios y a la vez es una tarea que brota de un corazón generoso que responde a este movimiento interior de amor, buscando inclinar la balanza del actuar humano, de manera habitual según este modo.

Una virtud es un hábito bueno. Un hábito se consigue por la repetición de actos que han generado una segunda naturaleza, una vestimenta dentro de nosotros que nos capacita, en este caso, a amar de manera habitual. La virtud de la caridad es una capacidad connatural en nosotros mismos para amar de modo tal que no se puede ya vivir si no es de esa manera.

Por eso el Papa Benedicto XVI comienza su primera Carta Encíclica con las palabras del apóstol: DEUS CARITAS EST, Dios es amor. Y es justamente esta presencia de Dios amor la que nos invita a nosotros a vivir al estilo de Dios: en el amor. Este Dios amor es el que sale a nuestro encuentro cada día.

El amor es un elemento esencial en el cristianismo. Quien no ama no puede decir que conoce a Dios, dice Juan, porque Dios es amor. Quien dice que lo conoce y no ama al hermano, es un mentiroso y la verdad no está en él.

San Juan hace un tratado acerca de la premisa DIOS ES AMOR. Juan no es un teórico ni un filósofo abstracto, sino que es alguien que ha experimentado en sí mismo esta presencia de amor que le permite conocer a Dios y ser conocido por Él. Vivir en conocimiento hondo y profundo de los hermanos es lo que lo habilita para tener bases sólidas, que lo vinculan de una manera fresca con todo lo que rodea su vida. Entonces se habla de luz que vence las tinieblas. El que vive en el amor no vive en el egoísmo, está apartado del odio y desaparecen de su corazón las sombras. Vive en la luz. El amor de Dios viene a encarnarse en gestos concretos, en actitudes, en nuestra manera de pensar, en la orientación habitual de la vida.

El hábito es como un ropaje. De ahí que se dice “lleva puesto tal o cual hábito”. Cuando un hábito es bueno, la persona se hace virtuosa porque tiene una natural disposición a estar orientada al bien. El hábito de la caridad implica amar en las cosas simples de cada día, en gestos de reconciliación, en diálogo sincero, en capacidad de comprendernos a nosotros mismos y a los demás, en el servicio, en el vínculo fraterno, en la escucha serena de los otros, en las expresiones concretas de cariño. Amar y descubrir que en ese amor está escondida la presencia de Dios que ha venido a quedarse y a poner su tienda en medio nuestro.

Benedicto XVI, en la Encíclica antes mencionada, dice que hay tres movimientos que identifican el camino de nuestra madurez en el amor.

El primer movimiento es Dios que viene hacia nosotros, como la fuente del amor que nos suscita la capacidad de amar. Juan sitúa en Dios al amor, llegando a afirmar que Dios es Amor. Juan es el único autor del Nuevo Testamento que da esta definición de Dios, y lo dice porque Dios es espíritu y el espíritu es el amor entre Dios y el Hijo.

Juan habla de Dios como Luz, como Pan, como Agua Viva. Pero la definición de Dios es que es Amor. Es distinto decir “el amor es Dios”. “Dios es Amor” no quiere decir que el amor sea Dios. No podemos confundir a Dios con cualquier amor, sino que justamente es en Dios donde los amores que hay en nosotros son renovados.

Juan habla con una profunda intuición, que nace de un conocimiento que brota de una experiencia interior del misterio. Y en este sentido, San Juan es un místico, porque en esta vivencia del misterio nos mete a todos nosotros en ese mismo encuentro que él nos ofrece desde lo que ha visto y oído, lo que ha tocado con sus manos.

No dice solamente Dios ama, o Dios nos amó. Mucho menos dice que el amor es Dios. Dice “Dios es Amor”. No cualquier amor puede ser por nosotros endiosado, sino sólo aquél que reconocemos ha nacido de Dios y que de Él viene. Y que se concreta de muchos modos: amor de amistad; amor de vida como alianza, en el noviazgo, en el matrimonio; amor de entrega exclusiva a Dios en la vida consagrada; amor de servicio, de diaconía; amor de filiación; amor de amistad, que nos permite reconocer de modo particular este don maravilloso de la presencia escondida de Dios que lo renueva todo.

La verdadera amistad es la que se construye desde este lugar nuevo de alianza que es Dios, que al amar se entrega a sí mismo hasta dar la vida. Es el amor de amistad en plenitud. “Nadie tiene amor más grande –dice el Señor– que aquél que da la vida por los amigos.” Y lo dice también dentro del marco del evangelio de Juan. La clave de este cuarto evangelio es que todos estos modos de ser del amor tienen una única fuente: Dios.

Quien quiera renovar su vida en el amor y vincularse con mayor comprensión, mayor servicio, con una más cálida recepción de los demás, con una salida más decidida de sí mismo para el encuentro con los otros, superando las diferencias y obstáculos, debe hacerlo en y desde Dios.

Ésta es la novedad: quien quiera crecer hacia la plenitud del amor como posibilidad de ser, debe hacerlo en Dios. Este modo de amar en Dios nace en el reconocimiento y la experiencia de que Él me amó primero y dio su vida por mí para rescatarme, para salvarme.

El segundo movimiento que Benedicto XVI plantea es la caridad en cuanto respuesta de parte nuestra, el amor como ofrenda. Tiene que ver con nuestra capacidad de responder a ese amor de Dios, saliendo de nosotros mismos como deudores del amor. Y en cuanto vamos cubriendo esa deuda, la caridad se hace respuesta en nosotros. Rompiendo el egoísmo y la agresividad, podemos vincularnos con los demás de una manera casta, íntegra, con todo nuestro ser puesto en un mismo sentido, en un mismo eje, con capacidad de donarnos responsablemente. El amor nos hace castos, es decir, integra toda nuestra persona y, gracias a eso, podemos responder a la invitación que Dios nos hace, con la altura con la que somos invitados a participar del misterio.

El ejercicio libre y responsable de la caridad supone personas integradas en Dios, capaces de donarse a sí mismas. La respuesta que damos al amor de Dios no puede ser de una parte nuestra, sino que nuestro yo más hondo y profundo que ama, cualquiera sea la actividad que realizamos, debe estar integrada en ese yo.

No es suficiente realizar un determinado servicio o actividad apostólica para que estemos verdaderamente vinculados al amor, sino que deber ser toda nuestra persona la que se entregue y ame. Por eso, Dios nos reconcilia con nosotros mismos, nos ama interiormente y nos capacita para responder amando al amor que Él nos da.

Tercer movimiento: este amor frente al cual tenemos nuestra deuda y al que estamos llamados a responder de manera integral e integradora de nuestra persona, es amor oblativo. Es un amor que tiene capacidad de entregarlo todo, hasta la propia vida. Esta es la perfección en el camino del amor, que comienza por el amor a sí mismo, luego por amar a los otros como nos amamos a nosotros y, al fin, amar a todos, también a los enemigo, amar hasta dar la vida. Son los diversos niveles del amor.

Esta repuesta al amor no puede ser de cualquier forma, sino que es con la fuerza del amor que viene de Dios. Es una gracia y hay que pedirla: la gracia de estar integrados interiormente para dar respuesta personal, completa, oblativa.

En Jesús tenemos no solamente una invitación a vivir de este modo, sino que además tenemos un testimonio de ejemplaridad que nos estimula a amar con la gracia que Él nos da, para obrar como Él obra. El Señor que entrega la vida nos abre un camino con su testimonio y nos habilita con su gracia para poder actuar como Él.

Él pagó por nosotros, por vos y por mí. Lo hizo entregando la vida, para que nosotros hiciéramos lo mismo, imitándolo. Él nos capacita para ello; estamos guiados y movidos no por nuestra voluntad sino por esa gracia que Jesús nos da. Es el amor de Jesús en el que somos llamados a vivir en el amor de Dios.

Hay una diferencia en el planteo del amor que hace Jesús a como venía siendo presentado en el Antiguo Testamento. Allí era “amar al otro como a ti mismo”. Jesús no excluye este nivel, sólo que enseña que el mejor modo de amar es amando en Dios y desde Dios. Porque Él ha venido a instalarse en medio nuestro. Jesús presenta, como motivo y norma de nuestro amor, su misma persona: “como yo los he amado”, hasta dar la vida por ustedes. Esta enseñanza es la que permite decir que existe un modo de amor cristiano, amor en Cristo. Sólo estamos capacitados para amar hasta dar la vida cuando reconocemos la gracia que Dios nos regala para amar a su estilo. Y para eso, hay que dejarse amar por Dios. El que se deja querer y sostener por Dios, se capacita para amar en Dios y entonces puede vivir un amor cristiano hasta dar la vida.

El amor es cristiano cuando lo hacemos desde Jesús. La palabra de Jesús “como yo los he amado” nos invita a no inquietarnos ni desesperar por pagar las deudas de amor que tenemos cada uno de nosotros, porque Dios nos amó primero y a la vez Él nos capacita para el amor.

Monseñor Karlic decía que no todos estamos capacitados para ser buenos deportistas, buenos científicos o economistas. Pero sí estamos todos capacitados para amar, porque Dios está con nosotros, Jesús ha puesto su morada en nosotros.

La crecida conciencia de que Dios nos habita interiormente y nos ama es la que nos capacita para amar hasta dar la vida. No hay amor cristiano que no tenga previamente un reconocimiento del amor de Cristo por mi persona.

Te invito a dejar de lado las resistencias que oponés para no dejar a Dios decirte cuánto te quiere. Dedicale un tiempo a escucharlo, a recibirlo, a dejarte moldear por su amor, a no tener miedo a los momentos de zozobra y tristeza, de lucha y trabajo. Porque como dice San Pablo, nada puede separarnos del amor de Dios.